¿Cómo rechazar o premiar los trabajos enviados para concursar por un premio literario? La curiosidad por ver lo que se está escribiendo en lenguas indígenas —más el desempleo pandémico añadido— me llevaron a aceptar ser jurado una vez más del Premio Nezahualcóyotl 2021, que es un espejo de lo que sucede en la literatura en lenguas originarias, lo que motiva dichas letras y lo que se auspicia institucionalmente en la creación en lenguas. Satisfecha mi curiosidad, creo que puede ser útil a los participantes y aspirantes de las siguientes ediciones del premio dar mi opinión sobre lo que leí en esta ocasión.
Entre los 28 trabajos recibidos, califiqué cuatro como excelentes, uno como muy bueno y al menos 17 como buenos: más de la mitad. Casi todos los libros tienen buenas líneas; en casi todos ellos hay fragmentos rescatables que serían muy útiles en otros contextos o que deberían retrabajarse sin la normatividad exigida por la convocatoria —de longitud, al menos. Algunos funcionarían muy bien como materiales didácticos, como transmisiones radiofónicas; o bien como ejemplos escritos en lenguas con pocos textos a los cuales recurrir a la hora de discutir alfabetos, decidir opciones de grafías, emprender la alfabetización en lenguas y resolver necesidades particulares de cada uno de los 13 idiomas diferentes que participaron, puesto que son los autores que escriben y crean —y no los lingüistas, sus auxiliares y acompañantes— quienes deberían tener la última palabra acerca de cómo escribir y cuál ha de ser el canon que regirá su escritura. Pero, como en cualquier otra lengua, es una decisión informada y consensada la que debe regir y discutirse, no la improvisación errática o arbitraria que vemos en contados casos.
De los trabajos que se recibieron 18 eran poesía, había tres novelas y siete trabajos en prosa (relatos, ensayos y descripciones).
Cada uno de los jurados eligió a sus finalistas y deliberamos largamente para elegir, entre los dos trabajos en que coincidimos los tres, a quien se llevaría el premio.
Las tres novelas recibidas son excelentes: fluidas, bien resueltas —históricas, a partir de relatos y testimonios locales y bien documentadas. Se trata de un género absolutamente inexistente en las comunidades, lo cual permite un desarrollo diferente al que se da en otros géneros: tramas, personajes, conflictos y modalidades del habla y el lenguaje son evidentemente indígenas; este género tardó bastante en prosperar, pero aquí hay un ejemplo de mestizaje feliz. Además, son buena escritura a secas, cualquiera que sea la lengua. En cuanto a los relatos y cuentos, ensayos o formas combinadas de prosa y poesía, encontramos que pocos son “libros”; más bien se trata de acumulaciones de historias dispersas para ajustarse al número de páginas exigido por la convocatoria. Hay siempre algo muy rescatable en cada uno de los conjuntos, que sería muy útil aprovechar de manera fragmentaria.
Al menos una docena de libros de poemas tienen líneas de auténtica belleza, pero casi ninguno de los poemarios tiene consistencia tampoco como “libro” —sucede así en todas las lenguas. En todos encontramos líneas, versos y páginas excelentes, mezcladas con otras bastante intrascendentes y estereotipadas.
En general, y la convocatoria lo permite, hay confusión entre la recopilación de lo “tradicional” y la creación literaria. Deben separarse y distinguirse dos géneros diferentes. Proponemos la creación urgente de otro certamen que premie la recopilación de formas verbales —sonora, video, escrita, transcrita en lengua, traducida— y que se archiven y conserven adecuadamente y que cualquier interesado tenga fácil acceso a los resguardos. Y que allí, a su vez, no se filtre la invención ni la recreación artificial, sino que se conserven las voces de quienes tienen el testimonio, la plegaria, los pedimentos, las ceremonias y demás formas nativas de artes verbales.
