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Familia guatemalteca halla refugio en la CDMX ante amenazas del cártel de Sinaloa

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En el albergue de México Sin Fronteras en la Ciudad de México se atiende a migrantes y connacionales víctimas de violencia, tortura o trata de personas. Foto Luis Castillo
17 de abril de 2022 10:56

Cuando el miedo a ser asesinado pudo más que la capacidad de esconderse, Freddy supo que ese era el momento de huir. Sin tener dinero a veces ni para comer, decidió escapar de su natal Guatemala junto con su esposa y sus hijas, como parte de un viaje incierto que comenzó hace medio año y lo llevó a pedir refugio en México.

Aunque en este momento se encuentra lejos de sus agresores, el hombre no logra sacudirse la sensación de temor que lo acompaña desde hace muchos años. Ha aprendido a sonreír y fingir que no pasa nada, para no dar muestras de debilidad, pero la huella del miedo, dice, sigue ahí.

Freddy –nombre ficticio elegido por él mismo para proteger su verdadera identidad—es uno de los usuarios del Centro de Atención Integral (CAI) que la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras (MSF) tiene en el corazón de la Ciudad de México, el único lugar especializado en toda América Latina en la atención a víctimas de tortura y violencia extrema.

Ya no era vida para nosotros”

“Llegué apenas en enero. Somos una familia de cuatro personas y salimos por el miedo a perder nuestras vidas, porque ya había amenazas de muerte y nos habían matado a mis suegros y a otras dos personas. Fue ahí cuando dijimos que ya era mucho y que teníamos que salir sí o sí,”, recuerda el hombre durante un recorrido hecho por La Jornada en las instalaciones del CAI.

Por temor a ser identificado por integrantes del cártel de Sinaloa en Guatemala, Freddy cambió incontables veces de trabajo y de domicilio, además de mantener a su familia prácticamente encerrada.

“Mi esposa y mis hijas se la pasaban entre cuatro paredes todo el día y salían a estudiar en la noche. Yo salía a trabajar y tenía que esperar a que anocheciera para regresar a mi casa, a veces esperando en un cementerio o en el monte. Ya no era vida para nosotros”, rememora.

El temor de la familia no era gratuito, sobre todo porque a Freddy le tocó ver cómo sus suegros y su cuñado fueron asesinados con armas de grueso calibre. “Los vi con la cabeza reventada, explotada”, dice mientras se le quiebra la voz. El recuerdo está más allá de lo que puede explicar con palabras.

-- ¿Se aprende a vivir con miedo?

-- Sí, se aprende hasta a decir “estoy alegre”, aunque uno no esté bien dentro de su corazón, porque si lo demostramos el enemigo se aprovecha. Pero lo que no se aprende es a decir “hoy no voy a comer”.

Freddy dice que no le pide mucho a la vida: apenas tener una existencia “normal”, no vivir asustado de cada sombra, tener lo suficiente para mantener a su familia, poder caminar un fin de semana en paz con sus hijas y su esposa, “como sale en la tele o en las películas”. Pero esa vida, que a él le parece de ficción, se le sigue negando hasta ahora.

La violencia es hoy más emocional que física

Diego Falcón, sicólogo encargado de la difusión de las actividades del CAI, explica en entrevista que las instalaciones de este centro –cuya dirección no es posible mencionar, por razones de seguridad-- funcionan desde julio de 2017.

Aunque en su primer año operó como un albergue se podía pernoctar, en la actualidad sólo opera como una casa de día donde los usuarios desayunan, comen y permanecen de lunes a viernes, de las 8 a las 17 horas, aunque con supervisión y ayuda constante en caso de emergencias.

“Aquí atendemos a víctimas de violencia extrema y tortura, que traen sintomatologías muy agudas. De repente pueden tener ataques o brotes sicóticos en los que se puede autolesionar o intentar suicidarse”, por lo que es necesario que muchos de los salones, pasillos o cuartos del lugar estén enrejados, señala el especialista.

Aunque muchos migrantes sufren de lesiones físicas, “desde 2015 empezamos a notar un cambio en el modus operandi de la violencia contra ellos: causarles la mayor cantidad de dolor sicológico, dejando la menor cantidad de rastro”, lo cual les deja secuelas graves de estrés postraumático y “daños emocionales súper fuertes, porque han estado expuestos por mucho tiempo o con mucha intensidad a situaciones muy violentas”.

Muchos de los usuarios del CAI “han estado secuestrados por el crimen organizado o estuvieron en redes de trata y los obligan a consumir cristal, para aguantar jornadas extenuantes. Otros, por las situaciones que han vivido, tienen alucinaciones, ven sombras, escuchan voces o tienen pesadillas, por eso consumen sustancias para bloquearse y poder medio dormir y descansar”.

