La sucesión de hechos violentos en las regiones indígenas de Chiapas deja la impresión de que éstos ocurren fuera del control institucional. Día tras día, durante horas desde hace muchos meses, las familias tsotsiles de varias comunidades en el municipio de Aldama reciben una lluvia de balas de gran calibre o son amagadas con explosivos; van siete muertos, varios heridos, desplazamiento traumático, hambre, miedo. Un escenario aislado, sí (una presunta disputa agraria). Cada escenario de violencia armada parece aislado. Los temibles motonetos se van adueñando de los días y las noches de la otrora apacible y turística San Cristóbal de Las Casas, la ciudad más indígena del país.
En Pantelhó y Chenalhó, grupos armados y afines a los gobiernos municipales mantuvieron bajo terror a la población hasta que surgió la autodefensa
armada de El Machete y los echó, aunque los paramilitares y sicarios, que la gente identifica como narcos, amenazan con volver. Entre sus asesinados está el ex presidente de Las Abejas de Acteal, Simón Pedro Pérez López, cuya comunidad se encuentra desplazada, como otras. Y entre sus líderes, miembros del PRD y el PVEM.
La otrora organización cafetalera Orcao, en la zona más poblada de Ocosingo mantiene hostigamientos, sabotajes, secuestros, tiroteos, bloqueos y robos de parcelas contra las bases zapatistas de comunidades tseltales autónomas. El 11 de septiembre secuestraron a Sebastián Núñez y José Antonio Sánchez, miembros del gobierno autónomo zapatista de Patria Nueva. La descomposición violenta afecta a comunidades de Chalchihuitán agredidas desde Chenalhó, igual que le sucede a Aldama. En San Juan Chamula hace años que los grupos armados, político-delincuenciales, controlan la vida y el comercio, y sus tentáculos alcanzan a San Cristóbal y otros municipios donde la población de Chamula se ha extendido.
Mientras el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) señala que Chiapas se encuentra al borde la guerra civil
en un escueto y tremendo comunicado (19 de septiembre), resulta evidente que las autoridades civiles federales, su Guardia Nacional y el propio Ejército federal son permisivas, y en los hechos dejan desamparadas a las decenas de comunidades agredidas. Las policías locales son nulas o cómplices. Como sugiere el subcomandante Galeano al caracterizar al partido comodín, de verde gatopardismo, que predomina artificialmente en la región por cortesía del PRI, se busca desestabilizar al régimen en el poder
.
Acusa corrupción y rapiña de funcionarios, tal vez preparándose para un colapso del gobierno federal o apostando por un cambio de partido en el poder
. El EZLN responsabiliza directamente al gobernador morenista Rutilio Escandón de este descontrol irresponsable y peligroso.
Se impone la paráfrasis del leitmotiv devenido lugar común de la gran novela, hoy más citada que leída, Conversación en La Catedral, del desprestigiado empresario de sí mismo Mario Vargas Llosa. ¿En qué momento se jodió Chiapas? No que no hubiera abundante realidad jodida en la intensa, pobre y llena de riquezas entidad del sureste mexicano, sino que la vida de sus pobladores, en particular indígenas, no se había desbordado en la descomposición, a pesar incluso de las masacres a fines del siglo XX, y mucho menos por el lado de la delincuencia violenta, similar a la que ha desgraciado buena parte del territorio mexicano en los sexenios recientes.
Control desde el centro
El lugar llamado Chiapas (como se titula un documental de la canadiense Netty Wild) siempre ha sido una excepción geográfica e histórica. Contamos con un libro canónico que lo relata admirablemente, Resistencia y utopía: memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la provincia de Chiapas durante los últimos 500 años de su historia, de Antonio García de León (1985). Rincón oscuro de la patria, Chiapas siempre fue gobernado desde el centro, lo cual es un decir, pues quedaba tan lejos que las noticias, las independencias, reformas, guerras y revoluciones llegaban atrasadas.
Antes tema exclusivo de la etnología, la arqueología, la fotografía costumbrista y alguna ocasional nota roja, a partir de 1994 corrió la tinta sobre y desde Chiapas. Sus comunidades de origen maya se rebelaron, logrando proyección internacional con un discurso convincente y nuevo. Por primera vez en la historia, el rincón más olvidado
pasó a ocupar el centro de la agenda nacional. A tal grado que la ausencia de gobierno estatal se acentuó, pues la Presidencia de la República convirtió a Chiapas en el principal teatro de operaciones de guerra y contrainsurgencia, estableciendo en sus zonas y regiones militares un auténtico ejército de ejércitos.
Los gobiernos estatales, antes distantes y ahora peleles, siguieron brillando por su ausencia. Como recordaba el historiador Andrés Aubry, Emilio Rabasa gobernó Chiapas desde la Ciudad de México, casi desde el despacho de Porfirio Díaz. El desenvolvimiento del periodo revolucionario lo convirtió en tierra de caciques y terratenientes, más que una entidad federativa consolidada.
El estallido de 1994 puso en evidencia esta condición periférica. El último gobernador antes del alzamiento indígena, Patrocinio González Garrido, había intentado sustraerse del centro, y su presidente Carlos Salinas de Gortari se lo trajo para quitarle la corona de reyezuelo tropical, hacerlo tardío secretario de Gobernación y así acortarle la rienda. Este episodio es parte de la tragicomedia de la clase política chiapaneca (por llamarla de algún modo).
Hoy que una violencia brutal y pareciera que absurda azota precisamente las regiones indígenas de las montañas chiapanecas, resulta indispensable recordar qué abonó tal descontrol. La descomposición viene del incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés de 1996 entre el gobierno federal y el EZLN y la interrupción definitiva de las más importantes negociaciones entre el Estado y los pueblos originarios de todo México en la historia, encabezados por las comunidades liberadas y en lucha por la autodeterminación.