Lo importante es que se escribe en lenguas y se escribe bien. Los trabajos son más y mejores que en las anteriores ocasiones en que he fungido como jurado, a pesar de las limitaciones de los alfabetos, de la escasez de público lector, del descuido total de la alfabetización en las lenguas maternas. Y se escribe en lenguas o variantes que no son las de siempre, ni las mayoritarias ni las que más años tienen de ejercerse. Los trabajos que recibimos incluyen el zapoteco (6 trabajos), maya (4), mixteco (3), mixe (3), purépecha (3), tsotsil (2) y con un solo trabajo el tseltal, mazahua, cuicateco, huave, tojolabal, kaqchiquel y yaqui.
Los escritores —todos— parecen olvidar, en muchos casos, que el jurado no juzga (o no debería juzgar) su postura política ni su alianza con las tradiciones, las comunidades, los programas oficiales, sino su calidad literaria—sea cual sea el tema o el formato.
Muchos poetas hablan de lo mismo: demasiados. Hay un modelo del que es difícil desprenderse. Y aunque la escritura es de muy buen nivel, la temática resulta redundante. La recreación del mito o el cuento para justificar ecologías y demás programas vigentes parece demasiado atenta de colegas, activistas, jurados o programas escolares y parte de supuestos que delimitan y restringen la creación libre, la denuncia relevante, la expresión plena frente a una realidad donde vemos que realmente no hay tal exceso de milpas bucólicas, aves, flores, infancia, “comunidad”, amoroso pueblo, montana o abuelas.
Se escribe siempre dentro de un tiempo y una circunstancia, es cierto, con tendencias, modas y lugares comunes compartidos: pero aquí es todo tan semejante que resulta tedioso leer textos escritos en los términos de la retórica oficial, con los arquetipos y figuras usados en discursos políticos, con conceptos e ideas de moda en los medios y los programas de gobierno que muy mal se avienen con los géneros elegidos. La escritura para justificar la palabrería, lo que la retórica corriente considera “auténtico” no se encontraba en escritos de hace diez o veinte años. Como ese discurso de las denuncias y las teorizaciones y luchas indígenas es usurpado y copiado institucionalmente, resulta fácil decir que se defiende una causa cuando, en realidad, ese lenguaje se ha incorporado apenas y, mal digerido, se emplea como si fuera la voz única, verdadera y representativa de todos y de cualquier demanda: la cultura oficial ha hecho “comunidad” con dichos reclamos no para bien cumplirlos, sino para bien decirlos.
Encontramos también propuestas excelentes de poesía que propone formas nuevas, que reflexiona alrededor de la lengua o la poesía mismas —más que con el tema o con la narrativa—, o que nos acerca a situaciones y conflictos de las comunidades sin romantizar ni idealizarlas. Tal es el caso de Florentino Solano, triunfador del certamen, quien da voz a las mujeres de la Montana de Guerrero, en sus comunidades o como migrantes. Su poesía es concisa y precisa y muestra una ambigüedad permanente de amor-odio por los pueblos, de rebelión-acatamiento de las tradiciones, de nostalgia-abandono como forma de relación con el exilio y el arraigo, siempre desde la voz de las mujeres —tan así que los tres jurados pensamos que se trataba de una mujer.
La variedad de lenguas, temas, formas, metáforas, circunstancias permiten ver una calidad creciente, un cuidado y madurez cada vez más importantes, una voluntad de expresar circunstancias particulares, una veta de tal riqueza que renueva la esperanza. Pero… A los poetas indígenas les ocurre hoy en día lo que a fines del siglo pasado les ocurría a los pintores oaxaqueños: viven demasiado cerca unos de otros, obligados a la complacencia ante el otro para la navegación en un medio que les es hostil, con los ojos clavados en sí mismos y en un grupo cerrado y endogámico, sin referentes del mundo literario exterior al que siguen en su preocupación por los premios, los premiados, los becados, las posibilidades de publicación inmediatas y las tendencias en las redes sociales y los medios. Encuentro la misma homogeneidad en los discursos de los intelectuales y políticos indígenas ante la Cámara —con honrosas excepciones— que se vuelven, de inmediato, vanguardias a imitar, ensalzar y usurpar. La pasarela impera porque el desfile en traje típico tiene público y emuladores. Presenciamos el surgimiento de un nuevo alebrije a la vez vistoso y terrible: el nuevo y comprometido escritor en lenguas indígenas apapachado por las instituciones.
