Las penas se olvidan en el cine.
Germán Valdés Tin Tan, en El revoltoso
En México, las cadenas de exhibición de películas comenzaron a surgir en la década de los años setenta del siglo pasado. En la capital del país, en esa época, uno podía acudir a los cines Palacio Chino, Metropólitan, Latino, Ópera, Variedades, Olimpia, Majestic, Chapultepec, Roble, Tlatelolco, Futurama, La Raza y Cosmos, por mencionar algunos, que aún conservaban su encanto, alguna característica que los distinguía –desde el nombre– y los hacía cercanos a la gente, poseían un matiz propio, estaban alejados del concepto homogéneo que priva en las salas de cine en la actualidad.
Los cines eran más que una construcción para el entretenimiento, fueron escenarios donde se desarrollaba un acontecimiento social, familiar, amoroso o sexual; era una especie de fuga de la realidad y todavía estaba lejos su extinción. Los complejos cinematográficos, el video y el voraz sector inmobiliario paulatinamente fueron aniquilando a los grandes cines y a las salas de barrio; además, se modificó el comportamiento social y cultural de quienes asistían a presenciar un largometraje.
En esos años, algunas costumbres se iban esfumando como los sueños: llevar tortas al cine y comer durante la función; el intermedio a mitad de la proyección para ir al sanitario o comprar algo en la dulcería; que alguien se apersonara cuando ya había iniciado la película y gritara: “ya llegueeeeeeeé”, y el público respondiera a chiflidos y mentadas de madre; los vendedores, que portaban un batón de gabardina color blanco con una tabla colgada al cuello mediante una correa, ofertaban entre los corredores de la sala “papas, chicles, palomitas, pistaches, pepitas, muéganos, pídaloooos”; o cuando la imagen estaba fuera de foco, se quemaba la cinta (la película era de acetato y para proyectarse giraba sobre un carrete que a veces, por el uso y la calidad de la copia, al pasar por un foco potente el calor la achicharraba) o se dejaba de escuchar el audio y el grito de reclamo de la gente era: “¡Cácaroooooo!” (operador del cinematógrafo instalado en la cabina de proyección).
Hay permanencia voluntaria
La película Cinema Paradiso (dirigida por Giuseppe Tornatore en 1988 e interpretada por Agnese Nano, Philippe Noiret, Salvatore Cascio, Marco Leonardi, Jacques Perrin y Antonella Attili, con música de Ennio Morricone) es un claro ejemplo del personaje del Cácaro, además de ser un homenaje y demostración de amor al cine como manifestación artística. La nostalgia y la memoria convertidas en imágenes que conectan con el espectador y viajan hasta sus fibras más sensibles y llegan a los rincones de la memoria como un rayo de luz.
Frecuentemente, antes de que comenzara la función se proyectaba un noticiero en blanco y negro (por lo regular era la difusión propagandística de los logros del gobierno en turno, la promoción turística nacional o las noticias sobre actrices y actores) o un documental del español nacionalizado mexicano Demetrio Bilbatúa (su producción se centró en documentales institucionales, filmó la campaña electoral de Adolfo López Mateos, quien ocupó la Presidencia de México de 1958 a 1964). Además, eran los tiempos de la “permanencia voluntaria”, gracias a lo cual la gente podía quedarse a ver la película las veces que deseara, sin volver a pagar boleto de entrada. El tiempo alcanzaba para el ocio prolongado y la vida era menos vertiginosa.
Para seleccionar una película, horario y cine se recurría al periódico, sobre todo los de grandes tirajes y populares como La Prensa, con más de dos planas de cartelera ilustrada con fotografías de los actores que protagonizaban la cinta, como un gancho visual. Los anuncios de Bellas de noche (la foto de una mujer con bikini estampado con el fragmento de un billete de 500), estelarizada por la guapísima Sasha Montenegro, Jorge Rivero, Rafael Inclán, Carmen Salinas, Lalo el Mimo y Pancho Córdova, dirigida por Miguel m. Delgado en 1975, eran muy sugerentes. El Universal o Excélsior fueron otros diarios que se consultaban.
Cines de-a-deveras
Muchos cines fueron amplios espacios y tenían una gran capacidad de butacas, a diferencia de las minimalistas y uniformes salas de las plazas comerciales y cines remodelados en “salitas”, una producción en serie como todo lo que produce el sistema capitalista. Un ejemplo: el cine Roble (se ubicaba en Paseo de la Reforma, en la actualidad su lugar lo ocupa el Senado de la República) podía albergar a más de cuatro mil personas en sus entrañas. El Latino (también estuvo en Paseo de la Reforma, donde hoy se encuentra la Torre Latino, en la Zona Rosa, no confundir con la Torre Latinoamericana del Eje Central y Madero) tuvo capacidad para más de mil espectadores, se decía que era la mejor sala cinematográfica de México con su majestuoso mural en el lobby, su enorme pantalla y sus comodísimos asientos.
