Uno de los grandes problemas de la actividad postindustrial es el exceso de objetos que dejaron de ser útiles, además de que su desintegración orgánica tardará siglos. El arte, como actividad expresiva, se ha propuesto evidenciar estos excesos incorporándolos a sus desarrollos creativos y exponiéndolos al público en determinados espacios. Parte de su crítica contemporánea es la de constatar que toda la materia, lo residual, tiene historia, incluso de fracasos.
Por otra parte, se ha empleado mal un término para definir esta especie de acumulación obsesiva y desordenada de objetos, indicando que nuestro siglo padece el “síndrome de Diógenes”. El error está en que este pensador de la antigua Grecia no acumulaba cosas. Al contrario, propugnaba por no poseer nada, no ser esclavo de los objetos y vivir libre en la naturaleza. En todo caso, se debería utilizar el término “silogomanía”, que hace referencia al acto de la acumulación obsesiva y compulsiva de objetos sin valor.
Da la impresión de que, dentro de estas marcadas dinámicas, la cuestión de fondo recae en el rechazo generalizado que provoca lo residual. Eso explica por qué las sociedades han diseñado áreas específicas en donde acumular los desechos. El asunto es evadirlos, que no signifiquen otra cosa, puesto que no forman parte de la convivencia social. Sin embargo, a través del arte, algunos exponentes invierten el sentido y los retoman como una muestra de nuestros excedentes.
En estos casos, exhibirlos es evidenciarnos como especie a través de nuestros hábitos de consumo.
Del consumo al desprecio
El arte trash (basura, en inglés), por lo tanto, es una consecuencia de actividades sociales actuales y previas. En sus dinámicas es posible identificar las dimensiones que lo han engendrado. En esta especie de red embrionaria se entrelazan, además, la estigmatización del
mal gusto transgresor frente a los códigos del buen gusto, de manera que el siglo xx se podría definir como un largo período de incubación de lo trash que, en los últimos años, más allá de asumir un nombre propio, está manifestando sus peculiaridades.
A decir de Agustín Fernández Mallo, estas huellas vienen a decirnos cómo es nuestro presente y construyen una identidad contemporánea. En su libro Teoría general de la basura (2018), Fernández Mello indica que estas situaciones residuales sólo pueden leerse desde el filtro de nuestro presente. Apunta que “es tan contemporánea a nosotros un hacha de sílex hallada en las excavaciones de la construcción del estadio de los Juegos Olímpicos de Londres que el diseño de la más moderna computadora cuántica o la taza de café”.
Con este filtro del presente, el autor se pregunta: “¿qué ocurre con todas esas otras cosas que consensuamos como residuos, spam, interferencias, anomalías que por inservibles habíamos desechado?, ¿hay modo de rescatarlas y traerlas al ámbito de lo activo, de lo útil para su común uso en las artes y en las ciencias?” Es ahí donde las corrientes artísticas tienen que fomentar el rompimiento con esquemas previos. Con ello, abren perspectivas en los espectadores y nuevas maneras de percibir lo presentado, provocando alternativas de reflexión ante determinadas piezas creativas.
En estos últimos años, el mundo del arte y el de la vida real están plagados de objetos. Toda esta profusión mecánica objetual contemporánea está significando una misma premisa, la del consumo y su posterior desprecio inmediato. Un constante deglutir y deyectar. Por lo tanto, las propuestas artísticas más recientes deben encontrar nuevas formas expositivas, generar espacios culturales y políticos, sin que por ello sea necesario segregar la diferencia.
La estética trash
El término trash está inserto en las posibilidades estéticas de crear esculturas, pinturas, piezas a partir de objetos o materiales de desecho, de residuos, sin ocultar su origen. Esto genera plataformas de diálogo ante el espectador, que llevan a establecer nuevas discusiones con los diversos productos, en un proceso que se refresca de manera casi ilimitada e infinita, abriéndose a novedosas interpretaciones. Esto provoca que el objeto artístico se reevalúe de manera constante.
