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Discurso del presidente López Obrador en La Habana

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Los presidentes de México, Andrés Manuel Lóez Obrador, y de Cuba, Miguel Díaz-Canel, en el Palacio de la Revolución de La Habana, el 8 de mayo de 2022. Foto Afp
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08 de mayo de 2022 17:13

A continuación el texto del discurso que pronunció el presidente Andrés Manuel López Obrador en el Palacio de la Revolución, de La Habana, al concluir los actos de su visita de trabajo a Cuba.

Presidente, amigo Miguel Díaz-Canel.

Amigas, amigos todos:

Sin afán de exaltar el chovinismo que casi todos los latinoamericanos llevamos dentro, se puede asegurar que Cuba fue, durante casi cuatro siglos, la capital de América. Nadie que viniera de Europa a nuestro continente podía dejar de pasar por la isla más grande de las Antillas y, por muchas décadas, Cuba fue la joya de la Corona española.

Desde tiempos remotos, Cuba y México, por la cercanía geográfica, la migración, la lengua, la música, el deporte, la cultura, la idiosincrasia y el cultivo de la caña, han mantenido relaciones de auténtica hermandad.

Es posible, incluso, que en la época prehispánica haya habido en la isla habitantes mayas procedentes de la península de Yucatán que, además de poseer una espléndida cultura, eran como los fenicios, grandes navegantes que mantenían relaciones comerciales, no sólo con los pueblos del golfo de México, sino con los del Caribe hasta el Darién.

Pero, dejando este interesantísimo tema a los antropólogos y arqueólogos, lo cierto es que de Cuba partieron las primeras expediciones hacia el actual territorio mexicano y que de ahí, de aquí zarparon sus navíos de soldados de Hernán Cortés para emprender la conquista en México.

También es sabido que, aun con las diferencias que tenía este intrépido y ambicioso soldado con el gobernador Diego de Velázquez, todos los apoyos para enfrentar la resistencia indígena en México partían de Cuba por órdenes de la monarquía española.

Durante la Colonia, en Cuba, igual que en México, hubo epidemias y sobrexplotación de la población nativa, que fue prácticamente exterminada. Eso explica el indignante y doloroso auge —desde el siglo XVI— del comercio de esclavos africanos, en Cuba y en el Caribe en general.

En una ocasión visité la antigua ciudad de Trinidad y fui al Museo de la Esclavitud, y observé látigos, grilletes y cepos, de cuya existencia estaba enterado por las menciones de los castigos previstos por las leyes de espionaje que rigieron en México varias décadas después de nuestra Independencia política de España, porque debe saberse que, en nuestro país, la esclavitud se abolió en realidad hasta 1914. Además, téngase en cuenta que apenas tres años antes, en 1911, se levantó en armas el gran dirigente campesino Emiliano Zapata, debido a que las haciendas azucareras invadían impunemente las tierras de los pueblos del estado de Morelos.

Sin embargo, la caña de azúcar, la palma real y la migración de Cuba a México se advierte más en la cuenca del Papaloapan, en el estado de Veracruz. La Habana es como el puerto de Veracruz, y lo más parecido al cubano es el jarocho, el habitante de esa región del golfo de México. Por cierto, de allí es mi familia paterna.

A nuestros pueblos nos une, como en pocos casos, la historia política. Al inicio de la Independencia de México, cuando todavía eran constantes las asonadas militares y se enfrentaban federalistas contra centralistas y liberales contra conservadores, hubo en mi estado, en Tabasco, dos gobernadores de origen cubano, el coronel de infantería Francisco de Sentmanat y el general Pedro de Ampudia.

Casualmente, el enfrentamiento de estos militares serviría en estos tiempos para escribir una apasionante, tremenda y realista novela histórica, cuyo relato en breve estriba en que uno de esos personajes vence militarme a su paisano gobernador, y éste sale al extranjero y recluta en Nueva York a un grupo de mercenarios españoles, franceses, ingleses, y organizan una expedición para invadir Tabasco, pero al desembarcar los extranjeros fueron derrotados y pasados por las armas, en tanto que al exgobernador Sentmanat le cortaron la cabeza y por recomendación de un médico —en ese entonces se les llamaba facultativo— la metieron a un perol de agua hirviendo, supuestamente para retrasar su descomposición por el calor y poder exhibirla unos días como es escarmiento en la plaza pública.

