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A 20 años, el crimen de Digna Ochoa sigue impune

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La versión del suicidio, además de enturbiar la memoria de Digna, minimizó líneas de investigación fundamentales. Foto María Luisa Severiano / Archivo
19 de octubre de 2021 08:00

 

Fue un viernes, 19 de octubre de 2001, hoy hace 20 años, cuando el abogado Gerardo González abrió la puerta del despacho de sus colegas Pilar Noriega y Lamberto González Ruiz –calle Zacatecas 31, colonia Roma-- y en la penumbra, tirado al lado de un sofá ensangrentado, encontró el cuerpo de una mujer, el rostro semicubierto por su cabello. Era su compañera de oficio, luchas y litigios, Digna Ochoa. Tenía un disparo en el muslo y otro en la cabeza.


Han pasado ya 20 años y el crimen sigue impune. Más aun, para el gobierno mexicano ni siquiera existe crimen.

En julio de 2003, una fiscal especial, Margarita Guerra, nombrada por el procurador de justicia del Distrito Federal Bernardo Bátiz, concluyó que la abogada veracruzana, reconocida internacionalmente por su destacada labor en defensa de los derechos humanos y su valentía a la hora de enfrentar a las autoridades, incluso militares, había creado toda una escena del crimen para suicidarse, haciendo creer que la habían asesinado.

Esta conclusión jurídica, inamovible a lo largo de cuatro sucesivos gobiernos en la Ciudad de México, fue interpretada en su momento por el cineasta Felipe Cazals, autor de la película “Digna … hasta el último aliento”, como “una afrenta a la inteligencia”. La familia de la jurista, defensores de derechos humanos de México y el mundo y una gran franja de la sociedad, comparten esa opinión.

La versión del suicidio, además de enturbiar la memoria de Digna, minimizó líneas de investigación fundamentales: entre ellas el papel del ejército y el trabajo de Digna en la sierra de Petatlán, Guerrero.

La abogada Magda Gómez escribió en esas fechas: “Se observa un evidente desequilibrio en el manejo de las líneas de investigación….las relativas a Guerrero y al Ejército sorprenden por la categórica absolución a las fuerzas aludidas”.

Es importante la opinión de Magda Gómez, lo mismo que las de Rosario Ibarra de Piedra y Miguel Ángel Granados Chapa porque los tres fueron nombrados como “comisión asesora” para darle credibilidad a la investigación. A la fecha, los antiguos investigadores, en particular el ex procurador Bátiz, suelen escudarse en esas tres relevantes figuras para justificar su actuación. Pero omiten que los tres, al conocer la desviación y las irregularidades de la averiguación, la criticaron y se deslindaron de ella.

 

¿Mató usted a Digna Ochoa?

En el expediente, desde luego, constan las diligencias que se hicieron en las bases de los batallones 19 y 40 del ejército en Guerrero, donde fueron entrevistados docenas de militares. El interrogatorio es idéntico en todos los casos. Después de preguntas de rutina se les interroga: “¿Mató usted a Digna Ochoa?”. La respuesta es siempre la misma: “No”. Y se cierra el interrogatorio. Así consta en el expediente.

Digna Ochoa tenía 37 años al ser aser asesinada. Nació en Misantla, Veracruz. Su padre era albañil y trabajaba en la zafra, luchador social por necesidad, con 13 hijos. Pese a las dificultades familiares, Digna logró hacer la carrera de derecho en la Universidad Veracruzana. En 1988 se involucró en los comités que promocionaban el voto por Cuauhtémoc Cárdenas en el Frente Democrático.

Fue ese año cuando fue secuestrada y violada. Tenía 24 años. Denunció. La procuraduría veracruzana nunca investigó. Y de ello se valieron, años mas tarde, los responsables de investigar su asesinato, Sales y Guerra, para afirmar que aquello fue un invento.

En los años noventa se decide por la vida religiosa. Es novicia y se incorpora a la congregación de las hermanas dominicas, al tiempo que desarrolla su profesión como abogada. En 1999, antes de hacer su voto definitivo como monja, se retira.

En 1995 participó, junto con Pilar Noriega, Víctor Brenes y otros jóvenes abogados, en la defensa de una treintena de presuntos zapatistas, encarcelados por la llamada “traición de Zedillo” al EZLN, entre ellos los líderes de Frente de Liberación Nacional Elisa Benavides y Fernando Yáñez, comandante Germán.

