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Se intensifica la guerra de propaganda: Chomsky

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Personas evacúan la ciudad de Raihorodok, Ucrania, ayer. Foto Afp
03 de mayo de 2022 08:00

Estados Unidos. Desde la Primera Guerra Mundial, la propaganda ha tenido un papel crucial en la guerra. Los gobiernos lanzan campañas para ganar apoyo entre sus ciudadanos, influir en la opinión pública y en la conducta dentro de las naciones con las que están en guerra, así como en la opinión internacional. En esencia, la propaganda se refiere a técnicas de manipulación de la opinión pública basadas en información incompleta o confusa, mentiras y engaños. Durante la Segunda Guerra Mundial, tanto los nazis como los aliados emprendieron operaciones de propaganda.

La guerra en Ucrania no es diferente. Los líderes de Rusia y Ucrania han emprendido una diseminación sistemática de información bélica que puede fácilmente designarse como propaganda. Otros países con intereses en el conflicto, como Estados Unidos y China, también han lanzado campañas, que van de la mano con su aparente falta de interés en los esfuerzos diplomáticos por poner fin a la guerra.

En esta entrevista, el destacado académico y disidente Noam Chomsky, quien construyó junto con Edward Herman el concepto de “modelo de propaganda”, indaga en la pregunta de quién está ganando la guerra de propaganda en Ucrania. Adicionalmente examina cómo las redes sociales dan forma hoy en día a la realidad política, analiza si el modelo de propaganda aún funciona, y reflexiona sobre el argumento “también ustedes”. Por último, expresa su opinión acerca del caso de Julian Assange y su casi segura extradición a Estados Unidos por el “crimen” de revelar información acerca de las guerras de Afganistán e Irak.

–La propaganda de guerra en el mundo moderno es un arma poderosa para ganar apoyo a la guerra y darle una justificación moral, por lo regular resaltando la naturaleza “maligna” del enemigo. También se usa para debilitar la voluntad de las fuerzas enemigas. En el caso de la invasión rusa a Ucrania, la propaganda del Kremlin parece hasta ahora estar funcionando dentro de Rusia y domina las redes sociales en China, pero al parecer Ucrania está ganando la guerra de información en la arena global, en especial en Occidente. ¿Está de acuerdo con esta evaluación? ¿Hay algunas mentiras o mitos de guerra significativos en torno a este conflicto?

–La propaganda de guerra ha sido un arma poderosa por mucho tiempo, sospecho que desde que tenemos registro histórico. Y a menudo un arma con consecuencias a largo plazo, que requieren atención y análisis.

Para no ir lejos, en tiempos modernos, en 1898, el barco de guerra estadunidense Maine se hundió en el puerto de La Habana, probablemente por una explosión interna. La prensa del magnate Randolph Hearst logró crear una ola de histeria popular sobre la naturaleza maligna de España, que dio el sustento necesario a una invasión a la que en Estados Unidos se conoce como “la liberación de Cuba”. O, como debería llamarse, la prevención de la autoliberación de Cuba, que convirtió a la isla en una virtual colonia estadunidense. Así permaneció hasta 1959, cuando Cuba fue realmente liberada, y Estados Unidos, casi de inmediato, emprendió una perversa campaña de terror y sanciones para poner fin al “victorioso desafío” cubano a los 150 años de dominio estadunidense sobre el hemisferio, como explicó el Departamento de Estado hace medio siglo.

Desencadenar mitos de guerra puede tener consecuencias a largo plazo.

Pocos años después, en 1916, Woodrow Wilson fue electo presidente con el lema “Paz sin Victoria”, que pronto se convirtió en Victoria sin Paz. Una oleada de mitos de guerra convirtió rápidamente a una población pacificista en una consumida de odio por todo lo alemán. La propaganda emanó primero del ministerio británico de información; sabemos lo que eso significa. Intelectuales estadunidenses del círculo liberal de John Dewey la sorbieron con entusiasmo y se declararon líderes de la campaña para liberar al mundo. Por primera vez en la historia, explicaron con sobriedad, la guerra no fue iniciada por élites militares o políticas, sino por los considerados intelectuales –ellos– que habían estudiado cuidadosamente la situación y después decidido racionalmente el curso correcto de acción: entrar en la guerra, llevar libertad al mundo y poner fin a las atrocidades inventadas por el ministerio británico.

