Me tocó conocerlo en 1975, cuando yo era redactor de la revista y los libros de Punto de Partida en el departamento de Talleres, Conferencias y Publicaciones estudiantiles que dirigía la entrañable maestra Eugenia Revueltas, hija del gran músico Silvestre. El departamento organiza desde hace más de cincuenta años un concurso anual; en ese entonces había las ramas de poesía, cuento, ensayo y viñeta. Él ganó en 1975, a sus diecinueve años, el segundo lugar en la rama de cuento. Lo primero que me sorprendió al verlo en la entrega de premios fue su estatura (me llevará ocho o diez centímetros) y una mirada asombrada de quien quería descubrir el mundo. Villoro ya tenía tiempo yendo al taller de la unam de Miguel Donoso Pareja, quien le enseñaría las primeras armas literarias, y después asistiría al taller de Augusto Monterroso, quien a su vez le enseñaría, como nos enseñó a muchos, a evitar algunos descuidos y pifias.
A Villoro se le dieron a la vez los dones desde adolescente de ser un narrador en la escritura y un narrador oral, y sin duda es nuestro escritor vivo mexicano más reconocido internacionalmente, lo cual nos enorgullece. Su literatura, diría López Velarde, tiene la facultad internacional. Como Carlos Fuentes, es capaz de dar conferencias en otros idiomas, en este caso inglés y alemán, de manera impecable. En su espléndido ensayo “La traducción” (Efectos personales) subraya que “quien habla varias lenguas suele pensar en forma distinta en cada una”; y también –añadiríamos nosotros– sentir en forma distinta en cada una. Villoro es uno de nuestros autores que mejor ha leído la literatura en lengua alemana; su ensayo sobre el austríaco Arthur Schnitzler es un bello paseo por sus lecturas de autores austríacos y alemanes favoritos.
Villoro acaba de publicar hace unas semanas, en una coedición del Fondo de Cultura Económica y Almadía, Examen extraordinario, una antología personal de catorce cuentos que, a sus sesenta y cuatro años, es como decirnos
a sus lectores qué prefiere de lo que ha escrito en el género a lo largo de casi medio siglo. Buen número de las ficciones tienen como historia principal o paralela una trama conflictiva de pareja, y en ocasiones, de secretos triángulos, o de esa suerte de aventuras fugaces que, por lo regular, terminan mal.
Villoro tiene tras él una biblioteca de autores leídos, pero me es muy difícil desasociarlo de Julio Cortázar por la sencillez y la viveza de su prosa narrativa, donde son parte del estilo frases cáusticas o metáforas sacadas con gracia de la vida cotidiana, la insistencia lúdica, la habilidad para unir lo aparentemente trivial con lo melancólico o doloroso o trágico, y claro, una inteligencia despierta y brillante.
García Márquez dijo que el diálogo en lengua española no se prestaba en la narrativa; es su caso, si fuera cierto, tendríamos que borrar obras magistrales como El Llano en llamas, Pedro Páramo, Rayuela, Conversación en la catedral o cuentos de Sergio Ramírez; de los cuentos de Villoro casi todos están hablados en primera persona, incluso dos por mujeres: una académica (“¿Acapulco, verdad?”), y otro por una niña de doce años que al final vuelve a pensar ya adulta una posible infidelidad de su padre (“El día en que fui normal”). Desde luego lo coloquial en Villoro son los lenguajes que conoce: el habla de las varias y variadas clases medias mexicanas.
Villoro aprovecha muy bien, como escenario de sus ficciones, ciudades donde ha vivido o pasado temporadas o vacacionado o viajado, pero en todos los personajes predominantes son mexicanos. Sus narraciones ocurren en nuestro país, en Ciudad de México, Acapulco, Zihuatanejo, Aguascalientes, ciudades del sureste, zonas desérticas o serranas del norte del país y del extranjero, en España (Barcelona), Japón, (Kyoto, Osaka), Estados Unidos (Sacramento, Yale, Nueva York). Cronista natural, Villoro lleva recursos del género para hacer en algunos cuentos una escritura relámpago, algo que siempre aplaudió de la narrativa de José Agustín, cuya prosa, me dijo alguna vez, le parecía escrita con la velocidad de un Alfa Romeo.
