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Luis Barragán y Carlos Pellicer: amistad, poesía y arquitectura

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El número 1356 de 'La Jornada Semanal'
28 de febrero de 2021 13:05
La amistad entre el arquitecto Luis Barragán (1902-1988) y el poeta tabasqueño Carlos Pellicer (1897-1977), sin duda dos grandes figuras de la cultura nacional del siglo pasado, es motivo de esta investigación que pretende, entre otras cosas, arrojar luz sobre su trabajo, pero también sobre su carácter y personalidad, aspectos siempre valiosos que sin duda inciden en su obra.

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La relación amistosa entre el célebre arquitecto jalisciense Luis Barragán y el no menos afamado poeta tabasqueño Carlos Pellicer, dos enormes personalidades de la cultura en México del siglo xx, se ha mencionado en diversos libros y artículos. Sin embargo, no se conoce a detalle. En las líneas que siguen aportaré algunos datos ignorados provenientes casi todos de la correspondencia resguardada en el fantástico Archivo Carlos Pellicer. ¿Los investigadores tenemos derecho a revelar intimidades, dudas y        eventos olvidados que no sucedieron, pero podrían haber sucedido?

El último proyecto y obra que el ingeniero civil Luis Barragán (1902-1988) realizó en su primer ciclo de trabajo tapatío fue el Parque Revolución, durante los años de 1934 y 1935, que es un conjunto de transición entre su arquitectura pintoresquista, de altísima calidad, y otra más internacional. Enseguida Barragán emigró a Ciudad de México, aunque nunca se desvincularía por completo de su tierra natal. En 1935, asentado ya en la capital de la República, de inmediato continuó el desarrollo de su profesión como ingeniero, proyectista, constructor, empresario inmobiliario y planificador. Entonces haría arquitectura funcional hasta 1947, en que descubrió su lenguaje propio. También se integró rápido a la vida cultural: conocía a José Clemente Orozco desde los primeros años treinta, cuando coincidieron en Nueva York, y aquí lo volverá a ver regularmente; se reencontró con Chucho Reyes; firmó la protesta en 1938 por el boicot a las conferencias de André Breton, y empezó a tratar de cerca a personas diversas: Alfonso Pallares, Edmundo O’Gorman (a ambos los conoció en 1935), José Gaos (en 1937), etcétera, por mencionar sólo a cinco que dan cuenta de sus amplios intereses y espíritu ecuménico. Además, por aquel tiempo Barragán ya había estado un par de veces en París, en 1925 y 1931, así como visitado Nueva York. Trató a Anni y Josef Albers (quienes hicieron su primer viaje a México en 1935), y a Richard Neutra (desde 1937).

 

Primer encuentro: el hallazgo mutuo

Hacia mediados o finales de los años treinta, habría sido que inició su amistad con Carlos Pellicer. Desconozco exactamente cuándo, dónde y por qué estuvieron uno frente al otro por primera vez, pero el encuentro entre ambos debió implicar un deslumbramiento; al menos así le sucedió al poeta, a juzgar por lo que escribió a raíz de esa coincidencia. El momento en que dos amigos potenciales se descubren, pensaba Francesco Alberoni, casi siempre está marcado por la sinceridad de uno frente al otro, justo para mostrarse auténticos y poder iniciar una relación profunda y verdadera. Existen también las amistades que se construyen, pero éste al parecer no fue el caso del primer encuentro narrado aquí. El resplandor que implicó el hallazgo mutuo los marcó. Se sabía de los tres “Sonetos de otoño”, magníficos y hondos, que el tabasqueño le dedicó al tapatío. Pueden leerse en su poesía completa que el fce publicó, además de que Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska se han referido a ellos. En el mismo archivo de Pellicer se resguarda el que pareciera es el mecanuscrito definitivo de estos tres sonetos y lleva fecha del 11 de octubre de 1939, lo cual ayuda un tanto a definir el momento de su encuentro. He aquí el segundo soneto, que es el más citado:

 

Pausa de otoño, poderosa y lenta,

tu tiempo deslindó límpida zona.

Ya el corazón batallas abandona,

ya la voz de la sed cayó sedienta.

