Michael Peter Balzary era un niño rubio australiano que emigró a Nueva York (Estados Unidos) junto con su hermana y sus padres, que al poco tiempo se separaron.
Su papá regresó a su país de origen y su mamá se juntó con un músico de jazz, alcohólico y drogadicto, que los llevó a vivir a la casa de los papás de éste, pero que como pudo los amó.
Mike y su hermana dormían al lado de los abuelos postizos. Su mamá y su novio, en el sótano, sitio en el que jugaba con su hermana y que fue el lugar donde, según el pequeño, se dio “la alquimia. El portal al que deseaba ir”, mas no al de los espisodios de violencia doméstica provocados por las borracheras de su padrastro, a quien, pese a ello, “amó por su rebeldía y libertad”.
Walter Urban Jr, como se llamaba la pareja de su mamá, “el loco Walter”, hacía una música compleja y sofisticada, pero también primitiva, que al pequeño Mike “descolocaba”.
En ese sótano, relata Mike, “Walter envolvía su bajo como serpiente, se hundía en esas líneas de bajo bebop. Ron Carter, Charlie Haden o John Patitucci son superiores en construcción respecto de lo que hacía Walter, pero jamás he visto ejecutar en mi vida una línea tan rápida y pesada como las que tocaba él; ni siquiera a las bandas de punk más salvajes”.
Mike, quien desde temprana edad se aceptó como un outsider amante de la literatura, de la música y de la mariguana, a los 11 años se bautizó con el porro, pero en pocos años más, le entró a todo.
Enamorado de las cosas hermosas
Vivía acomplejado por su estatura, por su complexión y por su introspección... por su rareza, pero, asegura, “se enamoró de las cosas verdaderamente hermosas”, y “al sentirse desconectado, salió corriendo a las calles en busca de alivio. En el proceso hizo cosas para atenuar la luz de su propio corazón. La fría oscuridad del miedo creció en su interior. Pero en ese lugar aterrador, la música, la voz de Dios, le habló para decirle que debía compartirla”.
Mike, quien se convertiría en uno de los mejores bajistas del mundo, se trasladó a Los Ángeles siendo un puberto. Walter había decidido probar suerte como huesero (músico acompañante) en California.
En nivel High School (prepa), amante de la música, la mota y el jazz, tocaba la trompeta en la agrupación escolar, pero su destino estaba en otra parte. En una ocasión, fumando (mariguana) con su amigo Hillel, chico de origen israelí y guitarrista de una banda de adolescentes, éste le propuso formar parte de su grupo. Le pidió que, a como diera lugar, aprendiera a tocar el bajo.
En ese momento y tras la invitación, el joven Michael “se sintió verdaderamente amado”. Corrió a comprarse un bajo Fender y a ensayar con el grupo de Hillel, a quien años más tarde un accidente le arrebató la vida.
El suceso marcó a Mike, quien poco más tarde se autobautizaría como Flea, músico y actor conocido por ser bajista y cofundador de la legendaria Red Hot Chilli Peppers, también, cocreador del Conservatorio de Música de Silverlake, en California. Y, aún más, loco y amigo sideral de otro igual que él, Anthony Kiedis, letrista y cantante de la mencionada agrupación.
Amigos, discos y conciertos
De hecho, a Kiedis le dedica gran parte de su narración en Acid For The Children, libro autobiográfico de 389 páginas, en el que Flea comparte parte de su vida, con especial énfasis en su niñez y adolescencia. Habla de los amigos, los libros, los discos y los conciertos que lo marcaron. Y, claro, de su mundo en las drogas.
Cuenta que cuando tenía unos 18 años “seguía sin probar la heroína. Había estado inyectándome cocaína y metanfetaminas como una animal desenfrenado, pero la heroína me daba miedo. Los apóstoles de la droga habían quedado vilificados en mi cabeza gracias a los libros y las películas, donde nunca he visto que se inyecten coca, pero la heroína me aterraba”.
Hasta que una vez con Anthony, en casa de un chico mayor que ellos, la probó por primera vez y “una calidez por su sistema... la sensación de bienestar en las indeseables procupaciones de la vida, como la ansiedad. Todas esas inseguridades sobre ser bajito (de estatura), tenerle miedo a las mujeres, todo se disolvió... me creí un artista verdadero. Qué idiota”.
Aventuras
Diáfanas aventuras corren en el papel de Acid For The Children, como la relación con su amigo Kiedis, una que no puede entender, porque desde que lo conoció supo que había encontrado “a alguien dispuesto a hacer lo que sea, y nunca había tenido un amigo así... Mi relación con Anthony es... si llegara a entederla, toda la energía cósmica se le escaparía”, porque había hallado al “cómplice perfecto, alguien a quien las convenciones le importaban un carajo”.
Flea, el chaparrito y poderoso bajista de los Red Hot debuta como escritor. Muestra una prosa impredecible e ingeniosa. Acid For The Children (editado por Planeta) es el lado vulnerable de Flea, quien cuenta sus anécdotas tan tiernamente como quien declara de forma abierta su amor por la música.
Las memorias de su infancia y juventud no son sólo un relato de hechos, sino, además, un “análisis sobre las adversidades en su vida, como el consumo excesivo de drogas y la falta de arraigo familiar que lo llevaron a buscar amor en la cara de las personas que veía en la calle”.
Flea hace “un ejercicio de catarsis”, y presenta algunos versos que asoman una poética del caos. El libro trae regalo: un poema que Patti Smith le dedica a manera de entrada. Lo bautizó Inocencia.
“Toda mi vida he luchado contra esa parte de oscuridad que hay en mí; y, entonces, de milagro me rescatan. No dejo de saltar sobre montañas de mierda; mi paciente ángel guardián no deja de levantarme, limpiarme y ponerme en el lugar en el que puedo dejar que el infinito ritmo del amor estalle en mí...”
La publicación se ha convertido en bestseller y fue nominada al premio Grammy 2021 como mejor álbum de spoken word.