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Para Roberto Bernal, traduttore che non è traditore
La lápida sobre la tumba de Pier Paolo Pasolini está todo el día bajo la sombra de un árbol tupido y a dos o tres manos de distancia de otra losa con el nombre de su madre, Susanna. Están al centro de una jardinera tan discreta y ajustada que se puede imaginar que debajo, a los muertos las piernas les salen del borde. El cementerio está en el pueblo nordestino y frulano de Casarsa. No está lejos de la casa de campo donde nació y creció Susanna, Pier Paolo escribió su primer libro cuando joven y ambos tan juntos como ahora, pero vivos, se refugiaron en espera de que la guerra terminara y el padre, un militar fascista que le había salvado la vida a Mussolini, regresara o muriera lejos, lo que hubiera de ser.
Mucho antes de asumirse ateo, comunista, marxista, libertino o amoral, Pier Paolo nació bajo el nombre de dos apóstoles el 5 de marzo de 1922, hace un siglo, en Boloña. Siete meses después, Mussolini encabezaba la marcha fachista sobre Roma y le quitaba el gobierno a la República agonizante. Veinte años después, mientras Pasolini escribía versos en dialecto frulano que terminarían publicados como Viaje a Casarsa (1942), la región norteña que rodeaba al poblado no estaba adscrita a Italia sino a la infausta República de Saló, el efímero estado fascista administrado como satélite por Alemania en los últimos años de la guerra. Tres veces volvió Pier Paolo, ya como cineasta, a esos olores a pólvora agria: en el tramo inicial de Edipo rey (Edipo Re, 1967), que es a la vez memoria del trauma y fantasía parricida –el niño que llora a la madre, tomada entre brazos por el padre fascista que habrá de morir a manos del hijo–, después en Pocilga (Porcile, 1969) como farsa caníbal sobre la complicidad fascista italo-germana y, finalmente, como absceso maloliente y gangrenado en la sociedad de postguerra, como Saló o los 120 días de Sodoma (Saló o le 120 giornate di Sodoma, 1975), estrenada tres semanas después del homicidio del cineasta.
Pier Paolo no tenía manera de saberlo pero, por esos mismos meses de 1943, mientras aprendía a leer y versificar en dialecto, Federico Fellini y Giuletta Massina se casaban bajo las alarmas de bombardeo, Roberto Rosellini dirigía sus primeras películas bajo el auspicio de Vittorio Mussolini, hijo del dictador, y Luchino Visconti era capturado en las montañas de Lazio, donde se había escondido bajo pseudónimo, como partisano comunista. Todo el cine de la Italia mutilada estaba ya anidando, en embriones inminentes de los cuales el neorrealismo sería apenas el primero. Como Fellini, con quien escribió los diálogos de Las noches de Cabiria (1957) y a quien lo unió una amistad tímida antes de un alejamiento mutuo, Pier Paolo caminó la ruta del neorrealismo en Accatone (1961) y Mamma Roma (1962), antes de que el cortometraje La ricota (1962, incluido en la antología Rogopag) y sobre todo El evangelio según San Mateo (1964) iniciaran una serie de rupturas sucesivas y progresivas con su propia filmografía, como una matrushka de ideas filmadas que, aunque en apariencia contradictorias, se encadenan en armonía como una búsqueda constante de libertades.
Pero sus guerras vendrían en otros frentes y se pelearían en varios terrenos, aunque en esos días de paz armada y calma tensa en la casa de campo de Casarsa ocurrió el primer encuentro con Antonio Gramsci, encarcelado cuando Pasolini tenía cuatro años y muerto desde 1937. Visto a la distancia, en el largo poema en cantos Las cenizas de Gramsci (1957), escrito como una confesión frente a la tumba del marxista en Roma, Pasolini parece ofrendar la culpa por su crianza pequeñoburguesa en el norte y por el fascismo paterno frente a la humildad natal, sureña, del autor de los Cuadernos de la cárcel: “[…] confuso adolescente/ lo odié [al mundo] un día cuando en él me hería/ el mal burgués que en mí –burgués– había./ Y ahora comparto contigo el mundo.[…] Vivo en el no desear/ de la apagada postguerra, amando/ el mundo que odio –perdido en su decepcionante/ miseria– gracias a un oscuro escándalo de conciencia…”
La lengua como paisaje
Con la guerra terminada, el padre encarcelado y la economía italiana en cascajos, Pasolini llegó a Roma, pero evitó la tentación de convertirse en un romano. Para eso tendría a sus amigos capitalinos más cercanos: los hermanos Sergio y Franco Citti –coguionista y actor, respectivamente, de varias de sus películas– y al novelista Alberto Moravia, compañero inseparable de diálogos, paseos y descubrimientos. Aunque su lengua materna era el italiano y no hablaba con ningún acento regional marcado, su defensa de la poesía dialectal y de la dignidad plena de las lenguas de terruño lo acompañaba desde la adolescencia en Casarsa. Se unió a asociaciones en defensa de la autonomía frulana, fundó una academia con el mismo objetivo a la cual puso el nombre de su hermano Guido, muerto en la guerra, y dejó escritas teorías tan precoces como maduras sobre la diversidad lingüística italiana y su resistencia frente a los sucesivos intentos del Imperio Romano, la Iglesia católica, la sociedad mediática de consumo y, finalmente, el capitalismo industrial por aplastar a las lenguas distintas al idioma centralista y académico impuesto por la unificación del siglo XIX.
