Las fotografías de Ricardo Salazar que ilustran estos artículos proceden del Archivo Histórico de la UNAM, resguardado en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación.
El pasado 1 de julio Federico Campbell habría cumplido ochenta años, edad que hoy se antoja posible alcanzar sin sufrir mayores males que el natural desgaste de la vista o el oído y sin perder el deseo de disfrutar un rato más de este planeta, no importa cuán estropeado. Respecto de esa edad, recuerdo siempre el consejo que el gran pintor chileno Roberto Matta le dio a su coterráneo, Gonzalo Rojas: “Consíguete una vida de ochenta años, porque la vida empieza a los setenta.” Para tristeza de quienes lo conocimos, Federico murió antes de cumplir setenta y tres. Se encontraba en un momento magnífico: lúcido, plenamente amado, con una obra creciente, cada vez más y mejor apreciada, lleno de ganas de seguir escribiendo, de viajar, cada día más sonriente, más festivo, diferente del joven adulto de treinta y siete años que conocí en 1978, cuando Guillermo Sheridan lo indujo a publicar la primera versión de su novela Todo lo de las focas como suplemento del número correspondiente a julio de la Revista de la Universidad.
En esa época Federico daba la impresión de ser un hombre taciturno. Se decía abrumado por la imposibilidad de dedicarse únicamente a su trabajo literario, sin gastar la mayor parte de cada día en leer periódicos, tomar notas, elegir un tema y obtener datos precisos para redactar artículos o concertar y transcribir entrevistas, correr a Proceso, revista en la que colaboraría más de diez años. No obstante, ya había escrito –o estaba cerca de terminar– otra novela: Pretexta, de la que publicó un adelanto en 1978, en La Máquina de Escribir, sello editorial que había fundado el año anterior y él mismo patrocinaba.
Campbell –así se le llamaba comúnmente– era un excelente periodista. Yo buscaba con gusto sus notas en La Cultura en México y Diorama de la Cultura, suplementos en los que publicó muchos de sus trabajos en los años sesenta y setenta. Cuando lo conocí ya había leído los dos libros que reúnen cerca de cuarenta entrevistas con escritores españoles y mexicanos: Infame turba (1971) y Conversaciones con escritores (1972). Realizadas con destreza literaria (“en ambos volúmenes extrae respuestas que mejoran a los autores”, dice Juan Villoro), muestran a Federico lleno de curiosidad por saber cómo trabajan sus colegas, cómo enfrentan su oficio. Pero él aún no se veía a sí mismo como escritor. Para sus propias exigencias en aquel momento, el periodista aún carecía de obra. Su actitud me sorprendía. Toda mi vida había querido ser periodista y venía de terminar esa carrera en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Para mí, el periodismo era –es– literatura: trabajo con el lenguaje que, al igual que la novela, la poesía o el ensayo, se hace bien o se hace mal. Sin embargo, en aquellas primeras conversaciones con él no se me ocurría plantear así lo que ahora me parece evidente. Yo apenas hacía mis pininos y, si bien tenía claro que desde finales del siglo xix casi no había escritor, por lo menos en nuestro idioma, que no hubiese hecho periodismo en alguna época de su vida, también era consciente de que la desazón que Federico sentía era un malestar relativamente generalizado en la profesión periodística. La idea del periodismo como una forma inferior de literatura, irreconciliable con la creación literaria, era un prejuicio añejo y bastante extendido. Alguna vez, en una de sus magistrales y divertidísimas clases de redacción en la Facultad, Fernando Benítez dijo que se consideraba buen periodista pero que, como narrador literario (había escrito dos novelas: El rey viejo y El agua envenenada), era un autor de segunda. Confesión asombrosa de labios de quien había sentenciado que “el periodismo es literatura bajo presión” y acreditado su fina pluma con Los indios de México. Todavía escuché de alguien más que la literatura exigía manos limpias y el periodismo las contaminaba.
Federico venía, en cambio, de más de quince años de hacer periodismo y con base en esa experiencia recelaba no sólo de la eficacia de la información para influir en la realidad, sino de su valor mismo en cuanto forma. Le afligía la fugacidad y ligereza de la nota; deseaba la perdurabilidad del libro. Pensaba, como Cyril Connolly y Ernest Hemingway, que a un narrador le conviene ejercitarse en el periodismo para aprender a escribir de manera expedita y clara pero que, como todo entrenamiento, debe abandonarse al adquirir la preparación que brinda. Sobre estos y otros asuntos relacionados meditó largamente. Plasmó parte de tal meditación en Periodismo escrito, obra de madurez intelectual que ilumina el sentido profundo de ese oficio. Ojalá todas las escuelas en que se enseña periodismo la contemplasen como lectura indispensable, porque lo es.
Hoy es obvio que la disyuntiva no puede plantearse en términos de “periodismo efímero o poesía inmortal”, sino de buen periodismo y buena poesía versus textos que quieren hacerse pasar por poesía o por periodismo. Sentencias algún tiempo muy citadas, como “la revista y la prensa se niegan a toda obra verdaderamente personal”, de Ramón Gómez de la Serna (cuya vasta obra periodística es una rotunda autorrefutación), han perdido crédito frente a las páginas con que autores como Gabriel García Márquez, Alma Guillermoprieto, Vicente Leñero o Janet Malcolm (fallecida el mes pasado) han nutrido diarios y revistas.
Se escribe sobre lo que se ama
Pese a que muchas publicaciones impresas y electrónicas de hoy hacen que, como diría Rafael Cadenas, uno añore el español, hay en nuestro idioma buen número de periodistas que escriben artículos, crónicas, columnas y reportajes de gran calidad literaria y auténtica utilidad social y política, pues elucidan los hechos de nuestro tiempo. Entre ellos se inscribe Federico Campbell. Ahí está, por ejemplo, su Máscara negra, compilación antológica de una columna que en su origen proponía un recuento de la literatura policial clásica y gradualmente se transformó en una columna de reflexión sociológica y política sobre la corrupción, el narcotráfico y los inextricables vínculos entre el poder y el crimen.
Federico nunca dejó de ser periodista. Y, al mismo tiempo, fue cada vez un mejor escritor, un mejor narrador, un mejor ensayista. El periodismo es el eje de su obra literaria. No hay paradoja ni contradicción en ello. Se escribe sobre lo que se ama y se conoce de manera íntima. Me parece que en México pocas personas han escrito con tanta seriedad y pasión sobre el periodismo como él.
Evoco al Federico que empecé a tratar al final de los años setenta y a la vez escucho al Federico de finales del año 2000: celebramos la aparición de Transpeninsular, novela cuya gestación ya se adivinaba en 1992, cuando publicó en La Jornada Semanal “La muñeca de Jordán”.
Para mantener la conversación con él, en estos días releo ese libro, quizá el que más me gusta de los suyos porque conjuga muchos temas de su obra: la mirada al suelo nativo como parte de la indagación de nuestra identidad; la investigación periodística como origen de la imaginación literaria; la escritura como instrumento de afirmación de la realidad y del vuelo imaginativo; la constante reinvención de la memoria. Muy cinematográfica –no sólo porque escribir un guión es un resorte menor de la trama–, es una novela con un dejo de suspenso que ocurre en un entorno de imágenes insólitas (entre ellas, antiquísimas y casi desconocidas pinturas rupestres). A ratos imagino lo que haría con ella un cineasta como Alejandro González Iñárritu.