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Ojarasca / 500 años de soledad. Visión de los (no) vencidos

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Serie sobre rituales religiosos tradicionales en Cuba. Foto Raúl Ortega
14 de agosto de 2021 14:34

¿Unos centenares de hombres y unas docenas de caballos lograron tamaña victoria? Oh, no: como en la Ilíada, todas las fuerzas del cielo y de la tierra tomaban parte en el conflicto.

Alfonso Reyes

La “conquista de México —y la de toda América— es un problema teológico. Se le puede dar muchas vueltas y discutir por siglos. El hecho de que los habitantes de un continente cruzaran el Atlántico y encontraran a otros habitantes que no conocían el hierro, la pólvora y el caballo fue casi una broma de un Dios que había dividido el mundo en dos: los have y los have not de tecnología militar. El hierro, la pólvora y el caballo fueron causa de su fatalidad. Puede parecer exagerado este postulado. No lo es. Los dibujos que reunió el padre Sahagún, en el libro XII de su Historia, lo corroboran. La destrucción de la Uey Tenochtitlan se consumó bombardeando la ciudad desde bergantines armados de cañones y arcabuces, para luego aplanar los canales con los desechos de las casas devastadas. Entonces podían correr a placer los caballos y sus caballeros equipados de lanzas y espadas, una infantería dotada de ballestas y voraces mastines, junto con miles de aliados indígenas que conocían la ciudad y al enemigo, hasta deshacer a los ejércitos de la Confederación Azteca, o lo que quedaba de ella, después de la granulosa plaga de viruela —la uey kokolistli—, otro inesperado regalo de los intrusos que diezmó a la población.

No hay que espantarse ante la desventaja numérica de cien aztecas dotados de chimales, arcos, flechas y macanas por cada español forjado de hierro. Hoy las aventuras imperiales son parecidas. Los guerrilleros —si aún los hay— tienen que enfrentarse a satélites, drones, aviones que vuelan a diez mil metros de altura y no se alcanzan a ver, y bombas de precisión y uranio rebajado. Haifa Zangana publicó, en 2017, City of Widows: An Iraqi Woman’s Account of War and Resistance, donde denuncia la helada cifra de 500 mil viudas en Bagdad contra los cinco mil soldados estadunidenses fallecidos. La misma relación proporcional: 100 a 1. No hay nada nuevo bajo el sol imperial. La lengua siempre fue compañera del imperio, sentenció Nebrija. Y es verdad. Las armas bélicas también.

La culpa no fue de los tlaxcaltecas. Se esgrime, y con razón, a la nobleza tlaxcalteca y a los aliados amerígenas de Cortés. Sin duda fueron miles. Marcelino Menéndez y Pelayo escribió: “La conquista la hicieron los propios indios, la independencia los españoles”. Tal vez fue así. ¿Qué imperio no tiene enemigos esperando la menor oportunidad para vengarse y destrozarlo? Sin embargo, hay que recordar que Xikotenkatl Axayakatzin, el hijo del rey, nunca quiso aliarse a los falsos huéspedes —como los llama Martin Lienhard. Por eso lo ahorcaron y su estatua guía y vigila desde un parque de la ciudad contemporánea, donde se le sigue celebrando como héroe y pionero de la resistencia.

La realidad fue que la tan citada nobleza tlaxcalteca tuvo que aprender en carne propia, y muy pronto, la severa ley inquisitorial y los autos de fe de los recién llegados. En el folio 242v de la Descripción de Tlaxcala encontramos una escena terrible. Vemos a dos sacerdotes tonsurados y a un impávido soldado con su lanza al costado, quemando en leña a dos personajes, así como despachando a otros cinco, maniatados y colgados de un travesaño. Más atroz es soportar la imagen de una mujer noble, también ahorcada, pendiendo en el aire sin aire. Difícil encontrar un dibujo similar al de esta mujer en cualquier museo europeo. Es casi inimaginable. Por supuesto, todos ellos (y ella) ya habían sido bautizados y portan su crucifijo en el pecho.

