Hace cien años, en los primeros días de febrero 1921, hubo dos estrenos cinematográficos que se cuentan entre las glorias más inmarchitables de la historia del cine mudo. O del cine, a secas. El día 6 fue el estreno de The Kid, el primer largometraje (seis rollos) de Charlie Chaplin, que en nuestro ámbito cultural se conoce como El chico, en España, El muchacho, El chicuelo e incluso El pibe, adivinen dónde. Tres días después se estrenaría en Berlín Hamlet, protagonizado por la grandiosa Asta Nielsen, la actriz danesa considerada “la [Eleonora] Duse del cine”.
Hamlet, en la censura desde noviembre del año anterior, recién fue autorizada tres meses más tarde, y como no apta para menores. El problema no era que al príncipe de Dinamarca lo actuase una mujer: la gran Sarah Bernhardt ya lo había hecho antes en el teatro, en París. El problema es que, en la versión de la Nielsen, Hamlet es una princesa, es mujer, educada entre varones y como varón, y está enamorada de Horacio, quien a su vez lo está de Ofelia, y ésta de Hamlet. Para la historia del cine quedará inmortal la escena en que la Nielsen se precipita hacia el ataúd donde yace el cadáver de su padre y abraza aquella madera inerte como si fuese carne viva.
No es casualidad que Die Lustige Blätter, un semanario alemán satírico polícroma y profusamente ilustrado, y lectura obligada en el mundo de la farándula, publicase un año después, el 11 de febrero de 1922, una caricatura que incluía a ambas glorias del cine mudo, Asta Nielsen y Charlie Chaplin, como Adán y Eva: desnudos los dos, aunque con las vergüenzas tapadas por una serpiente que en verdad es un rollo de película desliado desde el árbol que se encuentra entre ambas figuras.
Pero Asta Nielsen, por lo desconocida que es de nuestro público, merece por sí sola un artículo que les queda prometido, de manera que hoy nos concentraremos en El chico.
Homenaje a un hijo
Para empezar, El chico tiene mucho de autobiográfico, no sólo por todo lo que rememora de la infancia dickensiana de Chaplin –infeliz y dura– en Londres, sino también porque es un hermoso homenaje a su primer hijo, prematuro, muerto a los pocos días de nacer. En el trato del Vagabundo con el niño huérfano abandonado por su madre, tras el actor interpretando su papel se siente, se respira, la ternura potencial todavía no traducida en actos de un padre asimismo huérfano.
El guion incluye no pocas referencias a cuentos de hadas y leyendas griegas, aunque sea de un modo involuntario, pero no pueden dejar de nombrarse entre los de hadas el de Cenicienta, esta vez niño y no niña, que encuentra al fin no a su príncipe sino a su madre, y entre las leyendas la de Pigmalión, la criatura a quien el Vagabundo esculpe mentalmente a su imagen y semejanza.
Hay momentos en que la mímica del chico y la del Vagabundo resultan simétricas, lo que habla al mismo tiempo del talento histriónico de Jackie Coogan y el pedagógico de Chaplin.
En la impagable minienciclopedia alemana Filmklassiker (Clásicos del cine), en cuatro tomos, el guionista y teórico del séptimo arte Dietrich Leder resume así su reseña de El chico:
En el fondo, el personaje del Vagabundo es noble, servicial y bueno, como en todas las películas de Chaplin. Su agresividad, su brutalidad, sus pillerías son forzadas por las condiciones sociales. Sin ellas no podría sobrevivir en la jungla de la ciudad y en los barrios bajos. El filme demuestra en varias ocasiones cómo estos comportamientos se interiorizan a través de la experiencia, y gracias a ella se logran magníficas escenas cómicas. Al principio, cuando el vagabundo deambula por las calles del suburbio, le cae dos veces basura en la cabeza desde las ventanas de los pisos. Por eso mismo, cuando encuentra al bebé, su primera mirada es a las ventanas que hay encima. Hasta ese momento, todo lo que caía delante de sus pies venía de arriba, así que lo mismo debía ser con el bebé.
Hablé antes de la infancia dickensiana de Chaplin y es curioso leer lo que opinó el crítico Geoff Brown en la revista Time Out al estrenarse El chico en Londres: “Como siempre, el opulento sentimentalismo victoriano de Chaplin se vuelve aceptable tanto por la asombrosa gracia de sus habilidades pantomímicas como por la equilibrada presencia de la cruda realidad.” Una opinión donde basta cambiar “sus habilidades pantomímicas” por “su calidad literaria” para tener una bastante buena definición de la obra de Dickens.
Antes de escribir estas líneas he vuelto a ver El chico, y el asombro agradecido que produce la vivencia de sus imágenes me agarró con guante de terciopelo el quinto espacio intercostal, e interioricé las palabras con que arranca: “Una película con una sonrisa y, quizás, una lágrima.” Lloré donde hay que llorar (ese primer plano del chico con los brazos tendidos, hacia el público, gritando desesperado “¡Papá!”), pero el resto del metraje lo pasé sonriendo y, donde hay que reír lo hice a carcajadas. Ninguna otra puede ser la cadena de reacciones ante el milagro de una obra maestra como es El chico, esos 53 minutos con 29 segundos que llamaríamos “divinos, si encubriesen más lo humano”.
El chico. Enlace con la versión prodigiosamente restaurada (2015) por la Cinemateca de Bolonia, Italia: https://www.youtube.com/watch?v=LQE0c1Zugx8