En los 60 días durante los cuales las distintas formaciones políticas intentarán persuadir a los ciudadanos de votar por sus candidatos, se difundirán 19.5 millones de espots en radio y televisión: 314 mil 516 promocionales diarios, a un ritmo de 13 mil 104 cada hora.
Estas cifras aturden por sí mismas, pero se les deben añadir la publicidad en la vía pública, la que se colocará en todo tipo de sitios web, y la que se efectúa vía telefónica (esta última, con la falta de consentimiento de los afectados y mediante métodos cuestionables de obtención de datos).
Se trata, pues, de un auténtico bombardeo de mensajes publicitarios para posicionar a los aspirantes a cargos de elección popular. La contaminación visual y auditiva que significa tal cantidad de anuncios presenta varias aristas problemáticas. Éstas van desde el derroche de recursos económicos que se destinan a su producción y difusión, pasando por el origen no siempre claro del financiamiento usado por los contendientes, hasta la gravísima suplantación del debate, el intercambio de argumentos y la búsqueda del interés general mediante la conciliación, que son el centro de una democracia auténtica, por un cruce de descalificaciones y afirmaciones casi siempre imposibles de verificar acerca de las virtudes de quien se promociona y los defectos de sus oponentes. Está claro que, a partir del contenido de los espots, resulta imposible discernir las propuestas, las trayectorias y las capacidades de los candidatos, así como ordenarlas de manera que permitan tomar decisiones conscientes al acudir a las urnas.
Esta degradación de la democracia es el reflejo de la colonización de la política por las lógicas de mercado: la deliberación y el encuentro de los ciudadanos en el espacio público son sustituidos por una cacofonía de mensajes inconexos, diseñados por especialistas en mercadotecnia para apelar a las emociones más básicas del electorado, al tiempo que ofuscan la razón y la capacidad de discernimiento de los que se presupone dotados a quienes participan en la vida de una República.
En suma, urge revisar un modelo de campaña electoral que no contribuye a la comunicación entre votados y votantes, supone una sangría constante para las arcas públicas, fomenta la entrada de recursos irregulares a la liza política y, para colmo, degrada la calidad general de la democracia.