Quien vio Terremoto (protagonizada por Charlton Heston, Ava Gardner, George Kennedy, Victoria Principal, Pedro Armendáriz Jr., dirigida por Mark Robson en 1974) en el cine Latino recordará que se proyectaba con el famoso sistema de audio Sensurround (los Estudios Universal lo desarrollaron, se agregaba al sonido de la película una banda sonora extra que el oído humano no registraba, consistía en bocinas instaladas estratégicamente en la sala), retumbaba en las paredes y las vibraciones traspasaban la piel, era un ambiente sónico envolvente, el cual transmitía la sensación de un sismo de esa magnitud.
Aquellos cines fueron monumentos a una época, su arquitectura −muchos edificados
con estilo Art Decó− una reverberación de las ansias de modernidad y de reflejar la confianza en el desarrollo de la industrialización de México. Algunos cines eran temáticos, como el Palacio Chino, hoy abandonado; su entrada se ubicaba en la calle Iturbide, en el Centro Histórico (hubo un tiempo que también se accedía por avenida Bucareli), su sala estaba decorada en ambos lados con pagodas en relieve y cuando gradualmente se apagaban las luces, simulaban el ocaso de un atardecer, se notaban las estrellas como una bóveda celeste, algo similar al ambiente de un planetario, tenía mucho sentido escenográfico, y cuando daba paso a la proyección una discreta luz roja iluminaba las pagodas mientras corría la película.
Los costos de entrada a los cines de barrio eran muy accesibles, era la democratización del entretenimiento fílmico para todas las capas sociales, sobre todo para gente de bajos recursos, los más famosos y de “categoría” tenían un precio de entrada relativamente alto que no se diferenciaba mucho de las salas ubicadas en las colonias populares, por ello fue un espectáculo masivo muy socorrido. Por ejemplo, en esos años se exhibía Noches de cabaret, el Roble cobraba 17 pesos la entrada, El Dorado 70, México y Viaducto, 15 pesos, y el cine Cuitláhuac 12 pesos.
Las salas de piojito
El cine Virginia Fábregas, hoy convertido en Foro Cultural de la alcaldía Azcapotzalco, ubicado en avenida Cuitláhuac, esquina con calle Pino,
en la colonia Liberación, a unas calles del cruce con la calzada Vallejo, fue uno de los llamados “cine de piojito”. A estas salas las caracterizaban sus precios bajos; el programa ofrecía tres películas por un módico precio −atractivo fabuloso para no asistir a clases, las famosas “pintas”−; su mal olor; el deterioro de las butacas; las cortinas de la pantalla deslavadas y en algunos casos rotas −en ocasiones el mecanismo que las recorría se averiaba y debían abrirlas manualmente los empleados−; el libre tránsito de ratas de respetable tamaño entre los pies de los asistentes –se escuchaba cómo roían las palomitas caídas al suelo y el ruido de la bolsa–; los gatos pasando detrás de la pantalla, cuya silueta se transparentaba y provocaba la risa de los espectadores, y por vender tortas de jamón compuestas por una delgada rebanada del embutido, casi translúcida, tanto que podía verse la proyección a través de ella.
La programación del cine Virginia Fábregas consistía en tres películas, la primera función podía ser una comedia (los llamados “churros”, por su baja calidad de contenido e imagen) o una cinta de karatazos (como El peleador chino y ciego), le seguía una de acción, la cual podía ser bélica, un western, un thriller medio sangriento y la estelar, una cinta seudoerótica (Esposa, novia y amante). Los largometrajes que se exhibían ninguno era de estreno, todos se habían programado por primera vez años antes.
Los jóvenes más relajientos preferían ocupar las últimas filas de arriba de la sala, o las parejas adolescentes, sobre todo de secundaria, también optaban por esas áreas para tener sus primeros tocamientos sexuales, la exploración de los cuerpos, como sucedía en la mayoría de los cines de piojito. Para quienes vivían en colonias aledañas al Virginia Fábregas, como Liberación, Del Gas, Prohogar, La Raza, San Francisco Xocotitla, Héroes de Nacozari o Panamericana, este cine fue el refugio de las “pintas” de los estudiantes de secundaria y media superior −la entonces Vocacional 6 del Instituto Politécnico Nacional queda cerca de allí− y para la población de bajos recursos, por su asequible precio de entrada y su oferta cinematográfica (tres películas por un boleto) y espacio de encuentros amorosos, fue un centro de entretenimiento muy socorrido para la población.