Existe, claro, una tradición a la vez robusta y periférica en la que coinciden poetas de la dimensión de Andrea Zanzotto o Antonia Pozzi, quienes conocían y escribían dialectos de arraigo rural: él en veneciano y ella en lombardo occidental. Pero debajo de la tradición poética de las regiones, agreste, campesina y de tradición mayormente oral a causa de las tasas de analfabetismo, corren ríos más delgados como Salvatore di Giacomo (napolitano) o Albino Pierro (lucano), casi olvidados por la estandarización del italiano oficial.
Pasolini no pertenecía por lengua materna a ninguna literatura dialectal. Como hijo no sólo de la pequeña burguesía del norte, sino del sector cultivado de esa élite, aprendió a leer y escribir cuando el italiano oficial estaba aún en campaña por estandarizarse. No hablaba frulano ni otra lengua regional, pero sentía hacia ellas una afinidad política que mucho tenía que ver con su propio empeño por habitar todos los márgenes posibles de la sociedad italiana: fue anticlerical de raíz católica, impregnado por un sentido de la compasión profundamente cristiano, a la vez que fue un marxista que criticó sin eufemismos al Partido Comunista Italiano cuando éste exigía unidad estalinista, y fue un homosexual público, sensual y hedonista que al mismo tiempo jugaba futbol con pasión, en una Italia donde el deporte era –y aún es– una secta de hombrías.
Tampoco la crítica de cine, que en Italia se suele escribir siempre desde militancias aguerridas, llegó a acostumbrarse nunca a él: si se le creía neorrealista o ateo, procedía a adaptar un evangelio, pero si se aplaudía su intensidad dramática giraba hacia una comedia absurda con Totó (Pajaritos y pajarracos, 1966), y cuando se le exigió compromiso con el presente volteó con reverencia hacia Sófocles (Edipo rey), Bocaccio (El decamerón, 1971) , Chaucer (Los cuentos de Canterbury, 1972), Eurípides (Las mil y una noches, 1974) o Sade. En un ensayo de 1965 que tituló “Cine de poesía”, distingue al sistema de signos lingüísticos escritos de los signos visuales como el close-up o el plano secuencia.
Imagen y escritura: tensiones estéticas
El signo lingüístico, encarnado por la burguesía culta en la palabra escrita, es para Pasolini indisociable de su uso instrumental, pues el mismo sistema sirve para decir “buenas tardes” que para leer a Petrarca, Dante o un discurso político. Su interés creciente por la imagen cinematográfica llegó después de haber publicado varias novelas y más de diez poemarios entre infinidad de textos teóricos. La imagen filmada fue, para él, un río potente que unió todos esos cauces lingüísticos. Si se observa con atención el uso de los silencios en Edipo rey, Pocilga y sobre todo en Teorema, responden a una necesidad latente por evitar el diálogo, dejando a las imágenes expresarse con tanta ambigüedad o potencia plástica como sea posible. En ciertas secuencias fundamentales de las películas mencionadas y de forma inolvidable en Saló, lo que se ve es más importante que aquello que se dice o escucha.
No siempre son tan claras estas tensiones estéticas entre el Pasolini de escritura –novelista, poeta, dramaturgo, ensayista, columnista o guionista por encargo– y el Pasolini del ojo –cineasta de ficción, pintor, documentalista. Más que una región terrenal unida por caminos bajo el mismo clima y una lengua más o menos homogénea, su vida creativa semeja un archipiélago escarpado de islas que se rozan sin tocarse, cada una con su flora y costumbrismos. Cuando en 1968 publicó el Manifiesto para un nuevo teatro en la revista marxista Nuovi Argomenti, fundada por Moravia, estaba terminando Teorema (1968), montando Orgía (1967) en teatro y ya había dirigido nueve veces entre ficciones, cortometrajes y documentales.