Los indicios estéticos de lo trash ya estaban presentes en artistas anteriores a la acuñación de este concepto. Felipe Eherenberg ya incorporaba diversos materiales industriales a sus obras, sin dejar de lado el discurso que proponía ante la crítica: “miramos, contemplamos y meditamos a partir de las imágenes. Éstas surgen y nos llegan desde las fuentes más primigenias hasta las más industrializadas”, afirmaba. En ese sentido, también resultan interesantes las aportaciones de Helen Escobedo, sobre todo con la instalación titulada Negro basura, negro mañana, montada en 1991.
Con la incorporación de esos otros elementos en las artes, estos creadores están poniendo en juego los valores que imperan en las sociedades contemporáneas. Sus dinámicas no sólo operan a partir de una evaluación del pasado inmediato de sus prácticas sino que, al contrario, reaccionan a lo que sucede en torno a ellos, en sus círculos más inmediatos pero también más allá de los ámbitos en los que viven. Su diversificación abarca otros territorios.
Estas dinámicas las observa bien Reinaldo Laddaga en su obra Estética de laboratorio (2010), donde asegura que una parte importante de lo más ambicioso e inventivo del arte de los últimos años “se debe a artistas cuyo objetivo es construir dispositivos donde el placer o la verdad emerjan de operaciones de producción y observación”. Así, “un artista se dirige a nosotros con la finalidad de inducir efectos que no son ajenos a los que se esperaba que indujeran las obras de arte de antiguo estilo, pero donde se nos indica que es posible que podamos encontrar elementos que nos permitan formarnos una idea de la persona y el pensamiento del autor”.
Al utilizar el término trash, no debe pensarse en una connotación despectiva, su empleo no tiene la intención de darle un sentido calificativo o como sinónimo de inmundicia, más cercano a lo despreciable o que causa repulsa. Todo lo contrario. Para este caso, se debe tomar el vocablo trash como sustantivo, quitándole toda carga negativa.
Lo que está expresando el trash, además, es la cuestión de que los objetos nos superan en temporalidad. Su permanencia es más calculable que la fragilidad de nuestra existencia. De ahí que esta corriente estética, lo residual expuesto de manera intencionada, nos supere en cuanto a permanencia o, incluso, en cuanto a definición teórica.
Noble, Webster, Deininger y otros trashers del arte
En propuestas más recientes, se pueden citar a los artistas británicos Tim Noble y Sue Webster, quienes incorporan a sus montajes trozos de madera, chatarra, latas, botes, bolsas de plástico, desechos orgánicos, incluso animales muertos. Mediante estos actos, resignifican el concepto de reciclaje de objetos de consumo, los cuales perdían sentido fuera de su uso original, así como su importancia ante la sociedad, sólo eran vistos como elementos contaminantes y nadie quería hacerse responsable del proceso de reciclaje. En esas circunstancias, limpiar sólo era desplazar la suciedad de un lugar a otro.
Este desplazamiento residual es evidente también en las realizaciones estéticas del barcelonés Francisco de Pájaro, quien interviene contenedores de basura dándoles otra expresividad cromática, haciendo de la calle un lienzo enorme construido a partir de los mismos desechos que se niegan a perder territorialidad.
De igual manera, las propuestas de Tom Deininger van enfocadas a resaltar la sensibilidad ajustada en el molde de un sistema para cristalizarla en otra cosa, en una situación humana, en esta experiencia de lo que constituye el ser humano actual. Además, estas actividades recuerdan a Wim Delvoye, quien en 2003 montó una obra en Lion llamada Cloaca, un artefacto que digería restos de comidas desechadas de los restaurantes de esa ciudad francesa. El objetivo era reproducir excrementos similares a los de los humanos.
Lo que provoca toda esta exposición residual es la incomodidad de lo real. Mediante sus propuestas, los creadores contemporáneos explicitan la noción de que el arte ya no sólo se debe ocupar de expresar la naturaleza muerta como una vía de pasiva contemplación. Ahora, sobre todo, los dispositivos tienden a analizar las complejas relaciones entre instituciones, industrias, desechos y prácticas culturales.
Gadamer decía que, antes del siglo xviii, la idea de gusto era más moral que estética. Invirtiendo la intención y siguiendo las propuestas del trash, en este siglo xxi, la idea de gusto es más estética
que moral.