Trabajó durante 12 años en el Centro de Derechos Humanos Agustín Pro. Después de la masacre de Acteal asumió la investigación de grupos paramilitares en los Altos de Chiapas. Encabezó también el emblemático caso de los campesinos ecologistas de Petatlán, Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, que defendían los bosques contra la expansión de la tala y los narcocultivos que impulsaba el enconces cacique Rogaciano Alba.

Los campesinos fueron torturados por militares durante dos días para “confesar” haber sembrado mariguana. Digna Ochoa hizo algo que en aquellas épocas no se acostumbraba hacer contra los “intocables” militares. Citó a declarar a los soldados señalados por tortura y en pleno interrogatorio los hizo caer en contradicciones.

Entre 1995 y 2000, Digna Ochoa denunció 13 amenazas de muerte y un secuestro. Se le asignó una escolta, pero las amenazas nunca fueron investigadas. Por eso, las últimas llamadas amenazantes, las que se cumplieron, ya no las reportó.

En 1999, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó al gobierno mexicano tomar medidas cautelares para proteger la vida de Digna. Se le asignó un escolta. En 2001, la “embajadora” para derechos humanos en el gobierno de Vicente Fox, Marie Claire Acosta, ordenó su retiro.

Bátiz, Sales y Guerra: el asesinato de carácter

Para hacer valer la conclusión del suicidio simulado, durante dos años dos fiscales –el entonces subsecretario Renato Sales y la ex magistrada Guerra— armaron una narrativa para distorsionar imagen de la abogada. Fue un auténtico “asesinato de carácter” (proceso deliberado y sistemático para destruir la reputación de una persona).

En el libro de Linda Diebel, corresponsal canadiense del diario Toronto Star, “El asesinato de Digna Ochoa. Traicionada”, cita a la hermana Brigitte, superiora de Digna en su pequeña comunidad de monjas cuya vocación consiste en que, además de ser religiosas, ejercen su profesión. “Hablar de Digna es hablar de derechos humanos. Eso era central en ella”.

Justamente, de eso quiso despojarla la investigación oficial. Renato Sales, actualmente fiscal en el gobierno de Campeche, de la morenista Layda Sansores, apuntó en 2002 su averiguación a la descripción de la víctima como una personalidad desequilibrada que habría fabricado una serie de “autoamenazas” y escenificado un falso homicidio antes de suicidarse.

Un ejemplo. Las últimas tres amenazas contra Digna fueron depositadas bajo la puerta de su departamento en la unidad Plateros. Se hicieron peritajes de la saliva con la que fueron cerrados los sobres. Los tres arrojaron ADN genotipo masculino. ¿A quien investigó entonces el subprocurador? A los hermanos, compañeros y novio de la abogada. Nada mas.

Guerra fue más allá. Bajo su gestión como fiscal encargó un “estudio sicodinámico de la personalidad” post mortem que, contando solo con elementos proporcionados por la propia fiscalía, todos negativos, diagnosticó en la víctima “notoria sintomatología obsesiva compulsiva, conductas esquizoides antisociales y pensamientos paranoides, rasgos congruentes con la versión del suicidio y la pretensión de fingir un asesinato”.

 

Digna: “Neuras”

Estos elementos, filtrados selectivamente a medios de prensa afines, llevaron a que cierta tarde un tabloide vespertino circulara por las calles de la ciudad con este titular: “Estaba neuras”.

Más sorprendente aun, muchos de esos “elementos negativos” que sirvieron para manchar la memoria de la defensora fueron aportados por algunos de sus antiguos compañeros del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juarez (ProDh). Ello llevó a que la periodista Linda Diebel subtitulara su libro, la investigación periodística más profunda sobre el caso: “Traicionada”. Y Felipe Cazals lo calificara en una entrevista como “el complot jesuístico”, ya que las cabezas del Centro Pro eran todos sacerdotes jesuitas.

Semanas y meses después del asesinato, en efecto, salieron a la superficie datos que demostraban que, entre sus viejos compañeros del Centro Pro, entre quienes ella consideraba sus amigos, había desconfianza y hasta animadversión. Por ejemplo, fue a instancias de su director, Edgar Cortez, que Digna salió de México “mientras se calmaban las cosas”. Y estando ella en Washington, huésped del abogado Ariel Dulitzki, de CEJIL, que le ofreció refugio generosamente, Cortez le llamó por teléfono para expresarle “dudas” sobre la autenticidad de las denuncias de acoso de Digna.

