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La balada de nadie (fragmento) / La Semanal

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27 de diciembre de 2020 09:18

Encuentra aquí el nuevo número completo de La Jornada Semanal "Navidad: cuentos y recuentos"

 

Ah, look at all the lonely people.

Paul McCartney

 

Natasha

 

¿Seguirá siendo lo que fue? No faltaría a quién preguntarle por ella, pero la verdad es que su interés no llega tan lejos; es sólo que allá de vez en cuando la recuerda o, para ser más preciso, rememora los escasos datos que de ella supo: su nombre, la calle donde vive –¿vivía, vivirá?–, quiénes sus padres, sus hermanos, el apodo que le pusieron desde niña. No más, ni menos de lo que sabe y recuerda de muchísimos otros habitantes de Altavilla que, a pesar de lo poco que siempre supo de ellos, para él eran emblemáticos: el viejo jardinero que ofrecía sus servicios de casa en casa, de nombre ignoto, a quien debido a su paso, lentísimo, llamaban el Correcaminos. El hombre bajito y barrigón, invariablemente vestido con mezclilla, camisa de manga larga a cuadros, botas y sombrero de palma, que llevaba en el brazo una canasta rebosante de cacahuates, habas y pepitas de calabaza, además de una ollita de peltre con cajeta casera que vendía en barquillos para helado. El señor de los merengues, con su charola siempre en alto, moreno, de poquísimas palabras, que todavía aceptaba jugarse la mercancía a los volados. El hombre, más avejentado que viejo, roja la nariz, que todas las tardes empujaba su largo carrito de madera, pregonando la vendimia de jícamas, pepinos, naranjas, rebanadas de piña y cocos con chile, mercancía de cuya salubridad ínfima nadie dudaba, aunque no por eso vendiera menos. Don Silverio, el policía de barrio, doblemente atípico por honesto y por querido, que murió del balazo disparado por un ladrón en plena huida. Otro jardinero, éste pagado por el municipio, a cargo del cuidado del pequeño parque y las jardineras en torno al kiosco, a quien llamaban Chavo y que el español lo hablaba poco y mal. El globero, joven calvo prematuro, a quien jamás nadie vio sin una sonrisa llenándole el rostro y que recorrió las calles de Altavilla a lo largo de un par de generaciones. El vendedor de verduras y legumbres, de quien al parecer todos ignoraban el nombre, de sombrero muy gastado, huaraches y un viejo saco que no se quitaba ni en los días de más calor, además del costal donde se revolvían ajo, cebolla, lechuga, calabaza, nopal, jitomate, tomate verde, papa, zanahoria, y que cuando le pedían algo que no llevaba o se le había terminado, siempre respondía preguntando: “¿Cuántos queres pa’mañana?” Se le conocía como el Marchante y, como a todos los otros, no le venía mal el sobrenombre porque ya fuesen frutas, legumbres, globos, merengues, cacahuates o servicios lo que brindaban, tenían en común el hecho de recorrer la colonia de extremo a extremo, día tras día, cada mes de todos los años.

También estaban los que, por el contrario, jamás se les veía fuera de su sitio, comenzando por los propietarios y al mismo tiempo dependientes de los negocios locales: la señora Delis en su homónima papelería y dulcería; don Enrique en su miscelánea, incapaz de no galantear a su clientela femenina; la mamá de Marcos, un exhippie que terminó de publicista, ambos michoacanos de nacimiento y atendiendo su paletería; la señora Yola y familia en la farmacia, bautizada con el nombre de su hija; la güera de los juguetes, invariablemente pobres, tristes y empolvados, en el que todo mundo llamaba “el mercadito”, y ahí mismo la señora Lore, su hija y su yerno en una de las dos únicas carnicerías, lo mismo que la tortillería, negocio familiar también, de una pareja silenciosa a más no poder, él siempre de espaldas alimentando con masa la ruidosa máquina, ella despachando, acostumbrada ya a que, sobre todo los niños, miraran con total impudicia que le faltaba el ojo derecho.

Esos y otros negocios eran el destino cotidiano, repetido y fatal de Natasha –por alguna razón, aunque supiera su verdadero nombre prefería recordarla con este otro que el barrio le había impuesto–: estudió una carrera y decían que la ejerció; algunos aseguraban que tuvo mínimo un novio, aunque nadie la viera jamás con él; de seguro tenía al menos una amiga, pero lo único que a todos les constaba era que Natasha fatigaba una y otra vez las banquetas de Altavilla para ir a la tienda de abarrotes, la recaudería, la farmacia, la tintorería, la papelería, las tortillas el pan la leche un refresco aspirinas jabón todo lo que se ofreciera en su casa, donde quedaba claro que jamás se les habría ocurrido mandar a ningún otro miembro de la familia.

Bajita y delgadísima, de gestos y ademanes menos que discretos, mínimo el timbre de su voz, brevísima la sonrisa, quién sabe qué pensaría Natasha, qué desearía, con qué soñaba. Recordarla era lo mismo que imaginar si estuvo conforme con esa rutina de mandadera familiar oficial, o si aquella estampa de pequeñez irreparable ocultaba una imaginación enriquecida de tanto fertilizar en la soledad y el silencio.

Si le preguntaran, él respondería que la imagen con la que su mente comparaba a Natasha era, lugarcomunesca, la de un pajarito por lo tímida, lo delgada y lo aparentemente furtiva; por su manera de estar sin estar, de no hacer bulto y ser advertida de repente, llevando en las manos la botella de Coca Cola el manojo de cilantro la bolsa de pan o lo que en casa le hubieran encargado, y cuando uno volvía a mirar ya no estaba más. Ésa, o esta otra: Natasha era como un foco de pocos watts, que iluminaba escasamente y, sin remedio, nada más el solitario y reducido ámbito de su silencio; de luz tan tenue y de tan corto alcance, que entre su ausencia y su presencia no había disparidad notable y, por eso, mirarla o recordarla, como allá de vez en cuando llegaba a suceder, le hacía pensar en ella como la Eleanor Rigby del barrio, sola entre los solos, callada
entre los silenciosos, la más discreta entre los anónimos, Penélope que se había cansado de esperar, tal vez muy desde el principio y al parecer sin amargura, si uno se atenía al permanente gesto apacible de su rostro y a su andar que, visto siempre desde lejos, daba la impresión de llevarse perfectamente con un paisaje del que Natasha formaba parte igual que los muros, los postes, las puertas, las banquetas y el resto de las calles de Altavilla.

 

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