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Ojarasca / La destrucción del trópico

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09 de enero de 2021 14:35

 

Nuevamente el trópico mexicano es tema de interés gracias a unas inundaciones. A los que tenemos edad y memoria, eso nos remite directamente a los años 60, a las crecidas del río Papaloapan y sus desastrosas consecuencias en Tuxtepec, Cosamaloapan y Tlacotalpan. Las inundaciones de Tabasco en 1932 y 1953 generaron importantes procesos de emigración. Podríamos decir que antes del boom petrolero y la explotación turística iniciadas en los años 70, por eso se conocía al trópico. En un reciente artículo se decía que la última inundación de octubre-noviembre, que además de lluvias extraordinarias incluyó la creciente de los sistemas de ríos de Chiapas y Tabasco, principalmente el Grijalva-Usumacinta, había destruido y devastado al trópico. Y lo primero que se piensa es: ¿qué acaso las inundaciones no son consustanciales al trópico? O dicho de otra manera: ¿qué los huracanes y “nortes” (frentes fríos) no son consustanciales al trópico? ¿Qué es entonces el trópico y en qué estamos pensando cuando hablamos de trópico? ¿Las ciudades tropicales? Es muy interesante la idea porque lo que es devastado y destruido es el espacio habitado humano, la colonización del trópico por los humanos. Pero como es fácil comprobar históricamente, la “destrucción” que hacen ambos fenómenos combinados es cíclica. Es parte del sistema natural de estos espacios, en particular del Golfo de México. Podemos, y debemos pensar entonces que los asentamientos humanos, la vida humana o la colonización del trópico es siempre un esfuerzo permanente de generar condiciones artificiales para persistir en estos medios. Y basta pensar en la paradoja de que la zona urbana más antigua de Mesoamérica, La Venta, se construyó en esta región rellenando zonas de pantano. Resumiendo, sobre esta condición los habitantes de pantanos de Centla dicen: “En el pantano no hay donde poner pie”. Es decir, antes de habitar, todos los asentamientos han tenido que construir suelo. Sin embargo, al mismo tiempo podemos afirmar, sobre todo quienes guardamos memoria del último tercio del siglo XX, que el trópico ha sido destruido en este periodo. Pero para ello tenemos que entender de qué hablamos cuando nos referimos al trópico. En particular al trópico mexicano.

Ahora, la política del primer presidente de México originario del sureste, aceptando las divisiones del país en Norte y Sur y en su búsqueda de lograr una equiparación económica entre las mismas generando desarrollo mediante infraestructuras, revive visiones, lugares comunes, políticas e ideologías que estuvieron vigentes durante la segunda mitad del siglo XX. Esto se dio en dos modalidades: el desarrollismo centrado en el Estado como actor prioritario, que prácticamente construye regiones; y la globalización, en donde se cedió a los actores privados la iniciativa y protagonismo y se responsabilizó a cada región de sus posibilidades de autosatisfacción y de integración a los nuevos sistemas globales. Ambos momentos, ideologías y políticas, fueron definidos, impulsados y financiados por los organismos internacionales surgidos tras la Segunda Guerra Mundial. Y en la versión mexicana, además, explícitamente se trató desde los años 40 de desfogar población rural del centro del país para colonizar “la selva”. La retórica del tren maya, por ejemplo, lo dicho en Tulum al firmar el Plan de Ordenamiento Territorial, suena totalmente a la reactivación, 60 años después, de las utopías del primer desarrollismo. Para los científicos de ciencias naturales, el trópico es una región que conjuga altas temperaturas con alta humedad que producen mucha y muy diversa vegetación y fauna, que básicamente se relacionan con condiciones cercanas al ecuador, pero sobre todo en la zona comprendida entre las líneas imaginarias llamadas trópicos, al norte el de Cáncer y al sur el de Capricornio. Hay que recordar, sin embargo, que estas latitudes son también las de los desiertos y que, en una lógica compleja, los vientos del Sahara calientan las aguas del Atlántico que producen los huracanes que mantienen el carácter húmedo de Centroamérica. Económicamente fue Adam Smith quien, en el mismo inicio de su obra La riqueza de las naciones, sentó la contraposición entre Europa y el trópico sobre la base de la caracterización de lugares donde se puede vivir sin un gran esfuerzo de transformación de los recursos naturales en satisfactores. Quedó establecida así la caracterización de la población tropical como floja, frente a la población industriosa del norte. Mientras él escribía esto, se estableció el sistema de la Revolución Industrial definiendo las áreas tropicales (India, África y América Latina) como fuentes de materias primas. Culturalmente el trópico se presentó como “lo exótico”, por ser sede de culturas y sociedades no europeas cuyo status fue negado para ocupar tierras y esclavizar poblaciones. Además, se les calificó como lugares “no salubres”, lugares de enfermedades endémicas como la malaria, la fiebre amarilla, etcétera. Y como origen de las llamadas pestes, sin reconocer que muchas veces estas condiciones surgieron de la intervención de los propios procesos económicos coloniales de explotación.