Una consecuencia de las muy efectivas campañas de odio a Alemania fue la imposición de una paz del vencedor, con un duro trato a la derrotada Alemania. Algunos objetaron con firmeza, entre ellos John Maynard Keynes. No les hicieron caso. El resultado fue Hitler.

En una entrevista previa vimos cómo el embajador Chas Freeman comparó el acuerdo de posguerra de odio a Alemania con el triunfo de estadistas que no eran buenas personas: el Congreso de Viena de 1815. El Congreso buscó establecer un orden europeo después de que el intento napoleónico de conquistar Europa había sido derrotado. Con buen juicio, el Congreso incluyó a la derrotada Francia. Eso condujo a un siglo de relativa paz en Europa. Hay ciertas lecciones.

Para no quedarse atrás de los británicos, el presidente Wilson estableció su propia agencia de propaganda, el Comité de Información Pública (Comisión Creel), que prestó sus propios servicios.

Estos ejercicios tuvieron también un efecto a largo plazo. Entre los miembros de la Comisión estaban Walter Lippmann, que llegó a ser el intelectual público más destacado del siglo XX, y Edward Bernays, que fue uno de los fundadores de la moderna industria de relaciones públicas, la mayor agencia propagandística del mundo, dedicada a socavar mercados al crear consumidores desinformados que tomaban decisiones irracionales: lo opuesto a lo que uno aprende de los mercados en los cursos de economía. Al estimular el consumismo rampante, la industria también empuja al mundo al desastre, lo que es otro tema.

Tanto Lippmann como Bernays dieron crédito a la Comisión Creel por demostrar el poder de la propaganda para “manufacturar consenso” (Lippmann) y “construir consenso” (Bernays). Este “nuevo arte en la práctica de la democracia”, explicaba Lippmann, podría usarse para mantener pasivos y obedientes a los “elementos ajenos ignorantes y entrometidos” –el público en general–, mientras los autodesignados “hombres responsables” atendían los asuntos importantes, libres del “pisoteo y el rugido de un rebaño enloquecido”. Bernays expresaba opiniones parecidas. No estaban solos.

Lippmann y Bernays eran liberales al estilo Wilson-Roosevelt-Kennedy. La concepción de democracia que elaboraron está muy a tono con las concepciones liberales dominantes, entonces y ahora.

Esas ideas se extendieron ampliamente hacia las sociedades más libres, en las que “las ideas impopulares pueden ser suprimidas sin el uso de la fuerza”, como expresó George Orwell en su (inédita) introducción a Rebelión en la granja con respecto a la “censura literaria” en Inglaterra.

Y así continúa. En particular en las sociedades más libres, donde los medios de violencia del Estado han sido constreñidos por el activismo popular, es de gran importancia idear métodos para fabricar consenso, y asegurar que sean interiorizados al volverse tan invisibles como el aire que respiramos, sobre todo en los círculos de personas de cierta cultura. Imponer mitos de guerra es un rasgo regular de estas empresas.

A menudo funciona de manera espectacular. En la Rusia actual, según informes, una gran mayoría acepta la doctrina de que en Ucrania Rusia se defiende contra una embestida nazi reminiscente de la Segunda Guerra Mundial, cuando Ucrania, de hecho, colaboró en la agresión que por poco destruye a Rusia y causó bajas terribles.