 

Seguirte a media voz, pausa opulenta,

ceñirte a media luz, grave corona;

hallarte a medio mar que me aprisiona,

salvarte al fin de la final tormenta.

 

Pausa de otoño, nube abandonada

a un cielo tan azul que la mirada

ciega de su mirar, la toma viva.

 

Que así cuando el otoño se inaugura

la raíz del amor, honda y activa,

perfecta mano es de su ternura.

 

Sin embargo, no se conocía la reacción del ingeniero y constructor. En primer lugar, tardó en responderle; él mismo lo confesó. La carta tiene fecha del 16 de noviembre de 1939, un mes y cinco días después de la fecha de los sonetos. He aquí lo que le escribió:

Mi querido y fino Carlos: Desde que recibí los versos que me hiciste el favor de dedicarme, he deseado ir personalmente a darte las gracias de viva voz y debido a que he pasado algunos días enfermo y otros enormemente ocupado, he dejado correr el tiempo sin cumplir con este deseo, y ahora bien, a reserva de buscarte pronto, te envío mi sincera gratitud y te indico que tus versos me causaron gran placer. Saluda de mi parte a tu mamá y recibe un apretado abrazo de tu amigo. Luis Barragán.

Mi conjetura, al leer hoy entre líneas esta respuesta y agradecimiento, es que su autor se sintió literalmente abrumado por la demostración de afecto: cuando el otoño empezaba (hacia el 11 de octubre de 1939, para ser exactos), conocerlo, hizo que la estación, “tu tiempo”, se detuviera. Eso es lo que les sucede a los amigos cuando la amistad florece: no existe el mundo ni el tiempo alrededor, pues éste se detiene y sólo poseen ojos para el otro, para encontrarse, platicar, sonreírse y volver a encontrarse. Elena Poniatoswka observó durante años a Barragán y lo describió casi psicológicamente. Él fue un hombre espigado de labios carnosos, de “velado erotismo” estudiado, ojos claros tras unos lentes redondos y gruesos, a quien le gustaba el silencio, aborrecía la vulgaridad, la agresividad, “la fealdad, la miseria” y, al parecer, le incomodaba la cercanía estrecha con personas, aunque las quisiera profundamente. Un monje “franciscano suave y tenebroso” que se enfundaba en sus trajes “inmaculados” cortados a la medida y cruzaba las piernas tomando una de sus rodillas con sus manos de dedos afilados (Elena Poniatowska, De la tierra al cielo…) Por lo tanto, es lógico que, a un tipo de carácter así, una manifestación rotunda y directa de afecto como la de Pellicer, lo debiera al menos sorprender. De ahí su contestación afectuosa, pero a la vez lindando con lo burocrático: “te envío mi sincera gratitud y te indico que tus versos me causaron gran placer”.

 

La continuidad del afecto

Muchos años después, no sé cuántos exactamente, puesto que la amistad continuó y se acrecentó, Carlos Pellicer y Carlos Monsiváis coincidieron invitados por Luis Barragán a su casa, ubicada en la calle de Francisco Ramírez número 14, en Tacubaya. Este último, evocando los tres sonetos, recordó a ambos “sustentados en un catolicismo de profunda estética” y, al tabasqueño, en ese momento, “siempre ditirámbico, siempre irónico” decirle a su anfitrión “con su voz (sobre)natural apuntando al jardín: ‘Luis, véndeme tu paisaje, lo necesito para un nacimiento’.” A lo que el tapatío le respondió: “Carlitos, los nacimientos son de madrugada y mi jardín es diurno.” Monsiváis, “al citar esas reminiscencias” no deseaba “presumir” una cercanía excesiva con ninguno de los dos, “sólo el gusto de oírlo” (Carlos Monsiváis, “Pausa de otoño, poderosa y lenta…”). Hoy, el hecho documenta el carácter afín de sus personalidades y algo tan frágil y permanente como la continuidad del afecto o, como se dice en el occidente de la República: “la ley que se tuvieron”.