Años antes, el cine Azteca −a unas calles del Virgina Fábregas, se ubicaba en el cruce de avenida Cuitláhuac y calzada Vallejo− cumplió también con ese cometido, ser un centro de divertimento popular de aquella zona de Ciudad de México; a principios de la década de los setenta sólo era un recuerdo. Hoy, una guardería del Instituto Mexicano del Seguro Social (imss) lo ha reemplazado.
Otros cines que formaron parte de la categoría de piojito, muy concurridos y cercanos a la gente, fueron el Briseño (avenida Guerrero, sobre la acera de entrada estamparon sus huellas algunos luchadores, todavía pueden verse al caminar por ahí) y el Soto (a media cuadra del mercado Martínez de la Torre), en ambos su lugar lo ocupan edificios de departamentos, estaban en la colonia Guerrero; De la Villa (ubicado en Calzada de Guadalupe, actualmente en ruinas); o el Lux (se encontraba en Miguel Schulz, en la colonia San Rafael, luego se renombró como Fernando Soler, en el espacio donde se asentó hay un conjunto de departamentos).
Además, el Cineac (se localizaba en San Juan de Letrán hoy Eje Central, esquina con Pensador Mexicano, ahora es una plaza comercial) estaba en la esquina donde permanece el que fue un popular teatro de revista, el abandonado Teatro Blanquita; enfrente de esta sala había una pequeña tortería donde le untaban mantequilla a las tortas y las calentaban a la plancha, deliciosas, un manjar para acompañar una película, cerca del cine Mariscala, donde en otro tiempo se formaban filas para entrar a sus funciones; ahora es un espacio muerto donde su esplendor de antaño se perdió con el devenir de los años, como le sucedió a otras salas ya desaparecidas.
En algunos de los cines de piojito se debía tener cuidado al sentarse porque, a veces, sobre todo en las últimas filas de la parte superior de la sala, vaciaban en la butaca Resistol 5000, un pegamento de color amarillo de uso industrial altamente tóxico, con el cual se intoxicaban los adolescentes y jóvenes más macizos de los barrios populares, ya no se quitaba de la ropa y debía desecharse. Por esos años, en algunas tlapalerías dejó de venderse ese producto a los menores de edad.
Nostalgias varias
El Cinema de Arte 23 de abril (ubicado en Orozco y Berra, en la colonia Buenavista, cerca del Metro Hidalgo, sólo permanece el edificio) fue una alternativa para los cinéfilos madrugadores o las pintas para el turno matutino, ofrecía funciones desde las diez de la mañana. Ahí se exhibieron Asesinato en el expreso de Oriente (Sidney Lumet, 1974), El día del chacal (Fred Zinnemann, 1973) o El exorcista (William Friedkin, 1973).
Para muchos beatlemaníacos mexicanos, la década de los setenta fue la oportunidad de ver las películas de Los Beatles en gran formato por primera vez, en un cine, sobre todo para quienes rayaban los catorce años o ya contaban diecinueve. En 1975 se reestrenó Help! (Richard Lester, 1965), en el Ópera, entre otros cines; en 1976, La noche de un día difícil (Richard Lester, 1964), en el Internacional (hoy convertido en un edificio de departamentos, estaba a la vuelta del cine México, sobre la avenida Cuauhtémoc, frente al Jardín Pushkin); en 1977, Yellow Submarine (George Dunning, 1968) en el Futurama, y en 1979, Let it Be (Michael Lindsay-Hogg, 1969), en el Anzures. Mi padre me acompañó a ver Help! y Let it Be, y yo le explicaba el contexto de cada interpretación. Por lo regular las funciones se abarrotaban y durante la proyección del largometraje se coreaban las canciones del Cuarteto de Liverpool.
Cines entrañables
Quedan para la memoria de quienes asistieron a la exhibición de películas en esos años las funciones en el Ópera (Serapio Rendón, colonia San Rafael, hoy abandonado) o el Rívoli (Santa María la Ribera, en la colonia Santa María la Ribera, actualmente un estacionamiento), en 1975, de Help! de Los Beatles; en el Orfeón (Luis Moya, Centro Histórico), de Black Power; en el Majestic (Manuel Carpio, colonia Santa María la Ribera, se encontraba frente a la Alameda, se construyó un complejo de departamentos en ese predio) se exhibió Luna de papel. A estos cines, como en otros más, asistían estudiantes de secundaria con el uniforme tipo militar, tela de gabardina color verde pistache para los hombres y para las mujeres el vestido rosa, azul y guinda, según el grado.