“Uan nochi youali tlaauetski nojkiya pan inijuantij / Y toda la noche llovió también sobre ellos”.

Cuando se despertaron de la pesadilla del encontronazo, las colectividades humanas que ocupaban desde tiempos inmemoriales el continente ubicado al oeste de Europa tuvieron que admitir la evidencia: los intrusos todavía estaban allí.

Martin Lienhard

La noche que todos quieren. La paráfrasis de Lienhard es exacta. Cuando los pueblos originarios despertaron del encontronazo, el dinosaurio europeo seguía allí. Y llegó para quedarse. Hasta hoy. El tema de La Noche Triste o La Noche de la Gran Victoria ha inundado los periódicos de rencorosa tinta. Despierta en el corazón furias y penas. De repente, los que ven la historia de México con lentes hispanistas, mestizos, criollos, mejicanos, whatever you call them, se enteran de que hubo una noche en que los vencidos sí ganaron una batalla. Y no toleran la idea de hablar de una victoria ante los conquistadores. Les revuelve el estómago. Las Relaciones de Hernán Cortes a Carlos V sobre la invasión de Anáhuac (1958) de Eulalia Guzmán, los tres volúmenes de Ignacio Romero Vargas Yturbide, Moctezuma el magnífico y la invasión de Anáhuac (1963-64) y Cuitlahuiac, el Victorioso (1968) de Juan Luna Cárdenas, entre otros, relatan esa noche del 30 de junio de 1520 desde hace más de medio siglo. Y la llaman “La Noche de la Gran Victoria”. Por supuesto, su visión “mexicanista” fue —y sigue estando— desacreditada. Vargas Yturbide incluso reprodujo lo que se conoce como la bandera que los Mexika enarbolaron esa noche y que, dice el autor, encontró en la Biblioteca del Vaticano. ¿Mito o realidad? Habría que comprobarlo. Ahí está, para quien la quiera. La historia la hacen los vencedores y la interpretan e imponen como quieren. Acaba siendo “la Historia Oficial”. Los vencidos tienen el derecho a imaginar su historia y a reinventarse.

Una de las más deslumbrantes imágenes recogidas por Sahagún, en una suerte de cubismo avant la lettre, ilustra el caos que ocurrió esa madrugada, en la que murieron 600 españoles, entre ellos Juan Velázquez de León, Francisco Saucedo y Francisco de Morla, tres sólidos capitanes cortesianos. Los mexika pensaron que no volverían a aparecer los españoles. Se equivocaron. El dinosaurio siguió allí, se recuperó en Tlaxcala, trajo la viruela y consumó el sitio final de México- Tenochtitlán, que dejó entre 50 mil muertos (según Cortés) y 150 mil (según Bernal Díaz del Castillo).

“Uan nochi youali topan uetski atl / Y toda la noche llovió sobre nosotros”.

Joven abuelo: escúchame loarte, único héroe a la altura del arte. Ramón López Velarde

El paseo del Pendón. Instituido alrededor de 1528, se practicó durante tres siglos. Consistía en pasear el estandarte del reino de Castilla y el concedido a la ciudad de México- Tenochtitlan, saliendo desde el Palacio hasta la iglesia de San Hipólito. La alta nobleza novohispana (virrey, Audiencia, arzobispos y obispos, conquistadores primeros y sus familias, la mayor parte de ellos a caballo) celebraba el día en el que se consumó el rendimiento de la ciudad. Esa tradición dejó de tener sentido tras la Independencia de 1821. Sin embargo, todavía hoy hay pueblos que la continúan.

En esa iglesia de San Hipólito, que hoy pocos visitan, se encuentra un mosaico fracturado en una esquina, con la siguiente inscripción: “Tequipeuhcan (lugar donde empezó la esclavitud). Aquí fue hecho prisionero el Emperador Cuauhtemotzin la tarde del 13 de agosto de 1521”. Cada vez que coincide mi estancia en la Ciudad de México con esa fecha, dirijo mis pasos a ese recinto, y le rezo a todos los dioses y diosas que conozco por el joven abuelo y el pueblo caído, y siento el pesar de no ser lo que hubiéramos sido, la pérdida del reino que estaba para nosotros, whatever that means, parafraseando al Tata Rubén Darío. Y me inunda una íntima tristeza antirreaccionaria.