La propaganda es tan absurda como todos los mitos de guerra, pero, como otras, se basa en fragmentos de verdad, y al parecer ha tenido éxito en fabricar consenso. No podemos estar seguros del todo a causa de la rígida censura vigente, sello distintivo de la cultura política estadunidense desde hace tiempo: el “rebaño enloquecido” debe ser protegido contra las “ideas equivocadas”. Conforme a ello, los estadunidenses deben ser “protegidos” de propaganda que, según se nos dice, es tan ridícula que sólo personas a las que se ha lavado el cerebro podrían no reír de ellas. Según esta visión, para castigar a Vladimir Putin se debe evitar que cualquier material procedente de Rusia llegue a oídos estadunidenses. Eso comprende el trabajo de destacados periodistas y comentaristas políticos estadunidenses, como Chris Hedges, cuyo largo historial de valeroso periodismo incluye su servicio como jefe de la corresponsalía del New York Times en Medio Oriente y los Balcanes, y astutos y perceptivos comentarios de entonces a la fecha. Los estadunidenses deben ser protegidos de su influencia maligna, porque sus reportes aparecen en RT. Ahora han sido suprimidos.

Tómese esa, señor Putin.

Como es de esperar en una sociedad libre, es posible, con cierto esfuerzo, aprender algo sobre la posición oficial de Rusia sobre la guerra… o, como la llama Rusia, la “operación militar especial”. Por ejemplo, a través de India, donde el ministro del exterior Sergéi Lavrov tuvo una extensa entrevista con India Today el 19 de abril.

Constantemente observamos los instructivos efectos de este rígido adoctrinamiento. Uno de ellos es que es de rigor referirse a la criminal agresión de Putin a Ucrania como “invasión no provocada de Ucrania”. Una búsqueda de esta frase en Google encuentra “unos 2,430,000 resultados” (en 0.42 segundos).

Por curiosidad, podemos buscar “invasión no provocada de Irak”. La búsqueda produce “unos 11,700 resultados” (en 0.35 segundos), al parecer de fuentes opuestas a la guerra, según sugiere una breve búsqueda.

El ejemplo es interesante no sólo en sí mismo, sino por su total inversión de los hechos. La guerra de Irak no fue provocada en absoluto: Dick Cheney y Donald Rumsfeld tuvieron que luchar mucho, incluso recurrir a la tortura, para tratar de encontrar alguna partícula de evidencia que ligara a Saddam Hussein con Al Qaeda. Las famosas armas de destrucción masiva desaparecidas no habrían sido una provocación para agredir, aun si hubiera habido alguna razón para creer que existían.

En contraste, la invasión rusa de Ucrania fue en definitiva provocada… aunque, en el clima actual, es necesario añadir la perogrullada de que la provocación no justifica una invasión.

Un conjunto de diplomáticos de alto nivel y analistas políticos estadunidenses han advertido a Washington durante 30 años que era insensato e innecesariamente provocador hacer caso omiso de las preocupaciones de seguridad de Rusia, en particular sus líneas rojas: ni Georgia ni Ucrania, ubicadas en el corazón geoestratégico ruso, deberían ser miembros de la OTAN.

Con pleno conocimiento de lo que hacía, desde 2014 la OTAN (es decir, básicamente Estados Unidos) ha “brindado apoyo significativo (a Ucrania) con equipo y entrenamiento, decenas de miles de soldados ucranios han sido entrenados, y luego, cuando vimos que la inteligencia indicaba una alta probabilidad de invasión, los aliados aumentaron el apoyo en el otoño pasado y este invierno”, antes de la invasión, según el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg.

El compromiso estadunidense de integrar a Ucrania en el mando de la OTAN también se incrementó en el otoño de 2021, con las declaraciones políticas oficiales que ya hemos examinado, ocultas por la “prensa libre” al rebaño enloquecido, pero sin duda leídas con cuidado por la inteligencia rusa. La inteligencia rusa no tenía que ser informada de que “antes de la invasión rusa a Ucrania, Estados Unidos no hizo ningún esfuerzo por atender una de las preocupaciones de seguridad que con más frecuencia expresaba Vladimir Putin: la posibilidad de que Ucrania entrara en la OTAN”, como concedió el Departamento de Estado, aunque poco se notó en este país.