La melancolía del humorista
Es una verdad repetida muchas veces –aunque también se ironice sobre esta verdad- que detrás de un humorista hay un melancólico. Pensemos entre nosotros a Juan José Arreola, a Augusto Monterroso, a Jorge Ibargüengoitia y a Guillermo Samperio; en alguna medida Villoro lo es y en estos cuentos lo trasluce. En general, la crítica resalta de Villoro su sentido del humor, donde no excluye el escarnio de sí mismo, pero aquí, en sus cuentos, al menos en los mejores de ellos, prevalece, en la superficie o en el fondo, una tristeza o una desazón por lo que se perdió o lo que no fue o no se obtuvo, las cuales ahondan en los párrafos finales, salvo en “Marea alta”. Casi no hay personaje importante que, en el curso de su vida, aunque no se dé cuenta o no lo piense o no lo crea él mismo, no sea un loser o un fracasado, o alguien consciente de que no hizo bien la vida o que le faltó algo para hacerla o que simplemente careció de autoestima, es decir, que no conoció el mediodía y sólo vio parte de la tarde y el crepúsculo antes de entrar a la noche. Se puede tener un mediano o mayor éxito, pero eso no significa que la vida se hizo necesariamente bien. Una de las imágenes de más ahogada desolación es la de aquel experto en finanzas que va a dar un curso a Yale, quien luego de esperar en vano la llegada de su hija para apagar un poco la soledad en que vive, acaba en el sótano de las lavadoras de su edificio tragándose un pastel con un vecino (“El planeta prohibido”), un pobre gringo inválido nacido para ser nadie; o asistir al pronunciado declive físico del escritor de gran talento que acaba sus últimos años enmendando cuentos y novelas ajenos, volviéndolos espléndidos (“Corrección”), lo que permite a escritores o aspirantes a serlo, mujeres u hombres, conocer un verde laurel momentáneo, un destello en la sombra, pero que acaso esconde en ello una arma aniquiladora. Algo de Borges hay en la trama y en la conclusión del cuento.
Si no se dejan claves o indicios en el desarrollo de que se narra, cuentos o novelas terminan siendo terrenos planos. Pero aun en los más lineales, como “Confianza” o “Coyote”, en todos los cuentos de Villoro hay otra historia igualmente desolada o absurda o grotesca. Villoro, como quería Ricardo Piglia, hace un hilvanado de historias: deja otra historia o una historia secundaria o microhistorias dentro de la historia principal. Por ejemplo, en “Confianza”, una mujer en un mismo día tiene tres personalidades: en el avión se llama Martha, y peca de inocente y es fiel al marido; se llama luego Lorena, quien supuesta o realmente mata al marido y se acuesta con el narrador en un hotel aguascalentense, y al final, la esquizofrénica Lorena se ha vuelto tranquila, y se llama Yosselín; o como en los cuentos hermanos (“Forward: Kyoto”, “El crepúsculo maya” “Los culpables”), donde hay una suerte de triángulos, en que el amigo o el hermano se sacrifican para que el otro se quede con la mujer o al menos tenga una aventura, que dejará en el que gana –si es que gana– la culpa como ceniza en la frente. “Sin culpa no hay historia”, dice el hermano que está escribiendo el guión, y la culpa es algo que padecen o cargan buen número de los protagonistas de Villoro.
En sus ficciones, como si no pasara nada, como si se hablara de bagatelas, describe, y en ocasiones se burla de una manera menos o más sangrienta, el machismo problemático de una estrella del mariachi, de la frivolidad del mundo televisivo, del obsesivo trabajo publicitario, de la degradación del exparaíso de Acapulco que se ha vuelto un pozo inmundo, de las estadísticas como una manera de entender la vida, del regreso a vivir la aventura del peyote cuando lo bien vivido en la juventud no es dable repetirse, de la monótona tarea oficinesca, de las agencias turísticas en la que los agentes recrean maravillas de sitios donde nunca han estado, de los ganadores de poesía de juegos florales, del dramaturgo lo suficientemente agrio y lúcido para darse cuenta de que su creación y su vida terminaron en la grisura, de la inmoralidad y la vulgaridad lujosa del político mexicano, de los periodistas extranjeros a la caza de lo folklórico mexicano que deforman en un catálogo kitsch o que ven lo que es sólo kitsch como nuestro color local, y de paso, quienes ven el yoga o el naturismo o los chakras como la salvación de sus cuerpos y son capaces de encontrarse a sí mismos y aun encontrar a Dios.
Cuentos de dolor y desolación
Los personajes de Villoro, hombres o mujeres, por el tiempo en que se ubican (las últimas tres décadas del siglo y los años del milenio), nos son generacionalmente próximos y nos parece haberlos tratado con cierta frecuencia, y suelen ser laberínticos o conflictivos u oblicuos o con pequeñas perversidades. Que en las narraciones de Villoro algo termine bien o felizmente es la excepción, y si se da, no deja tener su corona de espinas, como en el antedicho “Marea alta”.