Este inhumano proceder no era ajeno en México ni extraño en otras partes del mundo. El padre de nuestra patria, Miguel Hidalgo, que proclamó la abolición de la esclavitud, cuando fue aprehendido por órdenes de oligarcas criollos y españoles, no sólo fue fusilado, sino también decapitado, y su cabeza estuvo expuesta durante 10 años en la plaza principal de Guanajuato. El militarismo es bárbaro y el conservadurismo beligerante engendra odio y salvajismo.

Pero la historia no es plana ni maniquea, no es de buenos y malos, sino de circunstancia. El general de Ampudia que ordenó a ejecutar a Sentmanat, porque, según sus palabras, se necesitaba, lo cito, ‘un castigo terrible y ejemplar’, luego destacó en 1846 como defensor de la ciudad de Monterrey en tiempos de la invasión estadounidense a México; y más tarde, en 1860, se desempeñó como ministro de Guerra y Marina en el gobierno liberal de Benito Juárez.

La lista de cubanos que lucharon en la causa de México durante las invasiones estadounidenses y francesas es amplia y fecunda. Asimismo, hubo mexicanos que combatieron aquí por la liberación de Cuba. En los tiempos de Juárez, México fue la primera nación de América en respaldar la independencia de Cuba y en reconocer a Carlos Manuel de Céspedes, el presidente levantado en armas y padre de la patria cubana. Y qué decir de los grandes servicios prestados a nuestro país por el cubano Pedro Santacilia, yerno del presidente Juárez y su principal confidente.

Juárez, durante su exilio estuvo aquí y en Nuevo Orleans, donde conoció a quien más tarde se casaría con su hija Manuela. Era tanta la confianza de Juárez en su yerno que, en los momentos más difíciles de la invasión francesa, era Santacilia quien cuidaba en Estados Unidos a la familia del defensor de nuestra República; Juárez le llamaba ‘mi Santa’. Nadie recibió tantas cartas de Juárez como Santacilia, nadie como él compartió en los momentos de mayor tristeza y felicidad del Benemérito de las Américas.

En medio de tantos gestos de hermandad política, es impensable que José Martí no se hubiera vinculado tan entrañablemente a nuestro país. El escritor y político cubano vivió en la Ciudad de México de 1875 a 1877. Ahí escribió ensayos, poesía y, entre muchas otras obras, el famoso guion para teatro Amor con amor se paga.

Fue articulista del periódico El Federalista, vinculado al presidente liberal Sebastián Lerdo de Tejada, y cuando éste fue derrocado por un movimiento militar encabezado por Porfirio Díaz, Martí salió de México y, con la visión que únicamente los grandes poseen, escribió a su amigo Manuel Mercado que se iba, lo cito, ‘porque un hombre se declaró por su exclusiva voluntad señor de hombres y, con un poco de luz en la frente, no se puede vivir donde mandan tiranos’.

Aun cuando el asalto al poder de Porfirio Díaz causó el enojo de Martí, también debe tenerse en cuenta que ya para entonces él tenía en la mira participar en la lucha por la independencia de Cuba, además de mantener siempre relación epistolar con sus amigos de México y regresar por última vez en 1894 a nuestro país.

Existe una historia paralela a Martí, el independentista cubano, en la figura de un revolucionario mexicano, Catarino Erasmo Garza Rodríguez, quien, a pesar de ser poco conocido en esos mismos tiempos tuvo la osadía de encabezar una guerrilla desde Texas y convocar al pueblo de México a tomar las armas para derrocar a Porfirio Díaz, 18 años antes de que lo hiciera Francisco I. Madero en 1910.

Catarino Garza era de Matamoros, Tamaulipas, y vivió en Laredo y en otros pueblos de la frontera de Estados Unidos y México. El 12 de septiembre de 1891 cruzó el río Bravo al mando de 40 guerrilleros y el 15 de ese mes de septiembre dio el Grito de Independencia en Camargo, Tamaulipas.