La traducción entre idiomas estéticos no era nueva para él ni para su público –con una creciente porción de detractores que a veces lo insultaban por la calle, para su placer–, pero en el Manifiesto teatral se intuye una lúcida conciencia de clase que sería cada vez más visible y subversiva en sus siguientes y últimas siete películas, que van de la mencionada Teorema hasta Saló (1975): la conciencia de que el interlocutor natural de su cine eran quienes constituían “la clase intelectual que forma la porción avanzada de la burguesía”. De esta forma, Pasolini se sabía y aceptaba como burgués natural –algo en lo que abundó durante la amistad fervorosa y platónica con su virgen íntima, Maria Callas– pero esto, lejos de conflictuarlo como en su adolescencia de fervor gramsciano, se convirtió en un apasionado terrorismo moral basado en el derecho a sacudir la hipocresía y el vacío consumista de la sociedad italiana, mediática y burguesa de postguerra, a la que despreció en público y privado hasta su última entrevista registrada en audio, en Estocolmo, setenta y dos horas antes de su última noche con vida.
Saló: el derecho universal al escándalo
Los llanos amplios y tupidos del extenso norte italiano, desde los paisajes alpinos en occidente hasta los bordes orientales del véneto, con Trieste como límite con el mundo germánico. En ese extenso paisaje tradicionalmente burgués, industrial y por lo tanto destino de la migración obrera del sur mediterráneo, entre 1943 y 1945 sucedieron dos metamorfosis abruptas: en la zona veneciana de Friuli crecía Pier Paolo Pasolini mientras la región de Emilia-Romaña se transformó por dos años en la República de Saló, epicentro del fascismo, satélite nazi y centro de operaciones de Mussolini.
La hoy llamada Trilogía de la muerte, un tríptico dantesco y amargo que Pasolini planeaba como reverso a su celebrada Trilogía de la vida, habría constado de tres etapas: una oscura alegoría de la depravada República de Saló a partir de la Sodoma del Marqués de Sade, después de una biografía del infanticida francés Gilles de Rais y, finalmente, una farsa pantagruélica sobre la criminalidad lumpen en la periferia romana a través de una familia goyesca y buñueliana. El último de estos proyectos fue escrito en vida de Pasolini por Ruggero Maccari y Ettore Scola, y terminaría dirigida con acierto por este último como Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976). El proyecto sobre Rais se perdió (si es que había sido escrito) y sólo el primero de ellos, Saló, fue completado por Pasolini y estrenado tres semanas después de que el cuerpo del cineasta fuera encontrado al amanecer en un descampado de Ostia, víctima de una brutalidad que parecía emanada de la propia y póstuma película.
A un siglo exacto del nacimiento de Pier Paolo Pasolini, el artista más incómodo y por tanto más necesario para la Italia del siglo pasado, es importante dejar de recordarlo a partir de aquella muerte infausta, con frecuencia romantizada de forma perversa e injusta como el sacrificio de un mártir, y recobrar su obra como el reverso subversivo y vital que continúa siendo para quien se interne en sus aguas. Una celebración de la mirada compasiva, la escucha atenta y la imprescindible capacidad de asombro y reinvención. En sus últimas opiniones públicas, así como en el último libro que dio a la imprenta bajo el título de Cartas luteranas (Lettere Luterane, tr. Editorial Trotta, 1997), Pier Paolo abogó con pasión por un ideario imposible pero irreprochable: la abolición definitiva de la escuela y la televisión, de las burguesías industriales –a quienes reprochaba no tanto el dinero como su desprecio por la cultura– y de la sociedad de consumo, que le angustiaba como una reinvención silenciosa de los mecanismos fascistas cuyo objetivo final, pensaba, era hacer con las mentes y los espíritus libres aquello que Hitler, Mussolini, Calígula o Stalin habían intentado hacer con los cuerpos, y que en las acerbas imágenes de Saló alcanzan su denuncia más desesperada: “Escandalizar es un derecho”, había dicho a la televisión francesa unas semanas antes, “y ser escandalizado es también un placer. Sólo los burgueses moralistas rechazan el placer universal a ser escandalizado.”
Uno de sus poemas recordados con frecuencia, “Al príncipe”, apareció por primera vez en La religión de mi tiempo (La religione del mio tempo, Ed. Garzanti, 1961), en el mismo año en que ponía pausa a su obra novelística para abrazar la filmación de su primera película, Accatone: “Para ser poeta se debe tener mucho tiempo/ horas y horas de soledad son la única manera/ para forjar algo, que sea fuerza, abandono,/ vicio, libertad, para dar estilo al caos./ Ahora tengo poco/ tiempo: por culpa de la muerte/ que ya viene en el ocaso de la juventud./ Pero también por culpa/ de nuestro mundo humano,/ que a los pobres quita el pan, y a los poetas toda paz.” Le quedaban quince años de vida y casi veinte películas por delante. Aún así, le dio tiempo de cambiarlo todo y dejar en herencia un espejo sin tiempo en donde, tarde o temprano, terminamos reflejados. Honor a Pier Paolo Pasolini en su primer siglo de vida.