Me recito, con anual melancolía, un poema que tradujo Ángel María Garibay:

Rodeada con círculos de jade perdura la ciudad irradiando reflejos verdes cual quetzal está México aquí. Junto a ella es el regreso de los príncipes: niebla rosada sobre todos se tiende. ¡Es tu casa, Autor de la vida, aquí imperas tú: en Anáhuac se oye tu canto sobre todos se tiende! De blancos sauces, de blancas espadañas es México la mansión. Tú, como garza azul vienes volando, tú eres el dios. Sobre ella tú abres tus alas, arreglas tu cola: son tus vasallos: en todas partes tú imperas desde México.

De repente pienso, anacrónicamente, que estoy en otro tiempo, en otro lugar. Y espero salir y ver los lagos relucientes como jade, águilas y garzas en desliz, volando en el azul, canales de aguas lentas, como en “la Venecia prehispánica”, chinampas flotantes, canoas transportando flores y verduras a los mercados, y al fondo los volcanes, guardianes nevados. Los templos se yerguen magníficos y nubes de copal se elevan al cielo. Pronto estalla en mí el verso de Ungaretti: M’illumino / d’immenso. Y mi antiguo pecho patrio, mi sonora aztequidad, se esponja.

Pero no. Afuera de la iglesia de San Hipólito, me encuentro con avenidas de asfalto transitadas por miles de automóviles, una muchedumbre morena arremolinada, apresurada, en espera de autobuses, taxis y peseros, grietas en las banquetas, miseria peatonal, gritos y bocinas, niebla gris en el aire roto, altos edificios de vidrio y de concreto, un sol amarillo y sucio, como huevo podrido en el horizonte, y algunos perros callejeros husmeando entre la basura. Ésa es la ciudad que me recibe, triste y ojerosa, la heredera de la Uey Tenochtilan.

Cuando me voy, mi frágil esqueleto siente una soledad inexplicable, porque la historia es confusa y la pena clara. Mi esperanza plañe entre algodones. Cómo me duele el pelo al columbrar los siglos que me esperan. Y me repito otros versos, de Rainer Maria Rilke, especie de mantramentira que llevo grabado en la frente: Wer spricht von Siegen / Uberstehen ist alles (¿Quién habló de victorias? / Sobreponerse es todo). Y empiezo a caminar, a un cuerpo de distancia de mi alma, pensando en la Dura Matria, en la desolación histórica, contando en maíces los años, para seguir sobreviviendo, sobremuriendo. Confusa la historia y clara la pena. Antonio Machado

500 años de soledad. Porque la conquista de México duele. No a todos. Algunos quisieran borrarla. “Todo es mestizaje, somos una nación nueva, diferente, ya lo pasado, pasado, los aztecas eran unos sanguinarios”, alegan y desacreditan cualquier acercamiento diferente, “indigenista”. Mi abuela era de Colotlán, Jalisco, “tierra de alacranes”; mi abuelo de Tlaltenango, “la tierra de la Señoras”, “la tierra de las muralles”, Zacatecas, del reino de Nochistlán, “lugar de tunas”. Todos, nombres aztecas. La poca sangre indígena que corre por mis venas siempre me ha inclinado hacia ese pasado que me duele. ¿Memoria ancestral? ¿Información genética? ¿ADN? Como W. B. Yeats: I am looking for the face I had / Before the world was made. Estoy buscando el rostro [y el corazón] que tenía / antes de formarse el mundo. In Yolotl in Ixtli.

Se habla de “pedir perdón”, de “hacer justicia”. Me parece que Juan Villoro, hijo de españoles, lo definió mejor: “Todos los mestizos debemos pedir perdón a los pueblos originarios”. El perdón es un consuelo, un remanso en la tormenta. Algo cambia de la realidad. No mucho, en esencia.