En consecuencia, Digna fue separada del Centro Pro. Y cuando regresó a México, le dio nuevo giro a su vida. A invitación de Pilar Noriega, una de las penalistas de mayor prestigio en el país, se incorporó a su despacho. Empezó a trabajar en los casos de Jacobo y Aurora Silva, jefes guerrilleros del ERPI presos, de los hermanos Cerezo, presos por falsas acusaciones de haber cometido actos terroristas y en la defensa de los estudiantes de la UNAM presos por participar en la huelga de 1999. Además, se había enamorado y tenía novio.

El carpetazo

El 19 de julio de 2003 la ex magistrada Guerra hizo pública su conclusión, en una muy concurrida rueda de prensa frente a Bátiz. Enfocó sus baterías, no hacia pruebas periciales que apuntalaran la versión del suicidio simulado, sino a su evidente animadversión hacia la víctima. Pese al impresionante curriculum profesional de Ochoa, Guerra aseguró que su trabajo como asesora jurídica del Centro Pro fue “marginal” y su aportación “fue reducida o nula”. Añadió que en el contexto de aquella época, la labor de los verdaderos defensores de derechos humanos sí entrañaba riesgos. “No así el caso de Digna Ochoa”.

Apenas terminaba la desastrosa conferencia de prensa en el bunker de la procuraduría capitalina cuando el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, Emilio Álvarez Icaza, convocaba a un acto para nombrar el auditorio de la CDH de la ciudad “Digna Ochoa”. Un mínimo, indispensable, acto de reivindicación.

Así fue como el gobierno de una ciudad que gobernaba la izquierda, con Andrés Manuel López Obrador, con Bátiz como su procurador, dio carpetazo al caso. Por presiones de la familia se reabrió durante los gobiernos de Marcelo Ebrard y Miguel Angel Mancera. Ninguno movió un ápice las conclusiones, pese a los nuevos elementos que presentaron peritajes y pruebas presentadas por equipo de abogados independientes.

Ninguna de las sucesivas procuradurías de la capital –todas de izquierda-- se ha atrevido a revisar la primera versión que elaboró en su momento el investigador Álvaro Corcuera. Sostenía que en el crimen hubo autores intelectuales y materiales. Describía una mecánica de hechos basada en las primeras observaciones. Digna Ochoa habría sido sorprendida dentro del despacho, golpeada, arrastrada, sometida y ultimada. Se encontraron en el lugar tres casquillos, uno de ellos ligeramente aplastado, como si alguien lo hubiera pisado accidentalmente. Se encontraron manchas de sangre en sitios del despacho lejanos al sillón donde fue estaba el cuerpo.

Solamente el documental de Canal 6 de Julio, de Carlos Mendoza: “Digna Ochoa”, regresó tras los pasos de esa investigación inicial.

Otros peritajes

En 2006, otro equipo de peritos forenses, químicos y de criminalística aportaron mas datos y evidencias de que antes de los disparos hubo violencia. En las fotografías de la autopsia se perciben heridas en el cuerpo de Digna: una en la ceja (“Era una gota de agua”, desestimó Guerra) y huellas en el cuello, entre otras. Un botón de su camisa había sido arrancado y el saco estaba descosido.

El cuerpo de Digna tenía mal colocados unos guantes de látex grandes. En la mano izquierda, con la que supuestamente habría disparado (ella, que no era zurda) los dedos no estaban bien colocados. La bala no entró por la sien sino por el parietal, en un ángulo imposible de sustentar con un presunto suicidio.

Bátiz, Sales y Guerra desestimaron esta batería de evidencias. Nuevamente citando a Cazals, quien vivió obsesionado con el caso, más allá del relevante impacto de su película, solía decir: “Les es más útil una monja loca que llegar a la verdad”.

Fue asesinada un viernes. En su agenda tenía anotada una cita para el domingo: la fiesta infantil de una pequeña niña, hija del general Francisco Gallardo, quien en esa época estaba preso en una instalación militar por denunciar corrupción al interior de las fuerzas armadas. Digna había entablado una cálida amistad con su familia.

En 2010, una década después, la defensa de la familia presentó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con todas estas evidencias. El expediente caminó su curso y ahora, después de una audiencia ante la Corte Interamericana, espera el siguiente paso.


 

 

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