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Sociedad del espectáculo y uniformidad de contenidos / La Semanal

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Imagen de la edición de "La sociedad del espectáculo", de Guy Debord.
03 de octubre de 2021 10:51

La dimensión lúdica y ritual que tenía el espectáculo en la Antigüedad ha sido desplazada por el voraz consumo de imágenes y contenidos que generan enormes ganacias y dan poder a quienes las producen y difunden con gran eficacia en estos tiempos de endiosamiento tecnológico. Este ensayo trata con acierto los aspectos esenciales de esa catástrofe moderna.

El espectáculo, como acto recreativo y de aprendizaje, ha estado presente en todas las sociedades a lo largo de la historia. En cada uno de estos procesos culturales destaca el carácter lúdico y la aceptación que de él se hace en cada época. De ahí la naturaleza de su fomento. Tiene que ver, incluso, con cierta ritualidad. En muchos casos, el espectáculo podría considerarse como una especie de momento antropológico, unificador de los individuos.

Sin embargo, a estas alturas del siglo es notorio que se ha perdido el aspecto primordial de ese aprendizaje; la cohesión a la que se apelaba se ha desmembrado. La intertextualidad, ahora, responde a determinados modelos económicos de los países dominantes. A pesar de que estamos insertos en una evidente sobreabundancia informativa, una hiperinformación contemporánea que hace cada vez más complicado el asunto de discernir qué es lo que necesitamos para la construcción de conocimiento, y no de mera distracción con fines comerciales; a pesar de todo eso, en el fondo permea una semejanza en los contenidos, una misma intencionalidad.

Esto ya lo observaba el francés Guy Debord (1931-1994). En su obra más representativa, La sociedad del espectáculo, esta labor está vinculada a la cuestión del análisis de la mercancía, de la reificación, del valor y del fetichismo de los productos, a partir de la elaboración y fomento de las imágenes. Su crítica no va en el sentido de la producción, sino en cuanto al valor lucrativo que de ellas se obtiene; además, claro, de la notoria y evidente estandarización de los contenidos.

Debord aborda las décadas de la segunda mitad del siglo XX. Por lo tanto, está analizando los movimientos sociales y artísticos de aquellos años, en los cuales predominaban las demandas por mejoras en derechos civiles, estudiantiles, feministas, pacifistas, ecologistas, de liberación gay, nuevas espiritualidades, opositores a la Guerra fría y a la guerra de Vietnam, entre muchos otros.

Recurriendo a la historia, tenemos noción de cómo era el pensamiento antiguo respecto de las artes, su cosmología y los sucesos consuetudinarios. Por ejemplo, la civilización olmeca, considerada como una de las más antiguas de Mesoamérica, entre 1200 y 400 aC; por la parte occidental, el arte griego antiguo y toda la influencia ulterior. Sin embargo, da la impresión de que nuestra época está frente a otras circunstancias que van mermando la capacidad imaginativa. Nuestro asunto es observar cómo ahora las sociedades están frente a la reproducción monopolizada de las imágenes, que ha derivado en una simple actividad de diversión. Lo que se debe replantear, por lo tanto, es la forma de superar todo interés sublúdico de eso que ahora llamamos espectáculo.

Del ritual al consumismo

En la actualidad, esas producciones multitudinarias le han quitado al espectáculo todo carácter de sacralidad. El espectáculo contemporáneo ya no es una actividad con carácter de ritual identitario, tampoco una crítica estructurada sobre determinados asuntos. Ya no hay actos de fe dentro de ello. Por el contrario, prevalece un vacío, una fisura, y lo único que lo puede llenar es el aspecto económico, mediante la capacidad de consumo.

Por el contrario, en sociedades precapitalistas, como lo analiza Mijail Bajtin, todos esos ritos y espectáculos organizados a la manera cómica, presentaban una diferencia notable con las formas del culto y las ceremonias oficiales serias de la Iglesia o del Estado feudal, ya que ofrecían una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas diferente, no-oficial, exterior a la Iglesia y al Estado. Aquellas, parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida a la que los hombres de la Edad Medía pertenecían en una proporción mayor o menor y en la que vivían en fechas determinadas.

Por lo tanto, en aquellas sociedades previas existían actividades recreativas alternas que escapaban al control y al monopolio de esas organizaciones sociales, a los enormes poderes como la Iglesia o el Estado.

Sin embargo, dentro de las naciones capitalistas, dice Guy Debord, sucede todo lo contrario. En ellas es notorio que “el espectáculo es el discurso ininterrumpido que el orden presente mantiene consigo mismo, su monólogo elogioso. Es el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia”.

Además, dentro del actual espectáculo, da la impresión de que necesitamos una narrativa interna o superpuesta a lo observado, una especie de guía que nos narre lo que está sucediendo, pues una explicación que acompañe a la narración hace más placentera la contemplación. De lo contrario, cuando no hay descripción alguna, se percibe como una cansada superposición de imágenes y sucesos inconexos, sin aparente relevancia alguna. Los deportes son ejemplo destacado de esto, en particular el futbol, que con toda seguridad es la actividad deportiva más mediática, lucrativa y, por lo tanto, vista, estructurada y manejada como espectáculo y negocio, más que como actividad lúdica.