Sin entrar en mayores detalles, la invasión de Putin a Ucrania fue claramente provocada, en tanto que la invasión estadunidense de Irak no fue provocada. Esto es exactamente lo opuesto a la información y los comentarios convencionales, pero es también exactamente la norma de la propaganda de guerra, no sólo en Estados Unidos, aunque es más instructivo observar el proceso en las sociedades libres.

Muchos creen que está mal plantear estos asuntos, que incluso son una forma de propaganda a favor de Putin; deberíamos más bien enfocarnos como láser en los crímenes actuales de Rusia. En contra de esta creencia, esa postura no ayuda a los ucranios: los perjudica. Si se nos impidiera por decreto aprender acerca de nosotros mismos, no seríamos capaces de desarrollar políticas que beneficien a otros, los ucranios entre ellos. Eso parece elemental.

Un análisis más a fondo produce otros ejemplos instructivos. Hemos hablado del elogio de Lawrence Tribe, profesor de derecho de Harvard, a la decisión de George W Bush en 2003 de “ayudar al pueblo iraquí” al decomisar “fondos iraquíes depositados en bancos estadunidenses” y, dicho sea de paso, invadir y destruir el país, demasiado poco importante para mencionarlo. Más aún, los fondos fueron decomisados “para ayudar al pueblo iraquí y compensar a las víctimas del terrorismo”, del cual el pueblo iraquí no tenía ninguna responsabilidad.

No preguntamos de qué manera esto iba a ayudar al pueblo iraquí. Es de suponerse que no es una compensación por el “genocidio” estadunidense previo a la invasión en Irak.

“Genocidio” no es término mío. Más bien, es el término usado por los distinguidos diplomáticos internacionales que administraron el “programa Petróleo por Alimentos”, el lado suave de las sanciones de Bill Clinton (técnicamente, por conducto de la ONU). El primero, Denis Halliday, renunció en protesta porque consideraba que las sanciones eran “genocidas”. Fue remplazado por Hans von Sponeck, quien no sólo renunció en protesta por el mismo motivo, sino también escribió un libro muy importante que aporta extensos detalles de la indignante tortura a que fueron sometidos los iraquíes por las sanciones de Clinton, A Different Kind of War (Una guerra de otro tipo).

Los estadunidenses no estamos del todo protegidos de esas revelaciones desagradables. Aunque el libro de Von Sponeck nunca fue reseñado, hasta donde puedo discernir, puede ser adquirido en Amazon por cualquiera que haya oído hablar de él. Y el pequeño editor que produjo la edición en inglés pudo incluso recabar dos comentarios para la contraportada: el de John Pilger y el mío, apropiadamente alejados de la corriente dominante.

Existe, desde luego, un torrente de comentarios acerca del “genocidio”. Según las normas usadas, Estados Unidos y sus aliados son señalados como culpables de ese cargo una y otra vez, pero la censura voluntaria evita cualquier reconocimiento de esto, así como protege a los estadunidenses de conocer encuestas Gallup internacionales que muestran que Estados Unidos es con mucho percibido como la mayor amenaza a la paz mundial, o que la opinión pública mundial se opuso de manera abrumadora a la invasión estadunidense de Afganistán (también “no provocada”, si prestamos atención), junto con otra información inapropiada.

No creo que existan “mentiras significativas” en la información de esta guerra. En general, los medios estadunidenses están haciendo un trabajo sumamente creíble al informar sobre los crímenes rusos en Ucrania. Eso es valioso, así como es valioso que se preparen investigaciones internacionales para posibles juicios de crímenes de guerra.

Esa forma de proceder también es normal. Somos muy escrupulosos en desenterrar detalles de los crímenes de otros. Desde luego, hay invenciones, que a veces alcanzan el nivel de comedia, temas que el finado Edward Herman y yo documentamos en detalle. Pero, cuando los crímenes del enemigo se pueden observar directamente, en el terreno, es típico que los periodistas hagan un excelente trabajo de reportarlos y exponerlos. Y se les examina a fondo en la academia y en extensas investigaciones.