En una de sus proclamas para levantar al pueblo contra Porfirio Díaz, Catarino denunciaba, antes que otros, la grave injusticia del despojo de las tierras de las comunidades indígenas, declaradas por el régimen como baldías para beneficiar a grandes latifundistas nacionales y extranjeros.

Catarino era periodista y sus manifiestos eran constantes, profundos, bien escritos. Sin embargo, en el terreno militar fue poco lo que logró con su movimiento: apenas reunió a unos 100 combatientes y de sus cuatro incursiones al territorio de México sólo se alzó con una victoria en el Rancho de las Tortillas, cerca de la población de Guerrero, Tamaulipas.

Pero, aun sin ganar muchas batallas, el desafío de este guerrillero causó un profundo malestar en la élite castrense mexicana que, en colaboración con el ejército de Estados Unidos y con los famosos rangers de Texas, movilizaron a miles de soldados para sellar prácticamente la frontera y llevar a cabo una tenaz persecución, pueblo por pueblo, rancho por rancho, en busca del jefe rebelde, de su pequeña tropa y de sus simpatizantes.

En esas circunstancias, Catarino desaparece y en medio de conjeturas surge la leyenda y el inseparable corrido que en un verso decía: ‘¿A dónde fue Catarino con sus planes pronunciados con su lucha insurgente por el mexicoamericano?’

El misterio se aclaró cuando, tiempo después, se supo que Catarino apareció en Matina, un pueblo de la costa del Atlántico de Costa Rica; antes estuvo escondido aquí, en La Habana, protegido por sus hermanos masones independentistas.

En esos tiempos, Costa Rica fue el país de los encuentros y el territorio ideal para preparar guerrillas y desembarcos de los más importantes revolucionarios de América Latina y el Caribe.

El presidente de Costa Rica, Rafael Iglesias Castro, era un liberal tolerante y respetuoso del derecho de asilo; de allí que líderes y caudillos militares preparaban en la capital costarricense la independencia de Cuba, la integración de los países centroamericanos y la reconstitución de la gran Colombia, proyectos celebrados bajo palabra de honor en los cuales también existía el compromiso de apoyar a Catarino en el derrocamiento del dictador de México.

En ese ambiente de fraternidad, Catarino estrechó relaciones con cubanos, colombianos y centroamericanos. En Costa Rica había alrededor de 500 refugiados cubanos, el más destacado de los cuales era Antonio Macedo, el general que, junto a Máximo Gómez, luchaba por la independencia de Cuba y era considerado una amenaza por el gobierno colonial español.

La figura de Macedo no pasaba inadvertida en Costa Rica. El mismo Rubén Darío, gran poeta nicaragüense, relata que un día, lo cito, vio ‘salir de un hotel acompañado de una mujer muy blanca y de cuerpo fino, española, a un hombre grande y elegante; era Antonio Macedo. Su trato era culto, su inteligencia vivaz y rápida. Fue un varón de ébano’.

Macedo era imprescindible para el triunfo del movimiento de liberación de Cuba. La dupla que formaba con Máximo Gómez era la principal preocupación de la monarquía peninsular; de ellos dependía en mucho que España perdiera su último bastión importante en el continente. De eso se deriva la temeraria frase, cito: ‘La guerra de Cuba sólo es cuestión de dos balazos felices contra Macedo y Gómez’.

Pero, así como sus enemigos buscaban eliminar a Macedo, ‘el Titán de Bronce’, había otros que lo consideraban indispensable. Así pensaba José Martí, el personaje más inteligente y abnegado en la lucha por la independencia de Cuba.

A pesar de las diferencias, Martí mostró una patriótica humildad en su relación con los generales Máximo Gómez y Antonio Macedo. Esto explica por qué Martí fue dos veces a Costa Rica a ver a Macedo.