Un grupo de dislocados mexicanos, mexicoamericanos, chicanos, nativos americanos y nativos latinoamericanos hemos decidido, desde hace algunos años, que la mejor forma de recuperar el pedazo de identidad prehispánica que nos ha sido arrebatado es hablando una lengua originaria. Ésa es nuestra forma de “reconquista”. Los españoles tomaron 7 siglos en volver a instaurar su lengua, su religión. Tenemos tiempo. Hemos empezado. Lenguaje es cosmovisión. Y practicamos diariamente un champurrado, una suerte de Nauañol, Nawaspanglish, Englishnawa. Otros estudian Mam o Zapoteko. Cada quien lo que puede.

Otra vez será así, otra vez, así estarán las cosas, en algún tiempo, en algún lugar.

Lo que se hacía hace mucho tiempo y ya no se hace, otra vez se hará, otra vez así será, como fue en lejanos tiempos: ellos, los que ahora viven, otra vez vivirán, serán. Sahagún, Códice Florentino, VI, 25

Timomachtiaj Nauatl sesen tonal, ajachika. Practicamos el nauatl, totlajtol, nuestra lengua, todos los días, constantemente. Hay que purificar de nuevo la palabra. Qué hermoso decir “tlaxkali” en lugar de “tortilla”, término diminutivo y hasta despectivo. Cómo saboreamos la siguiente oración: “Nijkuajkua tsiktli kemaj tlami nitlakua / Mastico chicle cuando acabo de comer”. “Nojliya, kemaj niuiuipika / También, cuando estoy estresado/a”. Un sentimiento arcaico, como un colibrí alado, se despierta dentro del corazón —uitsitsili yoloijtik. Palpamos la antigüedad de estos vocablos. Un día de éstos (soñamos), cuando nos pregunten qué pensamos de la conquista, contestaremos: “Axtikilnamikij. Ax onka kualantli, ax onka tekipacholi / No nos acordamos. No hay enojo, no hay problema”. Ya no importa. “Nuestro corazón ya no está enchilado / Ax kokok toyolo”. Se los diremos en las lenguas que hablaban nuestros ancestros en este continente (al que le quede el saco que se lo ponga), y volveremos a ser algo de lo que fuimos. Nada más, nada menos. ¡Y hasta la huesa! Titlatalnisej. Venceremos. Posdata: Noto con ironía que uso epígrafes de autores españoles e hispanoamericanos para desarrollar estas meditaciones. “¡Se llevaron el oro, nos dejaron el oro!”, exclamó Pablo Neruda al recibir el Premio Nobel en 1971, en referencia a la lengua española. Sin embargo, “moneki timomachtisej, tisanilosej America euanij totlajtoluaj / es necesario estudiar, hablar las lenguas originarias de los pueblos de América”. San ya nopa. Así sea.

Nikintlasojkamatilia / Agradezco al maestro Gilberto Díaz Hernández, a las doctorandas Ofelia Cruz Morales y Delfina de la Cruz de la Cruz, y a Victoriano Teposteko por sus enseñanzas y por corregir mis precarias locuciones en Nauatl. Si hay algún error, es mío. Tlaskamati. Gracias.

Bibliografía El Lienzo de Tlaxcala: Explicación de láminas. México: Editorial Cosmos. 1979.

Poesía Náhuatl: I. Romances de los Señores de la Nueva España. Manuscrito de Juan Bautista de Pomar. Texcoco, 1582. II y III. Cantares mexicanos. Manuscrito de la Biblioteca Nacional de México. Ed. Ángel María Garibay K. 1a. ed. 3 vols. México: UNAM, 1964-1965. Debido a la muerte del doctor Garibay, en octubre de 1967, Miguel León Portilla se ocupó de la edición del tercer volumen, publicado en 1968.

El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e incas. Miguel León Portilla, compilador. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1964.

Visión de los vencidos; relaciones indígenas de la conquista. Intr. Miguel León Portilla. Trad. Ángel María Garibay K. 7a. ed. México: UNAM, 1976.

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