Como hemos visto, en las muy raras ocasiones en que los crímenes de Estados Unidos son tan patentes que no se les puede descartar o ignorar, también se informa de ellos, pero a manera de ocultar crímenes mucho mayores, de los que aquéllos son apenas una nota al pie de página. La masacre de My Lai, por ejemplo.

En cuanto a que Ucrania esté ganando la guerra de información, la calificación “en Occidente” es exacta. Estados Unidos siempre ha sido entusiasta y riguroso en exponer crímenes con sus enemigos y, en el caso actual, Europa le sigue la corriente. Pero, fuera de Estados Unidos y Europa, el cuadro es mucho más ambiguo. En el Sur global, hogar de la mayor parte de la población mundial, la invasión se repudia, pero el marco de propaganda estadunidense no es adoptado de manera acrítica, hecho que ha conducido a considerable perplejidad acá en cuanto a que están “fuera de la sintonía”.

Eso también es normal. Las víctimas tradicionales de violencia brutal y represión suelen ver el mundo de manera muy diferente de aquellos acostumbrados a sostener el látigo. Incluso en Australia, existe cierta medida de insubordinación. En la revista Arena, especializada en asuntos internacionales, el director, Simon Cooper, revisa y deplora la rígida censura e intolerancia de la disidencia incluso leve en los medios liberales estadunidenses. Concluye, con bastante razón, que “esto significa que es casi imposible, dentro de la corriente de opinión dominante, reconocer al mismo tiempo las insoportables acciones de Putin y forjar un camino de salida de la guerra que no implique el agravamiento del conflicto y una mayor destrucción en Ucrania”.

No hay ayuda para el sufrimiento de los ucranios, desde luego.

Tampoco eso es nada nuevo. Esa ha sido la pauta dominante por mucho tiempo, de manera notable durante la Primera Guerra Mundial. Había unos cuantos que sencillamente no se conformaban a la ortodoxia establecida después de que Wilson se unió a la guerra. El principal líder laboral del país, Eugene Debs, fue encarcelado por atreverse a sugerir a los trabajadores que pensaran por sí mismos. Tanto lo detestaba el gobierno liberal de Wilson, que se le excluyó de la amnistía de posguerra decretada por el presidente. En los círculos intelectuales liberales que apoyaban a John Dewey, también había algunos desobedientes. El más famoso fue Randolph Bourne. No fue encarcelado, pero se le excluyó de los diarios liberales, de modo que no pudo difundir su mensaje subversivo de que “la guerra es la salud del Estado”.

Debo mencionar que, unos años después, Dewey mismo dio marcha atrás a esa postura, lo cual es de reconocerse.

Es comprensible que los liberales estén particularmente emocionados cuando hay oportunidad de condenar los crímenes del enemigo. Por una vez, están del lado del poder. Los crímenes son reales, y ellos pueden marchar en el desfile de los que los condenan y ser elogiados por su (correcta) conformidad. Es muy tentador para quienes a veces, aun con cierta timidez, condenan crímenes por los que compartimos la responsabilidad y son castigados por adherirse a elementales principios morales.

–¿La proliferación de redes sociales ha hecho más difícil tener un cuadro preciso de la realidad política, o menos?

–Es difícil decirlo. En particular lo ha sido para mí, porque evito las redes sociales y sólo cuento con información limitada. Mi impresión es que es un asunto mezclado.

Las redes sociales aportan oportunidades de escuchar una variedad de perspectivas y análisis, y de encontrar información que a menudo no se ofrece en los medios dominantes. Por otro lado, no está claro cómo se explotan esas oportunidades. Ha habido un gran volumen de comentarios –confirmados por mi propia experiencia limitada– que aseguran que muchas tienden a gravitar hacia burbujas que se dan sustento a sí mismas, y que escuchan poco más allá de sus propias creencias y actitudes y, peor aún, que las arraigan con más firmeza y en formas más intensas y extremas.