En efecto, en 1940, 1945, 1948 y 1952, Barragán dejó rastros por escrito de su fidelidad y constancia en el cultivo de su amistad con Pellicer. Muchas cosas sucedieron y se olvidaron en la vida de ambos durante esos trece años, de octubre de 1939 a mayo de 1952, pero quedaron las atentas tarjetas del primero, escritas con su pluma fuente para felicitar al segundo por el fin de año, saludar a su mamá, a su familia o enviarle algún presente.

El 23 de mayo de 1952, Barragán le envió a Pellicer la siguiente carta, en mi opinión interesante, pues revela algo desconocido, aunque de otro tipo. Empezaba disculpándose por no haber escrito antes y le explicaba que sería imposible su intención de darle la “sorpresa” trasladándose a visitarlo hasta Villahermosa “como te prometí”, pero a sus muchas ocupaciones se agregaba en ese momento el estar en “vísperas de salir a un congreso a Estocolmo”, lo cual “ha triplicado mis ocupaciones de trabajo en el Pedregal”. Aquí cabe acotar que no sólo ese desarrollo inmobiliario lo debió tener absorto de responsabilidades, sino la edificación de las casas muestra en colaboración con Max Cetto (1950-1952) para el mismo fraccionamiento, así como el proyecto de la Capilla de las Capuchinas en Tlalpan, que se inició en 1952 y terminaría hasta 1955. Por tanto, le rogaba “disponer del giro adjunto a tu favor por 600 pesos y te suplico que vengas a México a platicar conmigo uno o dos días con respecto a la Catedral de Villahermosa”. Es evidente entonces que ambos estuvieron involucrados en un intento de reconstrucción de dicho templo, lo cual no se sabía hasta ahora.

 

“Una iglesia tropical en tu bella tierra”

Durante los distintos gobiernos de Tomás Carrillo Canabal, quien rigió y administró el estado de Tabasco de manera discontinua entre 1919 y 1934, esa iglesia, consagrada originalmente al Señor de Esquipulas, fue cerrada en 1928, saqueada, incendiada y sus restos convertidos en Escuela Racionalista en 1930, para ser por fin demolida en 1934, pero para 1945 ya se había iniciado su construcción como Catedral del Señor de Tabasco. Así, Pellicer, católico y comunista, comunista y católico –sabrán Dios y el Diablo en qué orden conciliaba sus creencias–, al mediar los cuarenta alternaba su vida entre Ciudad de México y Villahermosa, y estaba comprometido en lograr su edificación al lado del obispo local, José de Jesús del Valle y Navarro.

En abundamiento, Barragán continuaba en su carta: “He pensado en lo que significa el problema de una iglesia tropical en tu bella tierra, y creo que nuestro cambio de impresiones no será tiempo perdido, pues puedo dejar un dibujante para iniciar el proyecto, pagándolo por mi cuenta.” Terminaba comunicándole que estaría en Ciudad de México un mes más, pues debería viajar a Guadalajara antes de partir a Europa, así que le rogaba telegrafiarle “para esperarte”, le pedía por favor “presentar mis respetos y saludos a su Excelencia el señor [obispo] Del Valle”, y esperaba que “tu Museo Arqueológico siga completándose y embelleciéndose”. Ignoro si Pellicer viajó a Ciudad de México y si las gestiones continuaron. Existe constancia, por lo menos desde 1947, de que Pellicer se hallaba involucrado con Del Valle en la reconstrucción del Templo de la Santa Cruz y apoyaba las fiestas del Señor de Tabasco para reedificar la Catedral y, por la carta anterior ahora también que en 1952 continuaba haciéndolo, comprometido esta vez con Barragán. No obstante, lo obvio es que en algún momento aquel proyecto se frustró. ¿En qué grado de avance se abandonó? Lo desconozco una vez más, pero tal vez en el Archivo Luis Barragán en Suiza pudiera existir una respuesta. Sin embargo, es un hecho que quien perdió fue Villahermosa y nuestro patrimonio, pues es decepcionante recordar y ver lo que con tanto esfuerzo los tabasqueños terminaron de construir hasta 1970, a la vez que se aquilata la evidencia de que aquella ciudad podría haber gozado al poseer un ejemplo maravilloso de arquitectura de Luis Barragán, conceptualizada al compás de las ideas de aquellos dos personajes, definiendo “una iglesia tropical en tu bella tierra”, con un lenguaje espacial y simbólico del arquitecto tapatío ya maduro. Por lo demás, la afirmación del ingeniero y constructor al poeta tabasqueño en relación con que podría dejar pagado al dibujante para iniciar el proyecto es de destacarse, pues si he mencionado líneas atrás la Capilla de las Capuchinas en Tlalpan es porque en ese proyecto y obra, justamente Barragán, como el católico y esteta consecuente que fue, no cobró un centavo durante los cuatro años que duró la obra y como resultado legó un espacio literalmente portentoso. Eso salta a la vista, se sea creyente o no.