Velocidad y disolución de la realidad actual

A la manera de Paul Virilio, en un mundo invadido por imágenes a través de dispositivos electrónicos, por imágenes digitales transmitidas al instante, el espacio se disuelve, los objetos sólo se manifiestan en su desaparición, todo se hace demasiado rápido para la percepción humana. Las funciones productivas y perceptivas, así como las capacidades del hombre, se automatizan, porque son demasiado lentas frente al mundo que construye y en el que ha de vivir, ya que, además, para ver algo deja de ser preciso estar presente en un sitio determinado. Es ese tele-control, esa simultaneidad y omnipresencia de nuestros instrumentos y nuestras visiones, lo que está transformando las actuales condiciones de percepción.

Nuestro mundo, nuestras actividades cotidianas, están aceleradas, y esta rapidez juega un papel importante, fundamental, en la reconfiguración de nuestras dinámicas. De ahí que, para Virilio, “la velocidad es la cara oculta de la riqueza y el poder”, y de acuerdo con esta afirmación hará hincapié en que la celeridad es el factor decisivo que determina una sociedad: la nuestra.

Virilio subraya que es la agilidad en la comunicación de mensajes, la transmisión de significados, lo que otorga una posición destacada en la sociedad; su dominio y el control sobre las velocidades según las cuales se desarrolla en cada momento, son lo que permite dominar el resto de relaciones importantes. Por eso, las imágenes creadas por las nuevas tecnologías se envían y reciben a velocidades cada vez mayores, en tiempo real.

De esta manera, nuestros espacios lúdicos, de recreación y aprendizaje están disminuyendo. Es notorio que los aspectos fundamentales de nuestra vida cotidiana, rica en experiencias y propuestas artísticas, educativas, políticas, están siendo acaparados por sectores que no tienen ningún interés en revalorarlos. La homogenización es evidente. La pluriculturalidad se ensancha mientras que el consumo unitario aumenta.

Frente al monopolio de los contenidos del actual espectáculo, la palabra diversión, derivada de diversidad, está perdiendo su carácter fundamental de revalorización de la polis, de la comunidad en la apuesta de la autonomía y variedad de los aprendizajes. Es alarmante la manera en la que nuestra capacidad de intercambios culturales se está limitando a la dinámica homogénea de simple recepción de contenidos, idénticos, a nivel mundial.

Es por eso que la sociedad del espectáculo actual está desarticulada. O peor aún, está inscrita en la alienación del espectador en beneficio del objeto contemplado, sin opciones, sin alternativas, en detrimento de la autonomía de su propia imaginación. Está encerrada en conflictos y situaciones que ya no reconocemos; de ahí nuestra incapacidad para resolverlos.

Desde un punto de vista objetivo y positivo, siendo instrumental por naturaleza, el espectáculo es racional en la medida en que resulta eficaz para alcanzar el fin que debe justificarlo. Desde esta perspectiva, es posible promover causas sociales diversas para ser atendidas, se puede transmitir la importancia de los sucesos de la historia, de las revoluciones, del progreso, etcétera, con una fuerte carga de verosimilitud de los acontecimientos para mejorar nuestro contexto presente.

Cuanto más contempla, menos vive…”

Para Guy Debord, la sociedad del espectáculo “cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo, respecto del hombre activo, se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa. Por eso, el espectador no encuentra su lugar en ninguna parte, porque el espectáculo está en todas”.

Para revertir ese fenómeno hay diversos tipos de movimientos sociales urbanos que tratan de superar el aislamiento y de reconfigurar la ciudad, respondiendo a una imagen social diferente de la ofrecida por los poderes, de los promotores respaldados por el capital financiero y empresarial, junto con un aparato estatal con mentalidad de negociante.

Para entender la dimensión del asunto, es necesario darnos cuenta de que el saber se encuentra, o se encontrará, afectado en dos principales funciones: la investigación y la transmisión de conocimientos. Es por eso que la incidencia de esas transformaciones tecnológicas sobre el conocimiento y el aprendizaje deben ser analizadas y reestructuradas en función de mejores condiciones de aprovechamiento del espectáculo.

Si la sociedad del espectáculo es complicada es porque, para ser comprendida, exige la reformulación radical de todas las concepciones artísticas e ideológicas, la capacidad de rechazar muchas exigencias del gusto literario arraigadas, la revisión de una multitud de nociones y, sobre todo, una investigación profunda de los dominios de los aspectos cómicos populares que han sido tan poco explorados, porque están al margen del lucro que persiguen las grandes industrias.

Es ahí, en principio, donde debemos observar cómo educar a la sociedad, cuáles son los usos y costumbres que pueden ayudarnos a reforzar el aprendizaje, la tradición que va a terminar imponiéndose en el modo de adoptar una visión, una imagen de ese saber. Sin lo anterior, por desgracia, esta inestabilidad no encontrará ningún mecanismo de resolución y el espectáculo recreativo será acaparado por diversos núcleos de poder económico y político, reducido a la condición del más lucrativo y estandarizado de todos los tiempos.





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