Los poderes políticos y económicos han concluido que la autodeterminación de los pueblos originarios no conviene a sus intereses. Simplemente no quieren saber de ella, son sordos a los reclamos y las experiencias de autonomía real. Se trata de una tendencia generalizada en el mundo —capitalista, para más señas—, no importa cuán progresistas y de izquierda se presenten los gobiernos al público en varias naciones latinoamericanas. Ante los pueblos originarios, la mano izquierda se les agota. Ha sido una realidad dramática en Brasil, Ecuador, Bolivia y Argentina, y lo está siendo en México y Venezuela (¿lo hará en Perú?). Claro, suele manifestarse de peor manera en los países gobernados por ultraderechas que no necesitan de eufemismos, como Chile, Colombia, Brasil, Guatemala, Honduras. En esa ruta camina Ecuador.
En el fondo, este panorama no obedece a etiquetas partidarias o ideológicas de los gobiernos. Es una realidad concatenada. Las únicas excepciones se dan en contextos de resistencia fuera del Estado en cualquiera de estas naciones, y con frecuencia a un costo doloroso. En todas partes, los pueblos originarios persisten a contracorriente, por ello luchan y tratan de sacar ventaja de sus derrotas. Pues derrotas son la migración, la pobreza, la violencia, la imposición partidaria, las divisiones religiosas, la destrucción de bosques y ríos y manantiales y selvas y desiertos.
Los poderes que pugnan por sacar provecho de los territorios y los recursos naturales propiedad de las comunidades no se preocupan por lo que los pueblos quieren; sólo cuentan con convencerlos para que acepten lo que “les conviene”. Si acaso los consultan para saber si aceptan los planes e inversiones que se busca establecer o acrecentar en los territorios de los pueblos. Muchas veces ni siquiera les preguntan.
Los territorios indígenas en México están atravesados por multitud de amenazas y daños que se resumen en una palabra: despojo. En este número de Ojarasca se documentan las experiencias de los rarámuri de Mogótavo y los pueblos de la región poblana de los Volcanes desecada por el extractivismo industrial (el socavón “inexplicable” en Zacatepec, Puebla, difundido por los medios, es un saldo directo de la explotación de acuíferos hoy liderada por la transnacional Bonafont). También leemos aquí sobre la defensa de las semillas mayas en Bacalar, la oposición a las granjas porcícolas en Homún y a la minería en los Valles Centrales de Oaxaca. Otro frente de esta resistencia se da en el terreno educativo. La andanada represiva permanente contra las normales rurales lo demuestra. Dichas escuelas son un recurso insustituible de los pueblos para la superación de sus jóvenes. Que el gobierno proponga otras modalidades de estudios superiores para las comunidades no implica la desaparición de las normales.
Resulta especialmente penoso el sufrimiento que infringe la violencia criminal en las comunidades. Contra Aldama (Magdalena) en Chiapas, por increíble que parezca, se mantiene un paramilitarismo atroz y disparando desde hace dos años, con sede en Santa Martha, Chenalhó, con la complicidad del gobierno estatal “de izquierda” y la indolencia federal. Una decena de comunidades tsotsiles cuya única “culpa” es existir allí son baleadas y bombardeadas todos los días desde parapetos paramilitares y desde las bases de operaciones de la policía. Días hay en que suman más de 40 los ataques contra las comunidades de Aldama. No cesan cuando pasa la Guardia Nacional. No cesaron el día de las elecciones.
La lista de agravios, agresiones y abusos se puede extender. Que si la soya transgénica de los menonitas está acabando con la apicultura y la milpa de los pueblos mayas de Campeche. Que si en el valle del Yaqui desaparece el líder y defensor del territorio Tomás Rojo Valencia. Que si se asesina continuamente a defensores y defensoras del medio ambiente y el territorio.
La resistencia adopta distintos rostros e intensidades, sean la firme autonomía zapatista, el impedimento para instalar urnas en una veintena de pueblos purépechas ante la inoperancia y corrupción de los partidos políticos, o la defensa armada comunitaria en la Montaña de Guerrero. Son también los normalistas que desafían a la policía y a las autoridades en demanda de sus de por sí limitados recursos y derechos. Para ellos hay desdén o criminalización. Muchos otros sufren la violencia criminal cuando tratan de defender sus derechos territoriales y culturales. Lo fundamental no es que los pueblos indígenas sean “pobres”, sino que son diferentes en su idioma, su relación con la naturaleza, sus formas de gobierno interno, su persistente dimensión comunitaria. Bajo un barniz retro indigenista, la expansión capitalista y centralista avanza en una nación que debía ser efectivamente pluricultural y diversa, donde la diferencia y la autodeterminación no se pagaran con el despojo, el miedo o la vida.
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