Se suman el cine Chapultepec (Paseo de la Reforma, en el espacio que ocupó hoy se asienta la Torre Mayor), una de las sedes de la Muestra Internacional de Cine; el Roble, donde se presentó Balún Canán (Benito Alazraki, 1977); el Tlatelolco (ubicado en avenida Manuel González, a un costado de la estación del Metro Tlatelolco, hoy sólo queda el cascarón), donde se exhibieron Tiburón o Vive y deja morir, del agente 007, con música compuesta por Paul McCartney; esta sala incluía en su cartelera lo que se conocía en los años setenta como “cine de media noche”, donde proyectaban películas seudoeróticas, como las comedias de la italiana Edwige Fenech, por ejemplo; su público era abrumadora y casi exclusivamente varonil.
Además estaban el Futurama, en avenida Instituto Politécnico Nacional, colonia Lindavista, uno de los cines más grandes de México que albergó seis mil butacas; a finales de los ochenta empezó su declive, se rescató para convertirlo en el Centro Cultural Futurama), donde se exhibió Yellow Submarine; o La Raza (antes de su remodelación a principios de los años setenta se llamaba cine Hidalgo, estuvo a un costado del Circuito Interior, en la colonia Santa María Insurgentes, muy cerca del Hospital La Raza, fue derruido y en su lugar se levantó un hotel), que presentó Al maestro con cariño, Un hombre llamado caballo y La guerra de las galaxias.
El cine Cosmos (Calzada México-Tacuba, colonia Tlaxpana) fue el refugio del entretenimiento de muchos estudiantes de secundaria, de la Normal Superior de Maestros y del Instituto Politécnico Nacional, del Casco de Santo Tomás −instituciones educativas asentadas a unas calles de lo que fue esa sala cinematográfica−, quienes comíamos antes o después de salir de la función, cuando el bolsillo lo permitía, en las taquerías y loncherías ubicadas frente al cine.
El caso del Cosmos es emblemático: lo rescató la Secretaría de Cultura de Ciudad de México y lo transformó en Fábrica de Artes y Oficios (Faro) −se conservó la fachada y el letrero−, se inauguró como Faro Cosmos en marzo de 2021, es la sede de la Orquesta Típica de Ciudad de México y alojará una escuela de artes escénicas y circenses, además de un museo dedicado al movimiento estudiantil de 1971. En el Cosmos se refugiaron los estudiantes para protegerse del grupo de choque los halcones que reprimieron una marcha organizada el 10 de junio de 1971, en el tristemente célebre jueves de Corpus. Este oscuro episodio de la historia nacional se conoció como el halconazo, del cual se hará un memorial.
Los cines se transformaron en vestigios ruinosos de un espacio vital para la gente, donde se festejaban cumpleaños, se prometía amor eterno a la novia y se confirmaba la unidad familiar; representaban una forma de catarsis del agobio económico o de problemas personales, pues, como dijera el genial Germán Valdés, Tin Tan en la película El revoltoso (Gilberto Martínez Solares, 1951): “Las penas se olvidan en el cine.”
A finales de la década de los setenta los cines empezaron a agonizar, y su muerte arribó a comienzos de los años noventa con la desaparición de la Compañía Operadora de Teatros, s. a. (Cotsa). Todas esas salas tuvieron su esplendor, fueron como soles, se convirtieron en supernovas y murieron, cerraron sus puertas por la masificación del video y la obsesión y voracidad del sector inmobiliario, con una visión ajena a la idiosincrasia mexicana, que no consideró su valor arquitectónico ni cultural. Los cines fueron dejados a su suerte, hoy muchos han desaparecido y varios de ellos son un monumento al olvido y al eco de una actividad que contribuía a la cohesión del tejido social, como opción primordial de recreación, diversión y consumo cultural masivo.
Los cines formaron parte de una etapa de nuestras vidas, son protagonistas de la película de nuestra ruta personal, permanecen vivos en un recoveco de la memoria de quienes asistimos a sus funciones y disfrutamos, lloramos, reflexionamos, nos apasionamos y nos emocionamos con las historias que ofrecían un mundo paralelo… que siga corriendo la cinta.