Danza del ombligo. En muchos trabajos recibidos en esta emisión del Premio Nezahualcóyotl, encontramos el lenguaje al servicio de una idea previa de lo “indígena”: demostrativo, de consignas, panfletos, nativismo folclorista, de Guelaguetza y tipiquismo ramplón. La denuncia y la poesía política, tan rechazada por la poesía nacional, que volvió a ser válida en lenguas después de haber sido despreciada en otros entornos, está por convertirse en un quejumbroso cliché.
Independientemente de su calidad como escritura, encuentro en el corpus del Premio un exceso de indianidad declarativa. En muchos sólo leemos esquematización por encima del lenguaje poético y en todos hay una discordancia entre las palabras de los medios para describir los acontecimientos contemporáneos —poco poéticos siempre— y los recursos propios de la poesía y de la lengua; hay una mezcla siempre fallida entre lenguajes nativos y externos: metáforas líricas conviven malamente con términos burocráticos. El mestizaje de lo coloquial con tecnicismos, discursos políticos, ecología, “indianidad” o covid es poco afortunado. Las texturas de ambos lenguajes se avienen mal.
Tras las recomendaciones siempre necesarias para reformar las convocatorias y hacerlas más específicas en lo que se solicita y califica pasaré a los lineamientos que nos envían para calificar los trabajos, tal y como “mandata el administrativo” (ese aparato kafkiano, invisible e inamovible que ignoramos quién manipula y que, por la infinidad de requisitos para cualquier trámite, siempre nos asume culpables: jamás hay presunción de inocencia ante una credencial del IFE no vigente. Gajes del frilancismo). Volviendo a lo nuestro, los lineamientos que se nos envían —y que por suerte pueden pasarse por alto— nos señalan la postura oficial para juzgar la “autenticidad” o “indianidad” de los escritos —que la moda actual califica como “su ombligo”: “oyen o no oyen, obedecen o siguen a su ombligo”. Las preguntas obligadas al leer los trabajos se vuelven otras. Ya no cómo se escribe, sino ¿por qué se escribe?, ¿para quién?, ¿desde dónde? Y finalmente, ¿qué se entiende por escritura indígena, por tradicional, por originario, por creación y por literatura?
Hay una enorme diferencia entre portar la identidad — plural, múltiple, variable, dúctil— y blandirla como algo fijo y dado —espectáculo, performance, cumplir con un papel asumido de antemano por el escritor o ensalzado por las instituciones.
En los trabajos abunda lo obvio, lo reconocido, lo repetido y considerado “auténtico”. Cunde la autentificación de la Guelaguetza, antes que la Guelaguetza misma que llevará a su vez a la guelaguetzización (diría Robert Valero) en todas las artes, artesanías y creaciones procedentes de pueblos y comunidades con otras lenguas, además del español.
Este nativismo oficial se ve, dentro de la escritura, en la elección de temas, en representaciones dentro de las propias necesidades expresivas y en las expectativas respecto a lo que es y lo que no es válido en las letras indígenas. Me parece que como jurados no debemos promover ni atizar arquetipos y cartabones como el ombligo, la madre tierra, la comunidad idílica, junto a otros que ya estaban allí: montanas, ancianos, abuelos, ancestros, el pasado distante a la vuelta de la esquina, siempre calificados como lo ancestral, milenario, mágico y entregado a su romantizado entorno, deliberadamente sagrado —y más flores y más colibríes.
