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El que Gertrude Stein escriba una Autobiografía de Alice B. Toklas, y a su vez la supuesta Alice se limite a narrar la vida de Gertrude, exhibe el extraño sentido del humor que caracterizó a esta autora estadunidense, como también hasta qué punto Alice era apéndice de Gertrude. Frederic Prokosch (1908-1989), escritor estadunidense de origen austriaco que menciona a Gertrude como “Sólo veía sus espaldas, la de Gertrude ancha e imponente, la de Alice, muy estrecha, ansiosa y vulnerable.” En su libro póstumo, París es una fiesta, Ernest Hemingway, pupilo predilecto de Miss Gertie, revela algo de la relación entre estas singulares mujeres. Todos los días recibían visitantes en su casa, en el número 27 de la Rue de Fleurus, en su mayoría, escritores en ciernes buscando los consejos de Miss Stein, entre otros, William Faulkner, Thorton Wilder y, un poco tardíamente, Paul Bowles, a quien financió su viaje por Tánger. Ocasionalmente, y como fue el caso de Hemingway, quien acudió la primera vez acompañado por su primera esposa, Miss Stein atraía al visitante a un rincón discreto mientras Alice se encargaba de “entretener” a las esposas de los escritores: “Miss Stein era muy voluminosa, pero no alta, de arquitectura maciza como una labriega. Tenía unos ojos hermosos y unas facciones rudas, que eran de judía alemana, pero hubieran podido muy bien ser friulanas, y yo tenía la impresión de ver a una campesina del norte de Italia cuando la miraba con su cara expresiva y su fascinador, copioso y vívido cabello de inmigrante, peinado en un moño alto que seguramente no había cambiado desde que era una muchacha ...”
Una virgen cruda
Nacida en Pennsylvania, el 3 de febrero de 1874, Stein fue eje de las grandes obras de la novelística estadunidense de la postguerra, incluidas las propias –menos reconocidas que las de sus protegidos–, así como del auge del arte cubista que influyó en su escritura como sobre ninguna otra: nada de lo leído hasta ahora se parece a la escritura de Miss Stein. Hija pequeña de un ejecutivo ferroviario de origen judeoalemán de clase trabajadora, Daniel Stein, que terminaría amasando una enorme fortuna, y de Amelia, ama de casa, viajó mucho desde los tres años de edad gracias a los negocios paternos, llegando a radicar en Viena y en París, adonde retornaría en la adultez. Contemplo una escena cotidiana en el idílico retrato de la familia Stein: el padre lee como de reojo un libro que parece de contabilidad. Bertha, la mayor de las dos hijas, cabellera recogida en agobiante moño, ensimismada en un libro que pudiera ser un cuento de hadas. De los tres varones, perfectamente acicalados, el segundo parece a punto de ejecutar una melodía con el violín mientras analiza una partitura. Detrás de Bertha, Leo, lápiz en mano, mira titubeante a la cámara, como deseando desaparecer. A los pies de la madre, que mira con cierto fastidio hacia el lente, la pequeña Gertrude, ¡inconfundible!, gordita, pelada como un chiquillo bravucón, denota ya autosuficiencia y hermetismo. En 1878 se asentarían en Oakland. Con apenas catorce años de edad, moriría su madre y, apenas dos años más tarde, el padre. Michael, el hermano mayor, tomó control de los negocios paternos y envió a sus hermanas, Gertrude y Bertha, al hogar de sus abuelos maternos, en Baltimore. Ya entonces, la fornida y sanota muchacha dio muestras de gran carácter, además de una inteligencia voraz que la llevaría en andas hasta el exigente Radcliffe Hall, donde estudió psicología bajo la tutela de William James (1842-1910), de quien, según se advierte en la sorprendente penetración psicológica de sus textos, aprendió mucho. Poco después ingresaría a la facultad de medicina de la Universidad Johns Hopkins, pues le interesaba estudiar las circunvoluciones del cerebro. Su estancia allí, hace suponer la propia Gertrude, estuvo llena de camaradería y bromas pesadas, sus condiscípulos veían en ella a un chico más. Nunca aprendió a ser discreta, no en el sentido en que, dice en Ser norteamericanos, debe serlo una chica americana. Era, dicho con sus propias palabras, una virgen cruda.
No escribió sobre su etapa de estudiante, pero sí de la miserable existencia de su criada de entonces, Leda (prácticamente inmortalizó a todas sus criadas en diversos relatos), protagonista de la primera historia de su libro Tres vidas (1909), el cual, según declaración de la propia Gertrude, escribió bajo la influencia de Trois contes, de Flaubert, que acababa de traducir al inglés. Llegó a asistir varios partos, especialmente de mujeres de color a las que nadie quería atender. Una de sus pacientes le inspira el personaje del segundo relato de este mismo libro: Melanchta Herbert. Con esta historia, a decir de Autobiografía…, iniciaría su revolucionaria técnica.
