Ciudad de México. Hace 50 años, un día como hoy, en Jueves de Corpus, Margarita Castillo se paralizó en medio de la refriega en la calzada México-Tacuba. Cuando vio las agresiones no pudo correr, ni trató de ocultarse o de ponerse a salvo. Su cuerpo no respondió.
Ese entumecimiento le permitió darse cuenta de lo que muchos no atinaban a entender. A sus ojos, todo transcurrió más lento. Vio que las mantas volaban y cómo miles de jóvenes huían de otros jóvenes, iguales a ellos, pero que usaban largas varas para golpearlos hasta masacrarlos.
“Estaba parada y veía lo que se cruzaba delante de mí. Vi cómo la gente volteaba, gritaba, lloraba, corría. ¡Y yo… parada!”, evoca Margarita, sobreviviente al halconazo, en entrevista con La Jornada a cinco décadas de los hechos. Su memoria recrea el caos en que se convirtió la movilización.
Entonces, estudiaba en la Escuela de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y era una férrea activista universitaria.
Dos días antes del halconazo, en medio del debate estudiantil sobre las exigencias que se lanzarían en la marcha y pintaban mantas, la imagen de Margarita Castillo –entonces de 20 años de edad— fue capturada por la lente de Roberto Jaime Sánchez, uno de los fotógrafos que colaboró en el documental El Grito sobre el movimiento estudiantil de 1968. En la imagen, ella aparecía de rodillas, elaborando una de las consignas que se alzarían ese jueves. “Con foto o sin foto, siempre iba a estar de rodillas haciendo mantas”, dice orgullosa.
Margarita pasó por las aulas de la Escuela Nacional Preparatoria 1, también de la UNAM, aquella cuya puerta fue destrozada por un bazucazo del ejército durante el movimiento de 1968. Tras la masacre en la Plaza de las Tres Culturas. En sus recuerdos asegura que todo entró a una especie de Medioevo o a una guerra fría donde nadie se atrevía a alzar la voz.
“Pero uno siente cuando está por estallar algo, cuando se sabe qué es la última gota que soporta el vaso. Tuve la fortuna que sucediera y tuve oportunidad de empezar a vivir. Una cosa es mi nacimiento biológico y otro mi nacimiento personal. El primero no depende de nosotros, pero el otro es en el que uno mismo se gesta, y puede ocurrir en cinco minutos o tardarse cinco años. Cuando estaba en Prepa1 vivía en una especie de nebulosa, pero llegando a la Escuela de Economía, en 1968, se empezó a condensar y se dio mi nacimiento personal”.
Se sumó entonces a los comités de lucha estudiantil. Se formó políticamente al entender la injusticia y el autoritarismo que existían en el país.
El 10 de junio de 1971, ella y sus compañeros estaban felices, volverían a salir a las calles después de casi tres años del ostracismo derivado de la represión del 2 de octubre de 1968.
El contingente de la Escuela de Economía era de los que encabezarían la movilización. Margarita aguardaba expectante y ansiosa. Como no empezaba, comenzaron a silbar, a desesperarse, a preguntarse unos a otros qué la retrasaba.
“En aquella época no había celulares y la comunicación en una situación así era voz a voz, como en cadena: ‘¿Qué pasó?… ¿Qué pasó?… ¿Qué pasó?… ¿Qué pasó?...’ Y nos respondían: ‘No sé’, ‘no nos dejan pasar’, ‘hay granaderos en aquel cruce’, ‘que no se pidió permiso’. De repente avanzamos y la gente se llenó de alegría y gritamos: ‘No que no, sí que sí, ya volvimos a salir”. Y ahí vamos brinca y brinca, cante y cante”.
Nadie sospechaba entonces lo que vendría pasos más adelante.
“Soy de reflejos físicos lerdos, soy torpe y ese día me di cuenta hasta qué grado. Si alguien se enfrenta ante una agresión, lo primero que hace es correr, pero esta señora, siendo torpe, se quedó parada. Y así vi cómo empezaron a caer las mantas y el sonido se volvió nebuloso, fue extraño, era como romper el tiempo, como estar a una velocidad diferente, todo en cámara lenta.
“Parada ahí veía lo que cruzaba frente a mí, como la gente gritaba, corría, lloraba. Desde hace mucho vivo horas extra. De repente, pasó ante mí, corriendo, un ex novio, y lo vi como en película. Él volteó a verme, sorprendido de que no me movía. Con su cara me dijo: ‘¿Qué pasó?’. Sólo atiné a saludarlo con un gesto. Estábamos como a 15 metros de distancia. Me escaneó con la mirada como buscando una posible herida, no se explicaba por qué estaba parada.