Haciendo eso a un lado, las fuentes básicas de noticias siguen siendo en general las mismas: la prensa dominante, que tiene reporteros y corresponsales en el terreno. La internet ofrece oportunidades de muestrear una gama mucho más amplia de esos medios, pero mi impresión, nuevamente, es que esas oportunidades se utilizan poco.

Otra consecuencia dañina de la rápida proliferación de redes sociales es el fuerte descenso de los medios tradicionales. Hasta tiempos recientes, había muchos excelentes medios locales en Estados Unidos. La mayoría han desaparecido. Pocos tienen hoy corresponsables incluso en Washington, ya no digamos en otras partes, como muchos tenían hasta hace poco. Durante las guerras de Ronald Reagan en Centroamérica, que alcanzaron extremos de sadismo, parte de la mejor información era aportada por reporteros del Boston Globe, entre ellos algunos amigos cercanos míos. Eso prácticamente ha desaparecido.

La razón principal es la dependencia en los anunciantes, una de las maldiciones del sistema capitalista. Los fundadores de esta nación tenían una visión diferente. Ellos estaban a favor de una prensa realmente independiente y la fomentaron. La Oficina Postal se fundó en buena medida con este propósito, para permitir un acceso fácil a la prensa independiente.

El hecho, hasta cierto punto poco usual, de que ésta sea una sociedad gobernada por las empresas, produce otro hecho poco usual: este país prácticamente no tiene medios públicos: nada como la BBC, por ejemplo. Los esfuerzos por desarrollar medios de servicio público –primero en la radio, luego en la televisión– fueron derrotados por intenso cabildeo empresarial.

Existe excelente trabajo académico sobre este tema, que se extiende también a iniciativas activistas serias que buscan vencer estas graves violaciones a la democracia, en particular por Robert McChesney y Victor Pickard.

–Hace casi 35 años, usted y Edward Herman publicaron Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media (Fabricando consenso: la economía política de los medios masivos). El libro presentó el “modelo de propaganda” de la comunicación, que opera a través de cinco filtros: propiedad, publicidad, los medios de élite, la crítica y un enemigo común. ¿La era digital ha cambiado el modelo de propaganda? ¿Todavía funciona?

–Por desgracia, Edward –el autor principal– ya no está entre nosotros. Se le extraña mucho. Creo que él estaría de acuerdo en que la era digital no ha cambiado gran cosa, más allá de lo que acabo de describir. Lo que sobrevive de los medios convencionales en una sociedad gobernada en gran parte por las empresas sigue siendo la principal fuente de información y está sujeto a las mismas presiones que antes.

Ha habido otros cambios aparte del que mencioné brevemente. Como muchas otras instituciones, incluso dentro del sector corporativo, los medios han sido influidos por los efectos civilizadores de los movimientos populares de la década de 1960 y su secuela. Es muy iluminador ver lo que ocurrió con la información y la opinión apropiadas en los primeros años. Muchos periodistas han pasado por estas experiencias liberadoras. Naturalmente, existe una gran corriente adversa, entre ellos los apasionados denunciantes de la cultura del “despertar”, la cual reconoce que existen seres humanos con derechos, aparte de los varones blancos cristianos. Desde la “estrategia del sur” de Nixon, el liderazgo del Partido Republicano ha entendido que, como no puede ganar votos con sus políticas económicas de servir a los ricos y al poder corporativo, debe tratar de desviar la atención hacia “asuntos culturales”: la falsa idea un “Gran Remplazo”, es decir, armas, o cualquier otra cosa que oscurezca el hecho de que están trabajando duro para darnos una puñalada por la espalda. Donald Trump era un maestro de esta técnica, a veces llamada la técnica de “al ladrón, al ladrón”: cuando te pesquen con la mano en el bolsillo de alguien, grita “¡al ladrón, al ladrón!” y señala a alguien más.