Más tarde, en noviembre de 1894, luego del atentado en Costa Rica contra Macedo, Martí escribió desde Nueva York, con su inigualable prosa, un artículo en el que decía: ‘Use el gobierno español cuantos asesinos le plazca, que el general Macedo y sus compañeros estarán, a su tiempo, de todos modos, en el puesto de honor y sacrificio que la patria les designe. Nada pueden los asesinos contra los defensores de la libertad. La puñalada infame que hiere la revolución hiere al héroe de los que pretenden sofocar con el crimen inicuo la aspiración de un pueblo’. En rigor, herir a Macedo era herir el corazón de Cuba.

Aunque Catarino conocía a Macedo, finalmente optó por vincularse al general radical colombiano Avelino Rosas y con su hombre de confianza, el periodista y escritor Francisco Pereida Castro.

En esa época, entre otros colombianos, conspiraba en Costa Rica el célebre general Rafael Uribe Uribe, también amigo de Macedo y quien inspiró a Gabriel García Márquez para crear el personaje del coronel Aureliano Buendía en su célebre novela Cien años de soledad.

Enfrentando todo tipo de adversidades, traiciones y penurias, como suele suceder en esas luchas, Rosas pudo definir y emprender un plan revolucionario para rescatar a Colombia de los conservadores; fue así como ordenó a Catarino que emprendiera la acción para tomar el cuartel y el puerto de Bocas del Toro, ahora Panamá.

La anunciada expedición de Catarino comenzó a principios de febrero de 1895, casi al mismo tiempo que la de Macedo a Cuba. La mejor información sobre la incursión de Catarino y su trágico final, se la debemos a Donaldo Velasco, el comandante de los puertos de Boca del Toro y Colón, quien, al año siguiente de los hechos, es decir, en 1896, publicó un folleto en que narraba, con buena prosa, todo lo sucedido. Gracias a este culto agente conservador, conocemos los pormenores de la última odisea del revolucionario Catarino Erasmo Garza.

La misión no era fácil, pero el idealismo de los revolucionarios es una extraordinaria fuente de inspiración y constituye una fuerza muy poderosa. Una vez realizado el desembarco en Boca del Toro, pasadas las 4:00 de la mañana del 8 de marzo de 1895, los jefes guerrilleros colocaron a los 30 combatientes para atacar de manera simultánea el cuartel de policía y el cuartel militar. Velasco reconoció que ‘habían logrado sorprendernos cuando menos lo esperábamos, a pesar de tantos avisos’.

El combate fue intenso y llegaron a pelearse cuerpo a cuerpo. En los primeros minutos, las bajas eran de los soldados. Catarino dirigía la acción con pasión y valor; sin embargo, dos disparos casi simultáneos lo hirieron de muerte. La agonía fue corta; poco después, a las 5:00 de la mañana sonó poderosa la corneta de los soldados tocando una Diana en señal de triunfo.

En el parte de guerra, enviado al general Gaytán, quien se encontraba en David, Panamá, se informaba que habían muerto cinco guerrilleros y nueve soldados con ocho heridos. De estos últimos, de una y otra parte, murieron algunos más tarde. A las 4:00 de la tarde fueron sepultados en una fosa profunda del panteón de Boca del Toro, situada en la orilla del mar, Catarino Erasmo Garza Rodríguez, Francisco Pereira y dos compañeras más.

Donde cae el hombre que era, diría siete décadas más tarde ‘el Che’ Guevara’, nosotros estamos ahora haciendo una investigación para recuperar los restos de Catarino Garza y llevarlos a México.

La información de lo acontecido en Boca del Toro se abrió paso y llegó a todas las islas y puertos de la costa atlántica. Porfirio Díaz se enteró el 11 de marzo, a través de un cable que le envío su embajador en Washington, Matías Romero.

Sobre si Catarino fue un revolucionario —o, como se decía en ese entonces, un bandido, además de la opinión de cada quién—, hay un veredicto de mucho valor por sostenerlo: un leal y orgulloso conservador, del colombiano Donaldo Velasco. En su texto, este importante protagonista y testigo de los últimos acontecimientos, no puede ocultar su profunda admiración por Catarino; cito: ‘No era en mi concepto el bandido vulgar que retratan los norteamericanos; aún después de muerto, inspiraba respeto”.