Una de las razones de dicho cambio en las formas de la violencia, considera el experto, tiene que ver con que el gobierno de México hizo más difícil el paso de los migrantes por las rutas que tradicionalmente seguían, por lo que los viajeros comenzaron a explorar caminos menos transitados en los que grupos del crimen organizado los violentan y los reclutan de manera forzada.

Aunque los migrantes son agredidos por sus captores, “la violencia que identificamos es menos física y más emocional, y esas heridas son las más difíciles de sanar”.

Muchas veces, cuentan las víctimas, sus captores los mantienen drogados durante semanas y les hacen pequeños cortes en la piel, hasta que un día simplemente los dejan ir, con la advertencia de que en esas heridas les insertaron un chip con el que pueden seguirlos, escuchar sus conversaciones y hasta leer sus pensamientos.

“La gente llega con crisis de ansiedad y aunque les explicábamos que no era posible lo del chip, no se sacaban esa idea”.

Una terapia integral

En el periodo de entre 3 y 5 meses en que los usuarios son recibidos en el CAI –aunque hay casos que se extienden hasta un año o más--, MSF los ayuda con una serie de terapias que parten de la idea de que los usuarios no son “enfermos”, sino personas que tienen “reacciones normales a situaciones anormales que se han prolongado en el tiempo”.

Con un equipo multidisciplinario de sicólogos, siquiatras, fisioterapeutas, médicos y trabajadores sociales, MSF diseña un plan de atención para cada caso particular, el cual se le plantea al usuario para pedir su consentimiento. Dicho esquema se revisa un mes después de iniciado, para analizar sus avances, además de hacer un repaso de todos los tratamientos de forma semanal.

En el caso de los niños y niñas, señala por su parte Esther Huerta, educadora comunitaria, el juego es un elemento clave para que los pequeños hablen de lo que sienten y traten de darle significado a una violencia que quizá no entienden, pero que sí perciben y marca su desarrollo cognitivo.

Se trata, pues, de terapias con un enfoque “bio-sico-social”, con las cuales las personas no sólo pueden estabilizarse y dejar de tomar medicamentos, sino que “también deben tener una inserción comunitaria, tener la capacidad de tener un trabajo, hacer un plan de vida, llevar a sus hijos a la escuela, enamorarse o irse”, explica Falcón.

A los cerca de 100 usuarios del CAI –que son atendidos por una veintena de especialistas—se les brinda ayuda, pero “sin decirles que no se preocupen, que aguanten o que van a estar bien, porque no les puedes asegurar eso. El tratar de invisibilizar o negar su dolor es lo peor que puedes hacer. Lo mejor es reconocer que no entiendes por lo que están pasando, pero que sí los puedes acompañar y ser empático”.

Una cicatriz más

Sentada en el patio del CAI, tratando de mantenerse ajena a la música del karaoke que recién empezó, Ana –un alias para cuidar su identidad-- se esmera en hacer manualidades con unicel, un material que le gusta especialmente manejar.

Aunque parece tranquila y habla con un tono suave y parsimonioso, esta mujer originaria de El Salvador también ha aprendido a vivir acompañada del miedo. Aún teme que su ex pareja le dé alcance y la obligue a volver a la casa de donde ha escapado dos veces.

“La primera vez que yo me vine, fue porque una noche mi esposo y los pandilleros con los que se empezó a relacionar se quedaron tomando. En la mañana, uno de los hombres me dijo ‘ya sabes lo que tienes que hacer’. Pensé que me iban a matar, pero me metieron a la recámara y ahí me violaron los 6 hombres. Mi esposo no hizo nada, nada más me tapaba la boca, para que no gritara”, cuenta.

Aunque en 2019 Ana llegó a México, cuatro meses después su ex pareja –que se dedica al tráfico de personas-- logró ubicarla y la obligó a volver a El Salvador, donde los maltratos se hicieron aun peores.

“Me echó ácido muriático en los brazos y parte de las piernas, por eso tengo mi piel dañada. A mi hija no le gustaba verme sufrir y me dijo ‘mamá, yo prefiero que te vayas, que estés lejos, a que estés muerta”. Y entonces ya tomé la decisión nuevamente de buscar la oportunidad de venirme nuevamente para acá”, señala.

Mientras recibe la ayuda de MSF, mientras espera nunca ser encontrada de nuevo por su agresor, Ana se imagina lejos de la sensación de miedo que la sigue a donde va.

“Hace poco salí, se me pasó la parada del metro, y al salir de la estación, un tipo me pidió mi dinero y me cortó el brazo. Le sumo una cicatriz más de violencia a mi cuerpo. Por eso me veo lejos de México, teniendo un chance más en otra parte. Sé que no soy una jovencita, pero si dios lo quiere, pienso que puedo tener una oportunidad”.

 

 

 

 

 

 

 

 

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