Pese a estos esfuerzos, los medios han mejorado en este aspecto, reflejando cambios en la sociedad en general. Eso de ningún modo carece de importancia.

–¿Qué piensa del “ustedes también”, que está generando una controversia estos días con respecto a la guerra en Ucrania?

–Aquí también hay una larga historia. En los inicios del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, el pensamiento independiente podía ser silenciado con acusaciones de defender los crímenes de Stalin. A veces se condena esa práctica como macartismo, pero esa no fue sino la punta del iceberg. Lo que ahora se denuncia como “cultura de la cancelación” era rampante y lo sigue siendo. Esa técnica perdió algo de su poder cuando el país empezó a despertar del letargo dogmático en la década de 1960. A principios de la década de 1980, Jeane Kirkpatrick, importante intelectual reaganita de las relaciones exteriores, ideó otra técnica: la equivalencia moral. Si uno revelaba y criticaba las atrocidades que ella respaldaba en el gobierno de Reagan, uno era culpable de “equivalencia moral”. Uno estaba afirmando que Reagan no era distinto de Stalin o de Hitler. Eso sirvió durante algún tiempo para disminuir la disidencia de la línea del partido.

El “ustedes también” es una nueva variante, apenas diferente de sus predecesoras.

Para la mente verdaderamente totalitaria, nada de esto basta. Los líderes republicanos trabajan duro para limpiar las escuelas de cualquier cosa que sea “divisionista” y cause “incomodidad”. Eso incluye virtualmente toda la historia, fuera de los lemas patrióticos aprobados por la Comisión 1776 de Trump, o cualquier otra cosa que sea ideada por esos lideres cuando asuman el control y estén en posición de imponer una disciplina más estricta. Vemos muchos signos de eso ahora, y hay todas las razones para esperar que vendrán más.

Es importante recordar lo rígidos que han sido los controles doctrinales en Estados Unidos, lo que tal vez refleja el hecho de que es una sociedad muy libre en términos comparativos, lo que plantea problemas a los directivos doctrinales, que deben estar alerta a los indicios de desviación. Por ahora, después de muchos años, es posible musitar la palabra “socialista”, queriendo decir un demócrata social moderado. En ese aspecto, Estados Unidos se ha zafado finalmente de la compañía de las dictaduras totalitarias. Remontémonos 60 años, e incluso las palabras “capitalismo” e “imperialismo” eran demasiado radicales para pronunciarlas. Paul Potter, presidente de Estudiantes por una Sociedad Democrática, hizo acopio de valor en 1965 para “nombrar al sistema” en su discurso presidencial, pero no logró pronunciar las palabras.

Hubo algunos avances en la década de 1960, lo que preocupó mucho a los liberales estadunidenses, que advirtieron de una “crisis de la democracia”, cuando muchos sectores de la población trataron de entrar en la arena política para defender sus derechos. Aconsejaron más “moderación en la democracia”, un retorno a la pasividad y a la obediencia, y condenaron a las instituciones responsables de “adoctrinar a los jóvenes” por no cumplir con su deber. Desde entonces las puertas se han abierto un poco más, lo que sólo reclama medidas más urgentes para imponer disciplina.

Si los autoritarios del Partido Republicano logran destruir la democracia lo suficiente para establecer el dominio permanente de una casta supremacista blanca cristiana que sirva a la riqueza extrema y al poder privado, es probable que disfrutemos actos grotescos como los del gobernador de Florida Ron DeSantis, quien prohibió 40 por ciento de los textos de matemáticas para niños en ese estado a causa de “referencias a la Teoría Crítica de las Razas, inclusiones del Común Denominador, y la adición no solicitada del Aprendizaje Social Emocional en las matemáticas”, de acuerdo con el decreto oficial. Bajo presión, el estado presentó algunos ejemplos aterradores, por ejemplo, un objetivo educacional de que “los estudiantes adquirirán eficiencia con la conciencia social al practicar la empatía con sus compañeros de clase”.