Esta historia no podía terminar sin esclarecer que, aun tomando el cuartel de Boca del Toro, Catarino estaba emplazado a vencer a un enemigo todavía más poderoso. Al amanecer, a la entrada de la bahía lo esperaba con sus cañones el ‘Atlanta’, imponente barco de guerra de los Estados Unidos, un casco de acero de 96 metros de (inaudible) y 284 marinos de la Armada estadounidense. Todo este poderío para perseguir y aniquilar, valga la paradoja, a Catarino entre comillas, ‘el Filibustero’.

Eran los tiempos en que los estadounidenses habían decidido convertirse en dueños del continente y definían lo que consideraban su espacio físico vital, para luego emprender la conquista del mundo. Estaban en su apogeo las anexiones, las independencias a modo, la creación de nuevos países, los Estados libres asociados, los protectorados, las bases militares, los desembarcos e invasiones para poner y quitar gobernantes a su antojo.

No sabemos si por la falsedad del comandante o por decisión del mando supremo en Washington — pues los tripulantes del Atlanta no tuvieron necesidad de intervenir—, la Armada de Estados Unidos certificó que se había realizado, cito, ‘un desembarco en Boca del Toro, Colombia, el 8 de marzo de 1895 para proteger vidas norteamericanas y propiedades amenazadas por una revuelta del Partido Liberal y de la actividad de filibusteros’. Los marinos fueron, incluso, condecorados.

En un recuento somero y en homenaje a los hombres de ideales revolucionarios, el mismo año que cayeron Catarino y Pereira, dejó de existir Martí. A Macedo lo asesinaron en 1896; a Rosas, en 1901. Tal ha sido también el destino de muchos héroes anónimos olvidados, pero benditos y otros que seguirán surgiendo, porque la lucha por la dignidad y la libertad de los pueblos es una historia sin fin.

Aun cuando mi texto ya es muy extenso —¿verdad, Beatriz?— les ofrezco disculpas, no podía dejar de mencionar en nuestra cercana relación, presidente, el papel tan destacado y digno de Manuel Márquez Sterling, embajador de Cuba en México durante el golpe de Estado, encarcelamiento y asesinato del presidente Francisco I. Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez.

En esos tiempos de zopilotes, cuando el embajador de Estados Unidos organizó el golpe contra nuestro Apóstol de la Democracia, Francisco I. Madero, el embajador de Cuba, en claro contraste, trató de salvarle la vida, ofreció asilo a prisioneros y pasó una noche con ellos en la intendencia de Palacio Nacional, donde los tuvieron cinco días encerrados antes de la terrible felonía de matarlos a mansalva.

Cuenta en su libro Márquez Sterling, que mi paisano, el vicepresidente José María Pino Suárez, en esa visita solidaria, le confesó en forma profética lo siguiente:

‘Nuestra renuncia impuesta provoca la revolución. Asesinarnos equivale a decretar la anarquía. Yo no creo, como el señor Madero, que el pueblo derroque a los traidores para rescatar a su legítimo mandatario; lo que el pueblo no consentirá es que nos fusilen. Carece de la educación cívica necesaria para lo primero, le sobra coraje y pujanza para lo segundo.’

Y así fue. El 22 de febrero de 1913, a medianoche, son cobardemente asesinados el presidente y el vicepresidente legal y legítimamente electos por el pueblo de México. A partir de entonces empieza a cumplirse el vaticinio de José María Pino Suárez: apenas lo mataron, se desató con furia la Revolución. El 26 de marzo de 1913, Venustiano Carranza gobernador de Coahuila, suscribe con otros revolucionarios el Plan de Guadalupe para restaurar la legalidad y deponer al general golpista Victoriano Huerta, que se había autonombrado presidente.

Huerta se mantuvo un año y medio en el poder. Carrancistas, zapatistas y villistas lo combatieron con relativa independencia entre unos y otros, y consiguieron la caída del usurpador, quien no logró conseguir, en ese tiempo, el respaldo del gobierno de los Estados Unidos.

