Llevamos once meses de pandemia –el primer caso se encontró a finales del mes de febrero–, de los cuales tres fueron de confinamiento acentuado (la llamada “cuarentena”, con cierre de negocios no esenciales). Los meses posteriores han sido de aislamiento más leve, hasta el período iniciado el 19 de diciembre y que, cuando escribo esto, aún se mantiene el nuevo cierre de negocios no esenciales por el elevado índice de contagios derivado de la apertura previa y el comportamiento fuera de responsabilidad sanitaria de muchas personas. Este es un fenómeno social no exclusivo de México, sino repetido en todo el mundo occidental. ¿Qué puede explicar ese comportamiento irresponsable con la salud propia y la de otros en tantas personas de la población? Vamos a plantear algunas de las posibles razones de esa actitud tan difundida y generalizada.
En primer lugar, el hecho de que las medidas de confinamiento, aunque sea por buenas razones de prevención sanitaria, producen limitaciones a nuestra libertad de circulación y de interacción social, lo cual nos afecta sustantivamente, ya que los humanos somos seres gregarios, animales sociales, por lo cual nuestra vida de trabajo, de estudio, de familia, amorosa y amistosa se da en interacción con otros, incluso muchas de nuestras diversiones igualmente lo requieren. De ahí que el confinamiento produzca malestar y sufrimiento con manifestaciones de ansiedad, depresión, irritabilidad y agresividad, y una desesperación por salir y recuperar la libertad y normalidad perdidas, situación que a veces deriva en comportamientos irresponsables, desafiantes o transgresores de las medidas de protección recomendadas.
Pero hay otras razones complementarias que se han comentado poco y que tienen que ver con la cultura de época actual, neoliberal y postmoderna, y el cambio ideológico que ha introducido en la población a través de los medios de comunicación masiva, incluidas las redes sociales.
Los cambios en las sociedades agrarias, tanto las antiguas como de la Edad Media europea, eran lentos y no planificados, producto de la interacción entre individuos y su sociedad, y entre las diversas sociedades existentes, con guerras de conquista que generaban estructuras sociales cada vez más poderosas y con zonas de dominio más amplias que tuvieron su expresión más acabada en el imperio romano en la Antigüedad y en las monarquías absolutas en la Edad Media europea, proceso que se agotó y originó la Revolución Francesa, misma que dio paso a los sistemas políticos republicanos y democráticos alimentada en el nivel cultural por las ideas libertarias de los filósofos de la Ilustración y que, como remate en el mismo siglo xviii, coincidió con la aparición de las nuevas tecnologías derivadas de la invención de las máquinas que se generaron en la Revolución Industrial y, con ello, un nuevo modo de producción. En esas inéditas condiciones, el comercio y las industrias nacientes necesitaban nuevos instrumentos jurídicos, como los contratos de todo tipo para los cuales se requería la creación de conceptos explosivos, como el de individuo y el de libre albedrío, necesarios para hacer responsables a esos sujetos jurídicos de los contratos comerciales e industriales, así como para tomar su lugar como ciudadanos. Estos cambios político-tecnológicos se acompañaron de otros a nivel cultural, como los de privacidad, diferenciación de las parejas del conjunto familiar y unión por amor romántico en vez de la anterior alianza de linajes, así como la creciente afectivización de las relaciones familiares, otrora meramente funcionales.
Esa época moderna transitó de finales del siglo xviii a mediados del xx como una sociedad que Foucault denominó “disciplinaria”, con sistemas de adecuación de los humanos a las necesidades industriales apuntaladas a nivel macrosocial mediante las medidas propias de la biopolítica y el biocontrol. La ideología dominante planteaba un ilusorio camino de progreso permanente y dominaban los grandes relatos y las grandes utopías políticas y sociales en los sectores progresistas.
La disminución de ganancias del capital después de la segunda guerra mundial promovieron otro cambio en el modo de producción, con un predominio del sector financiero de corte neoliberal y la creación de nuevos negocios mediante la destrucción de los servicios estatales creados en la etapa previa del Estado Benefactor, con la consecuente privatización en campos como la salud (con las nefastas consecuencias de un sistema de salud destrozado que hoy padecemos por la pandemia), la educación, las pensiones, etcétera.
En esta nueva etapa, la actual, el neoliberalismo ha sido muy activo, no sólo en el cambio de servicios estatales a negocios privados y en el de la conversión de ciudadanos a consumidores, sino en la creación de nuevas formas de control social mediante el uso propositivo de los medios masivos de comunicación para promover una nueva ideología donde las utopías del pasado se sustituyen por un individualismo sin responsabilidad social acompañado del estímulo al narcisismo, al hedonismo y al consumismo, convirtiéndose este último en una de las grandes diversiones sociales contemporáneas: el paseo por los centros comerciales como los nuevos templos del consumo, donde la compra de múltiples objetos suele ser irracional y excesiva.
¿Qué de extraño tiene entonces que mucha gente no cumpla las medidas sanitarias recomendadas si su individualidad está por encima de las responsabilidades sociales que son cosa del pasado?
¿Por qué sorprenderse de que largas filas de coches y de personas estén esperando entrar a los nuevos centros de culto, los centros comerciales u otros lugares de compras baratas para los sectores no privilegiados?
El consumismo es algo programado para ajustarse a la oferta previamente diseñada. Voy a poner un ejemplo personal: yo estoy en la séptima década de edad, cuando era niño me tocaron, además de los juguetes tradicionales, algunos de los nuevos juguetes educativos que entonces eran los “mecanos”, metálicos y provenientes de Inglaterra, para construir una serie de propuestas
planteadas o lo que uno imaginara; estaban
organizados por niveles y, en un punto dado, se accedía a motorcitos que incrementaban las posibilidades constructivas, pero tenían un límite. Los juguetes constructivos de hoy –ya no se si llamarlos educativos–, no tienen límite, son series infinitas, para que la compra sea infinita.
Cuando Freud buscaba nuevos caminos para el tratamiento de los padecimientos “nerviosos” fue a estudiar hipnosis con algunos de los grandes maestros de la época. En alguno de sus escritos cuenta que una de las demostraciones fue durante una de las conferencias donde, en un momento dado, el maestro interrumpió la exposición para hacer entrar en trance hipnótico a uno de los asistentes, al cual se le dejó la orden de que pasados unos minutos del trance tomara su paraguas y lo abriera en el salón. La conferencia siguió normalmente y pasado un tiempo el individuo elegido se levantó y abrió su paraguas, quedando muy sorprendido de su acción involuntaria y tuvo necesidad de dar una serie de explicaciones a los demás asistentes sobre su injustificada acción. Si ahora preguntáramos a todos esos asistentes a los centros comerciales y a otros lugares, actuarían como el hombre del paraguas: buscarían explicar lo inexplicable porque ignoran que su conducta no depende de su elección personal sino de la inducción interesada de la propaganda masiva, a la cual responden, obedientemente, como el hombre del trance hipnótico. Esa es la nueva “libertad” de la época: la libertad de consumir y de divertirse mediante formas rentables al sistema, con lo cual se cierra el círculo de control social. Y también es parte de la explicación sobre el comportamiento sanitario irresponsable de buena parte de la población en el mundo occidental.