Lo que en el México moderno identificamos como trópicos, aunque también reproduce la división entre un Norte y un Sur, siendo un país montañoso entre dos océanos, tiene más que ver con la relación de cercanía con el mar y la altitud sobre éste; así encontramos zonas que cumplen con los requisitos naturales y culturales de trópico en lugares como las Huastecas, Colima, Jalisco, Nayarit y Sinaloa. La colonización española, al encontrar climas más semejantes a los de su origen en las altiplanicies, privilegió establecer en dichos lugares sus asentamientos. Surgió un modelo interno donde las zonas costeras y tropicales sólo eran espacios de transporte y de plantaciones, para lo que, además, importaron esclavos africanos que terminarían aportando sus características culturales a estas regiones, en la música y el habla. Además, demostrando que la idea es un constructo cultural, más que de trópico hablamos del Sureste, con todo y la contradicción de que parte de éste, la península de Yucatán y en particular las ciudades de Mérida y Cancún, se encuentra a la misma latitud que la Ciudad de México. Entonces podemos decir que México tiene dos trópicos, los espacios costeros y el sureste, que de 1940 a la fecha han tenido en común ser espacios de expansión, de colonización y conquista, como nos lo describe espléndidamente Agustín Yáñez en su novela La tierra pródiga. Territorio de frontera, decía el antropólogo Andrés Fábregas respecto al Sureste, con un ambiente duro como describe en sus cuentos de Trópico Rafael Bernal. Sin olvidar nunca que la violencia y la dureza la traen los “conquistadores”. En el caso del desarrollo podemos ejemplificar la violencia con que se impusieron a la población local los planes Chontalpa y Balancán-Tenosique, o la que se usó para cambiarle el sentido al Plan Uxpanapa, sin mencionar la que trajo la explotación petrolera, sobre todo en su primera fase en las Huastecas.

El historiador Carlos Ruiz Abreu, al resumir la historia del siglo XVII en Tabasco, lo define con las palabras de inundaciones y epidemias. La imagen es justa de la experiencia etnocentrista del trópico. Ya en el siglo XVI los españoles habían tenido que abandonar el puerto de Santa María de la Victoria por estar situado, supuestamente, en pantanos inhabitables por improductivos e insalubres. Sin embargo, los pobladores originales, los yokotanob, despojados de sus puertos comerciales marinos y fluviales y de sus espacios de producción extensiva e intensiva como los de Itzankanak, desarrollaron una nueva forma de vida en los pantanos a los que fueron arrinconados. En el siglo XX sería calificada como altamente productiva y sustentable. Herederos de una matriz cultural de tiempos cíclicos que acostumbraba destruir todos sus enseres y rehacer sus edificios cada 52 años, se adaptaron a los ciclos naturales de la llanura aluvial (de hecho, los documentos llamados Chilamob o Chilames pronosticaban una repetición cíclica de hechos históricos cada 250 años). Estos ciclos se caracterizan por que en primavera sube el agua salada marina y entra hasta 60 kilómetros por los cauces de los ríos, mientras en otoño los frentes fríos y huracanes provocan lluvias locales y escurrimientos desde las montañas de Guatemala y Chiapas que cada año expandían una lámina de inundación baja poniendo en contacto todos los cuerpos de agua. Las casas se hacían de varas para que pasara el agua y se construían tapezcos para resguardar a las personas y animales domésticos durante la temporada. Y cada diez años más o menos —por las tormentas solares, decía José N. Rovirosa; por el fenómeno de la Niña, decimos ahora— había inundaciones extraordinarias que generaban más daños, pero era agua que corría, que no se estancaba. El golpe de agua que implicaban no sólo traía sedimentos que fertilizaban los suelos y ampliaban las tierras altas, sino que desazolvaban los ríos. Cada inundación cambiaba los cursos de los ríos y canales. ¿Qué cambió entre 1940 y 1995? Paradójicamente quienes se dieron cuenta del cambio fueron los ingenieros hidráulicos, que ante el paso irregular de los huracanes Roxanne y Opal y sus impactos comprendieron que había que modificar el sistema de control de la Cuenca GrijalvaUsumacinta. Registraron que los huracanes traían más agua y eran más violentos (lo que hoy adjudicamos al cambio climático), pero que además las montañas y la planicie absorbían menos agua. Propusieron entonces, en el Plan de Gran Visión para la Cuenca del Grijalva-Usumacinta, justamente, volver en lo posible al sistema original de desagüe de la llanura, incluyendo reabrir el Río Seco inactivado por los españoles en 1675, abrir otros accesos del Mezcalapa al mar, además de otras obras de complementación y modificación del sistema de control que había evitado grandes inundaciones entre 1963 y 1999. El sistema original no sólo tuvo como objetivo proteger a las ciudades de Tuxtla Gutiérrez y Villahermosa, sino sobre todo desecar permanentemente una gran extensión de tierra que sería organizada para la producción agrícola intensiva en lo que vendría a llamarse Plan Chontalpa. No se trató sólo de cinco grandes presas productoras de energía hidroeléctrica, sino también de un sistema de canales y bordos, particularmente el del paralelo 18, sobre el cual corre la carretera Circuito del Golfo desde La Venta hasta Macuspana. El sistema originó un embudo de los ríos de la Sierra y el Mezcalapa sobre Villahermosa, evitó que las crecientes anuales e inundaciones decenales pasaran de manera pareja sobre todo el territorio, canalizando más agua sobre los ríos, pero al mismo tiempo las cortinas de las presas impiden la bajada de sedimentos y el golpe de agua que desazolvaba naturalmente los cauces. Cuando se completó en 1985 se declaró que tendría una vida útil de 25 años dependiendo de que no hubiera mucha deforestación y erosión en Guatemala y Chiapas, donde la selva y los bosques retenían grandes cantidades de agua. Esto además fue contrario a la política de colonización que, ocupando zonas de la Sierra y la región de los ríos entre los años 50 y 60, exigía a cada familia limpiar 20 hectáreas de selva para demostrar posesión. La propia construcción de las presas desató un proceso de migración de los altos de Chiapas a las zonas de selva del mismo estado.