Es decepcionante encontrar los mismos sabios consejos, los mismos conscientes y preocupados temas en todas las lenguas —y reconfortante encontrarlos también renombrados y asumidos de otra manera en la narrativa donde la denuncia, la distancia crítica y la reflexión pasan por encima del esquema simplista y surgen de la excelente factura, no de sus buenos propósitos. Es fácil caer en la protesta obvia y en la consigna contestataria al modo de facebook, al modo del discurso en las tribunas —en contienda o recién ganadas.
Los lineamientos que nos envían para emitir dictámenes son sugerencias prejuiciadas que constriñen. Si nos viéramos obligados —jurados y escritores— a cumplir con ese formato, terminaríamos como un desfile de catrinas o en comparsa de monos de calenda folk: en simulacro y homogeneización artificial de la tradición que se convierte en espectáculo vulgar o cuando mucho en performance catártico y prescindible.
Se nos sugiere calificar si su “ombligo” está en la escritura, si muestra su origen. Y se descalifica a trabajos que no tienen tema, forma o rasgos que lo acerquen a sus comunidades de origen —así estén escritas en ambas lenguas. También hay que ver que no estén traducidas del español a la lengua: como si esto resultara obvio y simple para quienes no hablamos todas las lenguas que concursan; es decir, todos. Los demás jurados, aunque son hablantes de una lengua, desconocen las otras doce, y en ocasiones también las variantes de la propia, de modo que estamos juzgando siempre a partir de la escritura en español, sea cual sea nuestra lengua materna.
Urgen, más que las definiciones oficiales, las posibilidades de redireccionar los textos y fragmentos de calidad publicables. Y la autocrítica, y el desperezarse y salir de la complacencia y mirar hacia otras opciones escriturales.
Escritura, ¿para qué? Un buen número de textos se escriben para demostrar, ensenar, convencer, decirnos lo que se supone deben decirnos como representantes auténticos de sus comunidades y de lo indígena. La ausencia de humor y de crítica cunden. Este autoeregirse como voceros es arma de dos filos, es a la vez privilegio y mazmorra.
Utilísimos serían los talleres previos, que no serían acerca de cómo llenar los requisitos o cuáles serían los lineamientos a seguir, sino que ampliaran la perspectiva y las posibilidades de los concursantes: talleres de poesía, testimonio y prosa; talleres de lectura en todas las lenguas del mundo —no solamente las de pueblos originarios (como si no lo fueran todos)— para ampliar la idea de lo que es la poesía, que muchas veces al traducirse al español resulta anticuada, escolar, obsoleta y que determina las versiones en lengua y de manera más importante su traducción—con falsas rimas, inversiones innecesarias, redundancias simplistas. Mientras más “contaminada” esté la escritura de otras escrituras, más se enriquecerá. Hay que salir del ghetto. Estimular no lo arquetípico sino promover la crítica real, el alejamiento de lo correcto, lo esperado, la herencia, el tipiquismo.
Hacer conscientes las influencias y multiplicarlas para evitar las corrientes, las modas, el mimetismo o la mera imitación y conocer la diferencia entre digerir, empachar y pegotear.
Atacar la tendencia creciente a ejercer la escritura como medio para acceder a premios, publicaciones y pasarela como forma de prestigio —tan típicamente “occidental” y no “comunalizada”.
Multiplicar los talleres de escritura en lengua, que permitan la difusión de la propia obra y de la ajena: remuneración a alfabetizadores en lengua, creación de mecanismos de difusión y de redes especificas de venta y circulación de los textos.
Dar talleres de español, no como la lengua del colonizador, sino como vehículo para establecer vínculos con escritores indígenas de otras lenguas o variantes, para la concientización y difusión entre el público monolingüe en español.
Estos talleres —que no necesariamente serían institucionales y que sería preferible que no lo fueran— impulsarían la creación de nuevos textos, independientemente del Premio, que vendría por añadidura, pues se reforzaría la escritura misma, no la adhesión ideológica a causas ni la declaración de principios: todo ello encomiable pero que no tiene —o debería tener— su lugar en un concurso literario.
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