El tapatío cerró este episodio durante su viaje anunciado (al que Louise Noelle hace constar lo acompañó Justino Fernández), con una exaltada tarjeta postal en que se adivina feliz al enviársela al tabasqueño al Hotel Palacio en Villahermosa. Era el 14 de septiembre del mismo 1952. En el envés se ve una instantánea de Peñíscola, España, en una “Vista parcial (parte Norte)” y, por el revés, siempre con su pluma fuente, anotó con una grafía veloz: “Mi querido Carlos: Aquí me tienes visitando este maravilloso rincón de tu cósmica patria. Tus versos valen esto y mucho más. Un abrazo de Luis Barragán.” Es evidente que por esa época el arquitecto vivía durante su viaje una temporada más relajada.

 

La luz del alma en los ojos

Pasaron los años, cerca de veintiocho, saben Dios y el Diablo, otra vez, cuántas cosas más ambos habrán vivido y soñado juntos o por separado, y el martes 3 de junio de 1980, el arquitecto Barragán, al recibir el Premio Pritzker, lo agradeció con un discurso. Se disculpó humildemente por no conocer suficientemente el idioma inglés. Por tanto, rogó a Edmundo O’Gorman que lo leyera en su nombre, pues además se sabe que este último lo ayudó a redactarlo. Pellicer había fallecido tres años antes. Entre las contadas personas que mencionó y las varias ideas que le eran entrañables, explicó qué era en su opinión “el arte de ver”. Siempre antiteórico, dijo que el arquitecto debiera “sobreponerse al análisis puramente racional”. En ese contexto, destacó y rindió homenaje a Chucho Reyes, para en seguida evocar así al destinatario de las cartas que se han glosado y explicado aquí: “A este propósito no está fuera de lugar traer a la memoria unos versos de otro gran y querido amigo, el poeta mexicano Carlos Pellicer: por la vista el bien y el mal nos llegan. Ojos que nada ven, almas que nada esperan.” Se trata del epígrafe escrito por el tabasqueño para sus libros Recinto y Otras imágenes publicados y reunidos el año de 1941, justo en donde aparecieron por primera vez los tres sonetos que le dedicó el poeta tabasqueño al arquitecto tapatío, y que en realidad dice: “¡Los ojos! Por los ojos el Bien y el Mal nos llegan./ La luz del alma en ellos nos da luces que ciegan./ Ojos que nada ven, almas que nada entregan.”

¿Los investigadores tenemos derecho a revelar intimidades, dudas y eventos olvidados que no sucedieron, pero podrían haber sucedido? Me parece que los archivos no son inocentes y se guardan por y para algo. “Todo lo escondido existe para ser encontrado”, reza una sabia conseja. Me parece que la historia como ejercicio de comprensión, que no de censura o juicio, avanza en tanto se ofrezcan reconstrucciones más completas, documentadas y sin esconder datos. Duele ver la Catedral de Tabasco y pensar en la que pudo haber sido. El límite que justifica la entrada a la vida privada de personas que ya no están aquí lo debiera marcar la luz que se arroje sobre la obra de cada uno de los involucrados y, en este caso, ambos, el ingeniero, constructor y arquitecto tapatío, así como el poeta y maestro tabasqueño, creo que salen ganando con creces como seres humanos y creadores gracias a este escrutinio y explicación. 

 
 

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