Durante todo el periodo que duró la revolución, en Cuba vivieron exiliados tanto porfiristas y huertistas como revolucionarios maderistas; dicen que en las calles de La Habana, aquí, se insultaban unos a otros. Aquí estuvo, por ejemplo, el revolucionario veracruzano Heriberto Jara, uno de los inspiradores de la expropiación petrolera consumada en 1938 por el general Lázaro Cárdenas del Rio.

Tampoco puedo omitir mencionar el papel solidario del pueblo y de los gobiernos de México con los revolucionarios cubanos que lucharon contra la dictadura de Batista.

Es conocido, como lo recordó usted, amigo presidente, Miguel Díaz-Canel, cuando nos visitó el año pasado con motivo de la conmemoración de los 200 años de la Independencia de México: el paso de Fidel y sus compañeros por México dejó profunda impresión en los futuros expedicionarios del ‘Granma’ y un cúmulo de leyendas por todas partes, de las que todavía se habla con admiración y respeto.

‘No olvidaremos nunca —expresó usted—, que gracias al apoyo de muchos amigos mexicanos zarpó el yate ‘Granma’ de Tuxpan, Veracruz, el 25 de noviembre de 1956. De esa histórica embarcación descendió, siete días después, el 2 de diciembre, el recién nacido ejército rebelde que venía a liberar a Cuba’.

Siguió usted diciendo:

‘Tampoco olvidamos que, a sólo unos meses del histórico triunfo de la Revolución, en 1959, nos visitó el general Lázaro Cárdenas. Su voluntad de estar junto a nuestro pueblo, a raíz de la invasión mercenaria de Playa Girón en 1961, marca sensiblemente el carácter de nuestras relaciones.’

Presidente Díaz-Canel, también expresó que ‘fiel a sus mejores tradiciones, México fue el único país de América Latina que no rompió relaciones con la Cuba revolucionaria cuando fuimos expulsados de la OEA por mandato imperial’.

En cuanto a mis convicciones sobre el comandante Fidel Castro, y sobre la independencia de Cuba, reitero lo que escribí hace poco en un libro: A lo largo de tiempo como opositores en México, Fidel fue el único de los dirigentes de izquierda que supo lo que nosotros representábamos y nos distinguió con su apoyo en reflexiones, en escritos y en hechos políticos solidarios. Nunca nos conocimos, pero siempre lo consideré un hombre grande por sus ideales independentistas.

Podemos estar a favor o en contra de su persona y de su liderazgo, pero, conociendo la larga historia de invasiones y de dominio colonial que padeció Cuba en el marco de la política estadounidense, del destino manifiesto y bajo la consigna de América para los americanos, entre comillas, podemos valorar la hazaña que representa la persistencia, a menos de 100 kilómetros de la superpotencia, el que exista una isla independiente habitada por un pueblo sencillo y humilde, pero alegre, creativo y, sobre todo, digno, muy digno.

Por eso, cuando estaba de gira por Colima y me enteré de la muerte del comandante Castro, declaré algo que sentía y que sigo sosteniendo: dije que había muerto un gigante.

También es bien conocida mi postura sobre el bloqueo del gobierno de Estados Unidos a Cuba. He dicho con toda franqueza que luce mal el gobierno de Estados Unidos utilizando el bloqueo para impedir el bienestar del pueblo de Cuba con el propósito de que éste, el pueblo de Cuba, obligado por la necesidad, tenga que enfrentar a su propio gobierno.

Si esta perversa estrategia lograse tener éxito, algo que no parece probable por la dignidad a que me he referido del pueblo cubano, de todas formas, convertiría a ese gran agravio en un triunfo pírrico, vil y canallesco, en una mancha de esas que no se borran ni con toda el agua de los océanos.

Pero también sostengo que ya es tiempo de la hermandad y no de la confrontación; como lo señalaba José Martí, el choque puede evitarse, lo cito, ‘con el exquisito tacto político que viene de la majestad, del desinterés y de la soberanía del amor’.

Es el momento de una nueva convivencia entre todos los países de América, porque el modelo impuesto hace más de dos siglos está agotado, no tiene futuro ni salida, y ya no beneficia a nadie. Hay que hacer a un lado la disyuntiva de integrarnos a Estados Unidos o de oponernos en forma defensiva.