Si el país en conjunto asciende a las alturas de las aspiraciones republicanas, será innecesario recurrir a artilugios como la “equivalencia moral” y el “ustedes también” para reprimir el pensamiento independiente.

–Una última pregunta. Un juez del Reino Unido ha aprobado formalmente la extradición de Julian Assange a Estados Unidos, pese a las fuertes preocupaciones de que tal acción lo pondría en riesgo de “graves violaciones a sus derechos humanos”, como Agnès Callamar, ex relatora especial de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, advirtió hace dos años. En el caso de que Assange sea realmente extraditado a Estados Unidos, lo cual parece muy seguro ahora, enfrenta hasta 175 años de prisión por revelar información al público acerca de las guerras en Irak y Afganistán. ¿Podría comentar sobre el caso de Julian Assange, sobre la ley que se usó para perseguirlo y lo que su persecución dice acerca de la libertad de expresión y el estado de la democracia estadunidense?

–Assange ha sido retenido durante años bajo condiciones que equivalen a la tortura. Eso es claramente evidente para cualquiera que haya podido visitarlo (yo fui una vez) y fue confirmado por el relator especial de la ONU sobre tortura (y otros tratos y castigos crueles inhumanos o degradantes), Nils Melzer, en mayo de 2019.

Unos días después, Assange fue consignado por el gobierno de Trump conforme a la ley de espionaje de 1917, la misma que el presidente Wilson utilizó para encarcelar a Eugene Debs, entre otros crímenes de estado cometidos con esa ley.

Haciendo a un lado las minucias legalistas, las razones básicas para la tortura y enjuiciamiento de Assange son que cometió un pecado mortal: dio a conocer al público información de los crímenes estadunidenses que el gobierno, por supuesto, hubiera preferido que permanecieran ocultos. Esto es una ofensa en particular para extremistas autoritarios como Trump y Mike Pompeo, quien inició los procedimientos conforme a la Ley de Espionaje.

Sus preocupaciones son entendibles. Fueron explicadas hace años por Samuel Huntington, profesor de ciencia de gobierno en Harvard, quien observó que “el poder se mantiene fuerte cuando permanece en la oscuridad; expuesto a la luz comienza a evaporarse”.

Esto es un principio crucial de la política de Estado y se extiende también al poder privado. Por eso la fabricación de consenso es una prioridad de los sistemas de poder estatales y privados.

Esto no es un descubrimiento nuevo. En una de sus primeras obras de lo que hoy se llama ciencia política, hace 350 años, David Hume escribió, en sus Primeros principios de gobierno, que:

“Nada parece más sorprendente a quienes consideran los asuntos humanos con una mirada filosófica, que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos; y la sumisión implícita, con la que los hombres renuncian a sus propios sentimientos y pasiones a favor de los de sus gobernantes. Cuando preguntamos por qué medio se logra esta maravilla, encontraremos que, como la Fuerza siempre está del lado de los gobernados, los gobernantes no tienen nada que los soporte, más que la opinión. Por lo tanto, el gobierno se funda únicamente en la opinión; y esta máxima se extiende a los gobiernos más despóticos y militares, así como a los más libres y populares”.

La fuerza, de hecho, está del lado de los gobernados, en particular en las sociedades más libres, y es mejor que no se den cuenta, o las estructuras de la autoridad ilegítima se derrumbarán, sea estatal o privada.

Estas ideas han sido desarrolladas durante años, de manera importante por Antonio Gramsci. La dictadura de Mussolini entendía la amenaza que Gramsci representaba. Cuando fue encarcelado, el fiscal anunció: “Debemos evitar que este cerebro funcione 20 años”. Hemos avanzado considerablemente desde la Italia fascista. La persecución de Trump y Pompeo busca silenciar a Assange por 175 años, y los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña ya le han impuesto años de tortura al criminal que se atrevió a exponer su poder a la luz del día.

 

Publicado en Truthout

 

Traducción: Jorge Anaya

 

 

 

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