Octavio Paz refería con razón que la principal revolución del siglo xx fue la femenina. En México, si bien había habido atisbos en la década de los sesenta, es tal vez en la siguiente década cuando el feminismo pone las bases y empieza a consolidarse. Son los años jóvenes cuando Villoro empieza a escribir y le toca el mundo en el que la mujer va siendo cada vez más exigente y libre, sobre todo en el orbe universitario, intelectual, cultural, artístico, y en general, en el laboral. En los cuentos de Villoro las mujeres suelen ser más complejas y astutas y, desde luego, con más sentido común que el hombre. Suelen ser ellas quienes imponen las decisiones, aunque sean a veces absurdas o incomprensibles. Cierto: no pocas veces también terminan caricaturizadas y hay algunas de las que el hombre no le queda otra vía, curva o recta, que salir huyendo.
¿Villoro sería, como Cortázar, un sentimental y un romántico? Yo creo que sí. Cortázar, en un libro-entrevista que le hizo el uruguayo Ernesto González Bermejo (Entrevista con Cortázar, 1979), le contestó a propósito del personaje de Horacio Oliveira en Rayuela: “Creo que el hecho de no ser un romántico limita mucho una creación literaria; lo deja a uno frente a un mundo mucho más seco, mucho más esquemático. No ser romántico puede ser utilísimo para un ensayista, para un satírico, para un investigador de problemas literarios, no para un creador.” Si bien no hay cuento que no nos guste (quizá el que menos sea “Coyote”), los que preferimos, los más diversamente emotivos, son “Acapulco ¿verdad?”, “Forward: Kyoto”, y especialmente “La casa pierde” y “La jaula del mundo”, los cuales, además de ser meccanos muy bien armados, tienen un desenlace excelente, un final anticlimático, pero íntimamente doloroso o desolado.
El primero, el cual condensa cuarenta años de una vida, ocurre esencialmente en Acapulco,
y versa acerca de un amor que está siempre a punto de darse entre un famoso locutor de televisión, un hijo de griego llamado Aristóteles (Aris), y María, una brillante académica, pero un mal azar acaba una y otra vez impidiéndolo. Una de las historias que corre detrás de la fallida historia de la pareja, melodramáticamente graciosa, es aquella de la hija que María tiene en uno de sus matrimonios. Una frase final como respuesta de la ya vieja María al ya viejo y enfermo Aris, aparentemente positiva en su piadoso engaño, es la que acaba creando una profunda desazón al lector y da sentido a todo el cuento.
Si los protagonistas de “Forward: Kioto” tienen como trabajo la fotografía y la edición fotográfica, el cuento parece escrito asimismo como una secuencia fotográfica. Los tres protagonistas son el insatisfecho y escéptico protagonista narrador, su socio durante veinte años Raúl Rodríguez Chico, y Naomí, una española, de madre japonesa, que está delicada y misteriosamente, no en medio, sino en torno de ambos. Mientras Rodríguez Chico se adapta al cambio de la fotografía analógica a la digital, el amigo se queda en una autoimpuesta premodernidad, lo que es causa de fricciones y alejamientos, pero Rodríguez Chico es y será siempre el amigo admirable que le presta dinero y consigue trabajos, como el último, al enviarlo a Japón con Naomí. Al final el difícil fotógrafo, ya viviendo con la española en Japón, se entera de la muerte del amigo Raúl, y se da cuenta, o más bien confirma entrañablemente, que le debe no sólo chambas anteriores, sino el actual trabajo, la relación con Naomí, y como consecuencia, el hijo que va a tener con ella. Naomí y él buscan la manera de que el amigo perdure en sus vidas. Como una breve historia dentro de la historia principal está emblemáticamente la labor artística de Graciela Iturbide, en especial el significado de dos famosas fotografías.
“La casa pierde”, la más eléctrica de las ficciones, la cual da título a uno de sus libros individuales, ocurre en Paso de Montaña, sitio serrano mínimo en el remoto e infinito norte, en el cual, desde una cabina de radio un hombre, a quien le dicen precisamente por su trabajo el Radio, “vigila las travesías nocturnas” de los tráileres. En Paso de Montaña vive con Patricia, su pareja, quien ya venía con un hijo. Antes el Radio vivió allí con sus padres y luego solo con su padre. La tienda del sitio la tiene desde décadas atrás una mujer de carácter llamada Guadalupe. Una noche llega al sitio un trailero, quien dice llamarse Chuy Mendoza, quien lo invita directamente a él, ignorando a los otros, a apostar a las cartas. Poco a poco se da cuenta, entre malos tragos, que Mendoza sabe que el Radio encontró, luego de la volcadura de un Thornton, en que murieron el chofer y el copiloto, una caja donde hay una gran suma en billetes producto de lo acumulado por las apuestas en un galgódromo. Mientras juega, como breve historia, el Radio recuerda la ocasión en que descubrió a su madre siéndole infiel a su padre, por lo cual su madre los deja al otro día, y el recuerdo, como un desarmador que lo punza y le entra lentamente en el cerebro, lo deja inerme, y recuerda también mientras juega, los años que tiene señalándole a los choferes de los tráileres las condiciones de paso, choferes que, todo mundo sabe, llevan en su mayoría contrabando de drogas de toda índole a Estados Unidos. El Radio juega y pierde y pierde y sabe que Patricia anhela irse y ambos sueñan en irse de ese sitio en el culo de la frontera, pero ni siquiera se atreve a confesarle que tienen el dinero y quizá ya sea tarde para hacerlo.
