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ONU: son niños la mitad de refugiados de Ucrania

18 de marzo de 2022 09:04

Budapest. Un peluche como compañero de viaje es la pieza que, tal vez, les recuerda su hogar. Huyeron sin saber por qué y han pasado frías noches fuera de su cama. Han dormido amontonados e incómodos en refugios, trenes, autos y autobuses. Los niños desplazados por la guerra en Ucrania son las víctimas más frágiles del conflicto.

GALERÍA: Refugiados ucranios llegan a Hungría

Pese a todo, no pierden la inocencia. Se les ve llenos de energía y se aferran al peluche con fuerza. Como tratando que les explique por qué llevan tanto tiempo lejos de casa. No alcanzan a concebir el concepto de guerra, pero la sufren todos los días.

El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados ha documentado que de los más de 3 millones de desplazados, al menos la mitad son niños. La Unicef, por su parte, estima que 7.5 millones de menores han quedado atrapados en medio del conflicto y requieren ayuda y protección urgente.

En medio del éxodo causado por la invasión rusa, es habitual ver que gran parte de los niños llevan consigo un muñeco de peluche.

El largo camino emprendido desde su país no ha minado su ímpetu. Los pequeños que van abordo de un tren que los lleva de Bucarest a Budapest juguetean, ríen, preguntan, brincan, lloriquean, bailan, buscan cómplices –niños o adultos– para divertirse o intercambiar sonrisas, elevan sus pequeñas manos para saludar y tararean canciones infantiles.

Sonya, de tres años de edad, fue imparable a lo largo del camino. Jugaba, cantaba y cada que el ferrocarril paraba en una estación, se aferraba a la ventana para observar a quienes pasaban por los andenes.

Ni siquiera los reclamos que una agente fronteriza húngara le hizo a su madre la distrajeron. Justo en ese instante, la pequeña halló un compañero de juego: un voluntario bajo el tren se acercó a la ventanilla y posó sus manos sobre el vidrio. De inmediato, Sonya respondió, buscando contacto. El hombre movía las palmas de un lado a otro y la niña, a carcajadas, trataba de atraparlas.

Con ella viajan su hermana Viktoria, de 14 años, y su madre. Ya no recuerdan el día exacto que salieron de Kiev. Han recorrido mil 124 kilómetros y les faltan 656 más para llegar a Munich. Cruzaron la frontera ucrano-rumana en Siret y de ahí se trasladaron a la capital de Rumania. Hace un par de noches abordaron el tren hacia la capital húngara.

Las madres de estos niños han empeñado todas sus fuerzas para alejarlos del conflicto. Es por ellos, principalmente, que han escapado, dejando todo atrás. Una mentira piadosa es la explicación más común: Estamos en un viaje y papá nos alcanzará pronto. Lo que estas mujeres desconocen es cuándo terminará su periplo.

A los adolescentes, en cambio, no hay forma de engañarlos. Saben que su país fue invadido e ignoran si sus padres estarán esperándolos al regreso. Ensimismados, no despegan las miradas del teléfono móvil, revisan sobre todo las redes sociales. Pero no se descuidan y en todo momento están al pendiente de los pequeños. En medio de la fuga se han vuelto el apoyo de sus madres.

Sonya y Viktoria sintetizan esa dualidad. La primera es la representación de la inocencia. Juega en medio de su diáspora, mientras su padre está en Ucrania, reclutado para hacer frente a la invasión rusa. Su hermana, en cambio, está consciente de los riesgos. Temo que algo le pase, dice a través de una aplicación para hacer traducciones, al tiempo que se limpia un par de lágrimas que corren por sus mejillas.

Cientos de miles de refugiados han aprovechado la red ferroviaria europea para alejarse lo más posible de la zona de conflicto. Alemania es el destino final para gran parte de ellos. Poco más de 3 mil desplazados llegan cada día a la estación central de Budapest, procedentes de Rumania. Un número similar arriba desde Polonia.

Los enviados de este diario acompañaron uno de esos trenes, que partió de la Gara de Nord de Bucarest hacia esta capital. Fueron 832 kilómetros y 18 horas de viaje, tres de ellas dedicadas a la estricta revisión de la patrulla fronteriza de Hungría, justo en la frontera entre los dos países. Los agentes se montaron al tren y, vagón por vagón, revisaron detalladamente los pasaportes y documentos de cada uno de los pasajeros. Impidieron el paso a un eslovaco, el resto pudo ingresar al país.

El proceso no distrajo a los pequeños, que ideaban formas de entretenerse ante el tedio de la situación. La guerra les ha arrebatado la estabilidad, más no el inquebrantable espíritu infantil.

En otro de los vagones, Alizia, de seis años, no dejaba de bailar. Era su forma de entretenerse para mitigar el hartazgo del extenso camino. Ella, su hermana adolescente Alexandria y su madre, también van rumbo a Alemania.

En medio de la jornada pudieron comunicarse con su papá, que sigue en Ucrania. Las niñas expresaron su emoción con gritos y peleaban por el teléfono para hablar con él. Desconsolada, su madre las miraba y requirió de todas sus fuerzas para no llorar.

Un extraño ocupó el asiento a lado de Alizia y la pequeña no reparó en hacerse su amiga. Entraron en confianza poco a poco, aun cuando su madre la reprendía para que no incomodara al viajero. La niña no atendió y logró su cometido. La camaradería entre ambos fue tal que hasta selfis compartieron.

El jolgorio infantil creció cuando un niño, de unos nueve años de edad, sacó una pequeña guitarra. Entonces comenzaron improvisadas comparsas, a las que se sumó Amgad Abdelkhalek, joven egipcio de 21 años que estudiaba odontología en la ciudad de Járkov, Ucrania, una de las más asediadas por la milicia rusa, tomó el instrumento y acompañó a los pequeños con varios palomazos.

Día a día, cinco trenes salen de Bucarest hacia Budapest con cientos de refugiados. En los vagones viajan el dolor, la incertidumbre y el cansancio por largas jornadas en fuga, pero a la vez la calma de estar lejos de la guerra.

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