La seguridad en el 2018, en vísperas de las elecciones presidenciales, estaba por los suelos. Se habían calentado muchísimas plazas y la violencia era constante e impredecible. Nos preparamos hasta donde nos dió el presupuesto y el ingenio, con rastreos de gps y todo tipo de investigaciones previas, pero las verdaderas claves de nuestra seguridad recayeron en dos factores.
Por un lado, en nuestros fixers locales, es decir en los periodistas que nos apoyaron sobre la marcha. Esto operaba a dos niveles. Primero estaba mi amiga Daniela Rea, que fungía un papel de asesora general. Dani es una de las personas más íntegras que he conocido, y ella se encargaba de recomendarnos contactos locales, con personas calificadas que supieran medirle la temperatura al peligro. Pero el otro factor que siempre ayudaba a relajar la tensión al entrar a un pueblo o espacio nuevo, era el propio Eduardo, caracterizado como el Conquistador. Tan pronto y aparcábamos, lo primero que hacía era empezar a vestirse, y de inmediato aparecián las sonrisas, las solicitudes de autógrafos e incluso los comentarios de anécdotas históricas. No perturbamos a ningún halcón de esquina o de crucero. Éramos una curiosidad, no el crew de una película de investigación que quería inmiscuirse en las luchas de poder dentro de un territorio en disputa. Era imposible ser una amenaza con un Conquistador entre la banda.
Sin embargo, a pesar de todo esto, tuvimos varios roces delicados. Recuerdo una ocasión en Veracruz, que nos bajamos a grabar al Conquistador deambulando entre los restos de docenas de patrullas abandonadas, reventadas por el sol a un ladito de la carretera. Eran troconas, vehículos tipo sedan y motocicletas, todos con el uniforme de corporaciones estatales. ¿Por qué los abandonaron? Era un absurdo cuya incógnita valía millones de pesos.
Fue a mitad de un plano general, con el sol del atardecer rayando entre los árboles y centelleando sobre la armadura del Conquistador, que llegaron los policías, encaramados en trocas muy parecidas a las que estábamos fotografiando. Venían con los cañones de sus armas largas fuera y apuntándonos, claramente encabritados. De inmediato nos pusimos de acuerdo con Jano y el crew para hacernos weyes y seguir rodando en lo que Félix y yo intentábamos enrollar a los agentes. En caliente nos acusaron de querer clonar las patrullas para usarlas en delitos a favor de alguna gavilla local, una linda fantasía que seguro preparaba el camino para una enorme mordida. Sin embargo, por fortuna vieron a Eduardo en personaje y comprendieron que éramos unos locos. Se relajaron. Salimos volando de ahí, entre risas y escarnio. ¿Qué nos hubiera pasado en otras circunstancias? Pienso en los hermanos cineastas en Jalisco, Salomón Aceves, Marco García y Daniel Díaz, que fueron levantados y asesinados pocos meses antes del viaje de 499, mientras graban un proyecto estudiantil---y me siento muy agradecido de nuestra suerte.