Tocar las cuerdas del alma
La ficción más lograda, la más compleja y perfecta, quizá sea “La jaula del mundo”, que me parece más una novela corta que un cuento, y en otro orden, podría adaptarse como un guión para filmarse. Escrita con humor amargo, la historia principal es la del reencuentro de tres amigos de juventud, si podría llamárseles así, quienes vuelven a reunirse treinta y cinco años después con el pretexto de la boda del hijo de uno de ellos. Si se conocieron en los años del teatro universitario, es decir, cuando hacían sus carreras, frisarían los tres los cincuenta y cinco años. El que narra los hechos es un solterón dramaturgo, a quien llaman o sobrenombran Josecho; otro, Remigio, hombre bueno, es un rico heredero de una cadena de farmacias que padece un cáncer irreversible, y el último es Salvador Ocaranza, exactor promesa del teatro y después político del pri, denodadamente corrupto. Los tres, en la juventud, hacían en la Casa del Teatro el llamado teatro pobre, y el director por excelencia era el ucraniano Arturo Vladski, quien podría tener mucho parecido con el polaco Ludwig Margules, a quien tanto admiramos y tanto nos simpatizó.
La médula del cuento es una historia de una lenta suplantación de la personalidad, de una suerte de vampiro que va chupándose las obras y las frases del colega y aun se casa con una amante ocasional del dramaturgo. Ocaranza se vuelve una suerte de doble para triunfar con lo mejor de éste y con lo que éste no pudo triunfar. La amante, Florencia Cisneros, que para Ocaranza era la más bella flor, para Josecho representó un florero que se olvida incluso dónde se puso. Ocaranza, que de joven representaba de manera notable las puestas en escena de las obras escritas por Josecho, dejó el teatro y pronto llegó a ser líder juvenil del pri. El aprendizaje en el teatro lo aprovecha para actuar sus discursos y lleva a cabo el consejo esencial del dramaturgo de saber cuándo hablar y cuándo callar aplicándolo en su trato con políticos. Su ascenso es imparable, al grado de llegar dos veces a secretario de Estado, y su corrupción no conoce medida. Cerca de ir al tambo, se inventa un autosecuestro, y cuando lo liberan o se autolibera, en la continuación de la suplantación, se apropia de una frase de Josecho e inventa que uno de los secuestradores tiene el nombre de éste. La frase que se apropia el político y la vuelve emblemática es: “Agradece a tu enemigo la posibilidad de superarlo.” Todo mundo cree que el nombre de uno de los supuestos secuestradores es el seudónimo del dramaturgo y, por tanto, Salvador Ocaranza es el autor de las obras. “Esta vez, él se creía mi autor”, se dice Josecho en la boda del hijo de éste, donde asiste como testigo. Es el cierre de una venganza envenenada contra él que desconocía y no entiende, hasta que se la explican. Lo que él había sido, sus frases, su obra, su mujer ocasional, sirvieron para que Ocaranza escalara y él acabara como un eclipsado, como le dice la Cebolla Pimentel, excompañero del teatro universitario y jefe de asesores de Ocaranza, aunque los triunfos como político de Ocaranza le olieran a Josecho –lo cual siente también el lector– más nauseabundos que las aguas negras del canal. De alguna manera esa historia estaba en el Popol Vuh, cuya adaptación teatral hizo Josecho, y que representaron Ocaranza y Florencia, y de la cual surgió la relación que terminó en el matrimonio de ambos. En el libro sagrado corre la historia de los gemelos, que es secretamente la historia de los gemelos Josecho y Ocaranza, y que Josecho ignoraba que él fuera uno de ellos. Al regresar a su casa, luego del mal día vivido, encuentra un gran regalo de Remigio: los grabados de Sergio Hernández sobre el Popol Vuh.
Si con las crónicas de Juan Villoro hemos aprendido a habitar mejor nuestra Ciudad de México, si un buen número de sus ensayos han sido una invitación grata a leer autores que no conocemos o a releer los que conocemos, sus cuentos no dejan de tocarnos variada y hondamente las cuerdas del alma l