Moscú. Ni las numerosas detenciones previas ni el desmesurado despliegue policial impidieron que este domingo decenas de miles de personas salieran a la calle a protestar en al menos 85 ciudades de Rusia, sin temor a exponerse a la brutal represión que suele ser habitual en cualquier manifestación no autorizada y que en esta ocasión se saldó con un nuevo récord de detenidos, al menos 5 mil 135, en una primera estimación con datos que llegan de todo el país.
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Tan sólo en Moscú la organización no gubernamental OVD-info reportó mil 653 detenidos a las 23:45, hora local, de ellos 82 periodistas que cubrían las marchas de inconformes con la política del Kremlin, la mayoría estudiantes universitarios, conscientes de que podían sufrir detenciones al azar, golpizas, multas elevadas e incluso condenas a varios años de prisión.
Las protestas, por segunda semana consecutiva, dejaron de ser un fenómeno exclusivo de la capital de Rusia y las muestras de rechazo al presidente Vladimir Putin comienzan a cobrar fuerza en el interior del país, en unos lugares más que en otros.
Para el Kremlin las manifestaciones que piden la libertad del líder opositor Aleksei Navalny –quien se encuentra en prisión preventiva desde el mismo día de su regreso de Berlín, el 17 de enero, y en espera de un juicio, el martes siguiente, que puede condenarlo a años de cárcel–, son impulsadas desde el exterior, en particular por Estados Unidos al que atribuye una “grosera injerencia” en sus asuntos internos, al tiempo que justifica el uso desproporcionado de la fuerza por ser protestas ilegales, al no contar con el permiso de las autoridades debido a la “situación epidemiológica”, razón por la cual hace días condenaron a arresto domiciliario a los principales colaboradores de Navalny.
Difícil saber si las protestas de este domingo se pueden equiparar en número a las del sábado anterior, pero –a juzgar por lo que pasó en Moscú, San Petersburgo y Yekaterimburgo, las ciudades más pobladas del país– es obvio que durante al menos seis horas los manifestantes no pudieron ser frenados y pusieron de cabeza a la policía, unidades antidisturbios y guardia nacional, que desde temprana hora bloquearon por completo el centro de estas urbes, cerraron decenas de estaciones del Metro, modificaron las rutas del transporte público de superficie, instalaron vallas en las calles y estacionaron decenas de camiones para trasladar a los eventuales detenidos.
En Moscú –con una sorprendente organización horizontal sin líderes visibles, mediante breves mensajes en redes sociales que trató de silenciar la policía–, las columnas de protestantes no buscaron concentrarse en un solo sitio, sino se convirtieron en un auténtico dolor de cabeza para las fuerzas del orden al separarse en numerosos grupos para avanzar por otras zonas de la capital y más adelante volverse a juntar, y así varias veces, provocando el desplazamiento frenético de un lugar a otro de los uniformados.
Varios centenares de manifestantes lograron romper el cerco policial y se aproximaron a la prisión de Matrosskaya Tishina, donde se halla recluido Navalny, para lanzar consignas en su apoyo. El martes próximo, a convocatoria de los colaboradores de Navalny que están en la clandestinidad o lograron refugiarse en otro país, como Iván Zhdanov y Leonid Volkov, mucha gente tratará de acercarse a la corte que juzgará al opositor para exigir su libertad.
Las actuales protestas obedecen también a la indignación que causó en muchos rusos, los jóvenes sobre todo, el supuesto palacio que atribuye Navalny a Putin, un video disponible en YouTube que a la fecha está por llegar ya a los 106 millones de vistas.
Los desmentidos del Kremlin no han sido convincentes y el más reciente intento parece más bien la enésima confirmación de que a veces es peor el remedio que la enfermedad: el magnate de la construcción y banquero Arkadi Rotenberg, amigo de la infancia de Putin desde que ambos se aficionaron al yudo, dijo el sábado anterior ser el dueño del polémico palacio.
Rotenberg concedió sólo una breve entrevista a un medio electrónico que cuenta con el beneplácito del Kremlin y se limitó a afirmar que el palacio es suyo y que no hay nada de ilegal en eso, sin mostrar ningún documento que lo demuestre ni precisar cuándo lo compró, cuánto le costó, quién se lo vendió, qué relación tiene él con las empresas en paraísos fiscales que figuran como propietarias, por qué varias empresas del sector público financiaron su construcción o cómo es que otros potentados y amigos de Putin hicieron generosas donaciones.
Tampoco aclaró Rotenberg quién autorizó que el presunto hotel que ahora quiere construir ahí tenga helipuerto y viñedos propios, cómo es que la vigilancia de la propiedad de un particular corre a cargo de los servicios secretos que protegen a los más altos funcionarios o por qué está prohibido acceder por tierra, mar y aire, entre muchas otras preguntas que no consideró necesario hacerle el periodista.