“Jaime, ese caballero maravilloso, estaba por irse y gracias a su humanidad dudó, y con todo el dolor de su corazón, porque seguro él preveía cosas que yo no, regresó por mí, me tomó de la mano y me jaló”.
Margarita dice que empezó a tropezar con todo y gracias a Jaime logró mantenerse en pie. A trompicones llegaron hasta el Metro Normal, entraron pensando en escapar.
“Vi entonces a un policía, arrinconado en una pared, con cara de susto. Con esa imagen nos dimos cuenta que el Metro no era la opción. Jaime volvió a jalarme, salimos y me llevó hasta una esquina, entramos a un callejón y comenzó a tocar con mucha desesperación en las cortinas de los comercios. Cuando atendían sólo pedía: ‘dejen entrar a la chavita’. En uno y otro local no había chance, hasta que una puerta se abrió, me empujó, pero a él también lo jalaron y cerraron”.
Se trataba de una pequeña imprenta, que seguía trabajando para no despertar sospechas, pues resguardaba a varios jóvenes que huyeron del ataque.
“Trabajaban en unas invitaciones para unos 15 años. Nos ocultaron debajo de las máquinas. Esos son los héroes de la película. Jaime, que me sacó, es un héroe particular, pero los trabajadores de la imprenta no le puedo decir cómo nos ayudaron. La gente que abrió las puertas de sus comercios son quienes decidieron ser guardianes de la vida”.
Los estudiantes seguían huyendo. Afuera se podían escuchar sus gritos y desesperación. Tocaban en cada puerta que veían en un intento de resguardarse de la masacre.
“Estaba pasmada de oír lo que pasaba afuera. Pero dentro había una tensión silenciosa interesante, porque los empleados de la imprenta seguían privilegiando el trabajo, como si no estuviéramos ahí. La única forma de distraerme fue ver trabajar a un hombre y centrar mi atención en la máquina. Escuchar lo mecánico, era un sonido como el de un tren de pasajeros: ‘tcha-chata, tcha-chata, tcha-chata’. Era una música hipnótica. Soy una mujer transparente, no puedo ocultar lo que siento. El hombre me veía y con su rostro subía y bajaba sus cejas, como diciéndome: ‘no pasará nada’. Esa gente fue muy bondadosa. Nos salvaron”.
Tras varias horas de miedo y tensión, los trabajadores de la imprenta revisaban el perímetro y al percatarse que no había presencia de policía ni ejército, acompañaban a los jóvenes, de dos en dos, hasta un punto seguro.
“Yo salí con Jaime y empezamos a caminar y entonces nos llevamos uno de los golpes más duros. Pasamos frente a varias vecindades y vimos a unos niños, que estaban afuera, en medio del caos. Cuando nos vieron pasar, supongo que con cara de susto, uno de ellos, de unos 12 años, nos dijo: ‘pinches putos, ai’stá, no que hasta la victoria siempre. No que victoria o muerte. Pinches ridículos’.
“Fue durísimo. Muchas cosas que uno hace es para tratar, entrecomilladamente, de defender y concienciar y ayudar a toda la clase media y baja. Para que mejoren las condiciones de todos. Y ese niño nos hizo ver que quizás, a mucha gente, no le importa. Me quedó muy claro que quien gana la batalla en este tipo de luchas políticas no necesariamente son los mejores. Por eso, cuando uno lucha, lo tiene que hacer convencido y alegre, porque al luchar uno ya conquistó lo que quería. Nadie va a dar las gracias, para eso hace falta mucho trabajo y conciencia”.
Jaime no sólo la ayudó a escapar. La situación no permitía que se separaran y acompañó a Margarita hasta su casa.
“Tuve la fortuna de llegar antes que mi papá. En casa aguardaban muchos de mis amigos y al verme llegar pusieron una cara de alivio, como diciendo: ‘no la mataron’. Sus expresiones me revelaban lo que pudo pasarnos. Un amigo me abrazaba con fuerza, con desesperación. Él había perdido gente el 2 de octubre. Era un abrazo que yo recibía, pero era para aquellos que ya no podíamos abrazar. En ese momento caí en la cuenta de lo que sucedió aquella tarde”.
Cincuenta años después, Margarita porfía: “No puede haber olvido”. Desde su visión todas las masacres del pasado representaron sacrificios de muchas personas que buscaban un país mejor. Y de alguna manera, se ha conseguido. “Actualmente estamos en una condición diferente en términos políticos, y en parte se lo debemos al trabajo de todos los que colaboraron en algo para que este mundo de hoy fuera posible”. Aunque no canta victoria y estima que aún falta mucho para tener mayores condiciones de equidad.