En el 27 de la Rue de Fleurus
Nunca concluyó sus estudios en medicina porque se le presentó la oportunidad de regresar al lugar donde más feliz se sentía, París, acompañada de su hermano Leo (1827-1947), el único de los Stein, junto con ella, con sensibilidad artística y que terminaría siendo un prestigiado crítico de arte. Diez años después de sentar su residencia en París, Gertrude conocería a Alice b. Toklas, californiana, cocinera consumada, descendiente de gitanos, tres años menor que ella. Fue su secretaria, escritora ella misma (escribió, como en su falsa autobiografía, acerca de su vida en común con Gertrude) y dicen que también amante, aunque en el libro que nos ocupa no se menciona una relación de esa naturaleza. Fue, ante todo, la mejor amiga de esta mujer que se caracterizó por tener un millón de amigos. Gertrude, Leo y Alice deciden unir talentos (Gertrude, la conversadora; Leo, experto en arte; Alice, la mejor cocinera del mundo) y convertir su casa del 27 en la Rue de Fleurus, muy cerca de los Jardines de Luxemburgo, en un lugar de reunión para artistas. Su residencia parisina llegó a ser un auténtico museo. Asimismo, financió a algunos jóvenes escritores, detalle que omite en su autobiografía encubierta. Tampoco se ahonda en aquel primer encuentro que debió ser decisivo para las dos mujeres y tuvo lugar en la casa de la escritora, hasta donde Leo llevó a Alice. Simplemente Alice no volvió a salir de ahí.
A pesar de codearse con la gente más crochable, Gertrude nunca dejó de ser la típica estadunidense que gusta de la ropa cómoda y holgada. No se explicaba el gusto de las mujeres por comprar vestidos. Consideraba, incluso, que los escritores no debieran casarse porque se gastaba demasiado dinero en vestir a las esposas. Hablaba un francés con mucho acento, pero prefería mil veces Europa a su propio continente. Fue una gran escritora, pero mejor lectora. Según cuenta, leía tanto que temía agotar de pronto todas las lecturas del mundo. Detestaba las máquinas de escribir. Escribía en libretas económicas y Alice se encargaba de transcribir los manuscritos en una imponente Smith Premier, y era la única persona a quien Gertrude le permitía participar de la corrección de sus textos, aunque Hemigway afirma haberle metido mano a Ser norteamericanos. Hace alusión al estilo “formidable”, pero prolijo y cargado de repeticiones, “que un escritor más concienzudo y menos gandul hubiera tirado a la papelera” y se refiere en particular al relato de Melanchta, extraordinario experimento de estilo que magnificaría con Ser norteamericanos. Leído en voz alta, el texto adquiere el ritmo y la velocidad de un rap. Gertrude se compenetra, sin duda, con la naturaleza de su protagonista, una negra “casi blanca” llamada Melanchta, cuyo temperamento autosuficiente y libre recuerda en mucho al de la blanca “casi negra” Gertrude Stein. Melanchta vive para los demás, como en cierto modo vivió la propia Gertrude. Es una amiga leal, que renuncia a sus propios intereses para cuidar de su madre y de amigas que nunca aprecian su sacrificio. Paradójicamente, al enamorarse de un joven médico que le corresponde, Melanchta actúa respecto a él con la misma ingratitud con que ha sido tratada por las mujeres de su entorno, que en el fondo envidian su belleza, su inteligencia –“vagaba al borde de la sabiduría”–
y su libertad.
Con Alice hasta el final
La estructura de Ser norteamericanos remite inevitablemente a la de la Biblia, aunque en la biblia steiniana se restringe a un Génesis interminable que intenta explicar cómo se conformó el país que desde entonces fue llamado “América”, quizá porque, desde siempre, sus ocupantes han permanecido ajenos al resto del continente (el título original es Making americans, “haciendo americanos”). Por momentos, el vocabulario pareciera restringirse a unas cuantas palabras clave para entender el proceso mediante el cual los emigrantes edifican su identidad híbrida, “americana”: naturaleza (algo en lo que los personajes creen devotamente), repetición (que se manifiesta en la repetición incesante de las historias que empiezan y concluyen una y otra vez), impaciencia, ajeno, individualidad, importancia. Tal y como señalaba Prokosch, la autora empieza a contar una misma historia, una y otra vez; la deja suspendida y, al retomarla, la termina abruptamente. Así, entonces, Gertrude inicia una y otra y otra vez las historias de diversas familias relacionadas entre sí, la relación entre familias de la clase acomodada y sus sirvientes, institutrices y modistas, y a través de la vinculación entre “superiores” e “inferiores” se van creando jerarquías entre personajes que llegaron a esa tierra en idénticas condiciones.
Gertrude elaboró Autobiografía de Alice b. Toklas prácticamente desde su lecho de muerte, aunque, a decir de Alice, ni siquiera entonces dejó de reír pese a la agonía que debió significar un cáncer estomacal. Junto con Alice recorrió frenéticamente Europa en busca de un refugio durante la primera guerra mundial, para retornar al punto de partida: el 27 de la Rue de Fleurus, donde habría de morir, a los setenta y dos años de edad, el 27 de julio de 1946. Alice sobrevivió veintiún años a su entrañable compañera.