Si agregamos la explotación forestal, la ganadería, la industria petrolera y la especulación inmobiliaria, completamos el panorama de la desecación regional. No sólo se deforestaron territorios para producir madera de distintos tipos y usos, sino que también en este periodo se desmontaron grandes extensiones sin aprovechamiento para abrir espacio a actividades agrícolas y ganaderas. Y aun cuando los proyectos de desarrollo como el de la Chontalpa, Uxpanapa y Balancán-Tenosique tenían finalidades agrícolas, fueron cambiados por mera ganadería extensiva que ocupa 60% de la superficie total de la región. A esto se agregan en este siglo las nuevas plantaciones forestales de teca y las de palma de aceite para tener un severo empobrecimiento ecológico que repercute directamente en la capacidad de retener y absorber agua. El petróleo vino a montar sobre el sistema hidrológico un sistema industrial de más de mil instalaciones entre canales, caminos, bordos, ductos, baterías y hasta plantas petroquímicas que inmediatamente generaron retenciones de agua que obstaculizaron las prácticas tradicionales de los pueblos y hasta la salinización de una gran zona del municipio de Cárdenas. Con el petróleo vino la urbanización incontrolada o planeada (como Tabasco 2000) y la especulación inmobiliaria que incluyó el relleno de vasos reguladores o “préstamos” que se reservaban para el paso libre de las aguas excedentes. Tras la inundación del 99, en lugar de construir completo todo el sistema propuesto por el Plan de Gran Visión, sobre todo que en el sexenio de Fox (2000-2006) el gobierno federal tuvo más ingresos y fue más rico que nunca en la historia de México (por los precios y volumen de la exportación petrolera), se elaboró el Plan Integral contra Inundaciones (PICI), que era un recorte, una selección de obras de control, especialmente y a petición del gobierno del estado de Tabasco, que salvaran a Villahermosa sin importar el resto del estado. Sin embargo, en 2007, con la nueva inundación se encontró que aunque el presupuesto se ejerció en su totalidad, la mayor parte de las obras no se habían construido o terminado, por lo que el nuevo Plan Hidráulico Integral de Tabasco (PHIT) asumió como acciones urgentes varias de las propuestas del PICI, como terminar la compuerta de El Macayo y las ventanas o escotaduras bajo el bordo del Paralelo 18 a la altura del aeropuerto y del Chilapa y el Grijalva hacia la laguna de Santa Anita, haciendo confluir todas las aguas excedentes del Mezcalpa, río de la Sierra, Puxcatán y Tulijá sobre las zonas indígenas de los municipios de Centro, Centla y Macuspana, lo que provocó que en estos pueblos las inundaciones del 2010 fueran las peores de la historia. Luego de una campaña de protesta por esta causa lidereada por la organización de los Pueblos Unidos de Centla y el ingeniero José Alfredo Hernández Peñaloza, se presentaron demandas ante la CNDH y otras organizaciones. De esto se formuló en 2013 el Plan Hidráulico de Tabasco (PROHTAB), cuyo contenido íntegro todavía no es público y su presupuesto tampoco fue ejercido en el sexenio de Peña Nieto. En 2014 la Conagua se vio obligada a realizar un Plan contra la sequía para la Cuenca de los ríos Grijalva-Usumacinta, con lo que podemos afirmar que oficialmente se acabó la era de esa redundancia que localmente llamábamos “el trópico húmedo” (si no es húmedo es desierto, no trópico). El documento también prueba que ya no se puede pensar a partir del lugar común de una abundancia constante y exagerada de agua en la región. Las presas ahora están obligadas a cumplir una triple función: controlar crecientes, producir energía eléctrica y suministrar agua para las ciudades y las actividades agropecuarias en la temporada de estiaje. La destrucción del trópico no son las inundaciones, es el desecamiento que es fácil de sentir en el propio aire si uno hace memoria de la sensación de humedad permanente con la que se vivía antes. Es cierto que la utopía del desarrollo era la eliminación de las inundaciones —la promesa que hoy se vuelve a repetir—, pero lo que sí logramos fue más bien un progresivo desecamiento con todos sus efectos secundarios.

 

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