Es tiempo de expresar y de explorar otra opción, la del diálogo con los gobernantes de Estados Unidos, y convencerlos y persuadirlos de que una nueva relación entre los países de América, de toda América, es posible. Nuestra propuesta puede parecer utópica y hasta ingenua, pero, en vez de cerrarnos debemos abrirnos al diálogo comprometido, franco y buscar la unidad en todo el continente americano. Además, no veo otra alternativa ante el crecimiento exponencial de la economía de otras regiones del mundo y la decadencia productiva de toda América.

Aquí repito lo que he expresado al presidente Biden en más de una ocasión: si la tendencia económica y comercial de las últimas tres décadas se mantiene y no hay nada que legal y legítimamente pueda impedirlo, en otros 30 años, para el 2051, China tendría el dominio del 64.8 por ciento en el mercado mundial y Estados Unidos sólo el cuatro y hasta el 10 por ciento, lo cual, insisto, sería una desproporción económica y comercial que resultaría inaceptable para Washington, y que mantendría viva la tentación de apostar a resolver esa disparidad con el uso de la fuerza, lo cual sería un peligro para todo el mundo.

Estoy consciente de que se trata de un asunto complejo que requiere de una nueva visión política y económica. La propuesta es, ni más ni menos, construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, a nuestra realidad y a nuestras identidades.

En ese espíritu, no debe descartarse la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflictos, en asuntos de derechos humanos y de democracia. Aunque lo aquí planteado puede parecer un sueño, debe considerarse que, sin horizonte de los ideales, no se llega a ningún lado y que, en consecuencia, vale la pena intentarlo. Es una gran tarea para buenos diplomáticos y políticos como los que afortunadamente existen en todos los países de nuestro continente.

Por nuestra parte, creemos que la integración con respeto a las soberanías y formas de gobierno y la buena aplicación de un tratado para el desarrollo económico-comercial nos conviene a todos, y que en ello nadie pierde; sería, por el contrario, la salida más eficaz y responsable frente a la fuerte competencia que existe, que se acrecentará con el tiempo y que, si no hacemos nada para unirnos, fortalecernos y salir victoriosos en buena lid, llevará de manera inevitable al declive de todas las Américas.

Amigas y amigos cubanos.

Estimado presidente Díaz-Canel.

Termino ahora sí con dos breves reflexiones:

Con todo respeto a la soberanía y la independencia de Cuba, les expongo que seguiré insistiendo para buscar, como primer paso, que Estados Unidos levante el bloqueo a esta nación hermana para iniciar el restablecimiento de las relaciones de cooperación y amistad entre los pueblos de las dos naciones.

Por ello, insistiré con el presidente Biden en que no se excluya a ningún país de América en la cumbre del mes próximo, a celebrarse en Los Ángeles, California. Y que las autoridades de cada país decidan libremente si asisten o no a dicho encuentro, pero que nadie excluya a nadie.

Finalmente, muchas gracias por la distinción al entregarme la Orden ‘José Martí’, a quien como ha quedado de manifiesto, respeto y admiro, como admiro y respeto a Simón Bolívar y a nuestro gran presidente Benito Juárez.

Gracias al generoso, solidario y ejemplar pueblo de Cuba.

A título personal, sostengo que yo nunca he apostado, no apuesto ni apostaré al fracaso de la Revolución cubana, a su legado de justicia y a sus lecciones de independencia y dignidad. Yo nunca voy a participar con golpistas que conspiran contra los ideales de igualdad y fraternidad universal.

El retroceso es decadencia y desolación, es asunto de poder y no de humanidad. Prefiero seguir manteniendo la esperanza de que la Revolución renazca en la Revolución. Que la Revolución sea capaz de renovarse para seguir el ejemplo de los mártires que lucharon por la libertad, la igualdad, la justicia, la soberanía. Y tengo la convicción y la fe de que en Cuba se están haciendo las cosas con ese propósito, de que se haga la nueva Revolución en la Revolución, es la segunda gran enseñanza, la segunda gran lección de Cuba para el mundo.

Este pueblo volverá a demostrar que la razón es más poderosa que la fuerza.

Abrazos y muchas gracias.

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