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El mejor mexicanista contemporáneo / Hermann Bellinghausen

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Alfredo López Austin, autor de Los mitos del tlacuache, entre otras obras. Foto Mauricio Marat/INAH
20 de diciembre de 2020 09:30
Nuestro pasado indígena, a través de códices, piedras, crónicas y traducciones, es vasto como un océano. El navegante mayor de los modernos expedicionarios científicos y humanistas que navegan sin descanso las aguas de la historia anterior a la irrupción del imperio español, es, sin duda, Alfredo López Austin. Concentrado como historiador en la relativamente fugaz civilización azteca y sus extensiones profundas –hacia atrás en el país de los mitos y los hechos arqueológicos, y hacia adelante hasta llegar a los umbrales del mañana– con su obra y su magisterio, López Austin concreta una lectura tan detallada y lúcida de ese pasado indígena que lo convierte en nuestro mayor mexicanista. Su precursor, y al principio joven maestro, fue Miguel León-Portilla, a su vez continuador de Ángel María Garibay K.; sería el traductor eminente y tenaz de la palabra mexica en lengua náhuatl, hasta su culminación trágica en el Anáhuac y sus alrededores en el siglo XVI: él rescató la visión de los vencidos.

Mas Alfredo López Austin es el primer intérprete moderno de este acontecimiento civilizatorio que obra despojándose de los velos acumulados durante cinco siglos de sometimiento, hasta llegar a la actual retórica indigesta de indigenismo y condescendencia. Logró la empatía con ese pasado vivo que también buscara Guillermo Bonfil Batalla.

Su intimidad sin arrogancia con las ideas prehispánicas no lo llevó a categorizarlas como filosofía, como sí aventuró León-Portilla. Del mismo modo, López Austin no erige la poesía azteca como producto de una civilización mesoamericana. López Austin se desprende de estas categorías occidentales y se concentra, con rigor de arqueólogo, en lo que hay ahí. (Un perfil más amplio del autor apareció hace cuatro años en estas páginas: López Austin, maestro en jefehttps://www.jornada.com.mx/2016/04/04/opinion/a10a1cul).

De actitud discreta y palabra precisa, ha sido a lo largo de su vida un acompañante de los pueblos originarios vivos, como testigo oidor. No extraña que llevara su palabra a ese momento fundacional del resurgimiento indígena que fueron los Diálogos de San Andrés Sak’amchén de los Pobres, Chiapas, en 1995. Sin perfil de activista, siempre elige el lado de los herederos legítimos de ese pasado que lo fascina. Solidario con huelgas estudiantiles, resistencias indígenas y campesinas, es un referente moral intachable. Ajeno a cualquier rasgo autoritario, posee una autoridad intelectual y cívica de veras grande.

Brillante y estimulante maestro universitario, ha marcado a varias generaciones. Su talento de divulgador se plasma en artículos, recreaciones míticas con la gracia literaria de un verdadero escritor, cátedras, lecturas. Memorables son sus colaboraciones, tan empáticas como escatológicas, con Francisco Toledo, pues Alfredo es un artista a pesar suyo.

Lector de los mitos mexicanos, sus razones, tiempos y conexiones, en 2016 engalanó la revista Arqueología Mexicana (números especiales 68 y 69) con su ejemplar ensayo La cosmovisión de la tradición mesoamericana. ¿Qué revista se resistiría a un ensayo fulgurante suyo que llenaría sus páginas? En Ojarasca de abril de 1993, el número se desbordó con Tres recetas para un aprendiz de mago, amplio trabajo que proponía una explicación de los procedimientos mágicos para que éstos sean entendidos como acciones lógicas dentro de un sistema de pensamiento. Acciones lógicas, sí, independientemente de que creamos o no en sus postulados. Toda una declaración de principios.

Ahora que el autor de Cuerpo e ideología: las concepciones de los antiguos nahuas (1980), Los mitos del tlacuache (1990), El conejo en la cara de la luna (1994) y el gran ensayo al alimón con su hijo el arqueólogo Leonardo López Luján, El pasado indígena (1996) es reconocido con el Premio Nacional de Ciencias y Artes, caben algunas observaciones al respecto. Instituido por el gobierno mexicano en 1945 con vocación de bronce y mármol, era otorgado a una persona de las artes o la academia cada año. Lo recibieron Rivera, Orozco, Siqueiros, Tamayo, Reyes, Martín Luis Guzmán, Azuela, Rulfo, Yáñez, Bonifaz Nuño, Álvarez Bravo, O’Gorman (Edmundo), Buñuel, Paz, Sabines, Carlos e Ignacio Chávez, Fuentes, Monsiváis, Pacheco, Pitol, Sánchez Vázquez, Villoro, Piña Chan, León-Portilla, Zea, Caso, Silva Herzog, González Casanova, Mario Lavista, Arturo Márquez, Efraín y David Huerta, Daniel Sada, Hugo Hiriart, José Agustín. El premio cumple pues con su naturaleza canónica.

En años recientes se ha multiplicado el número de premiados, y en particular de premiadas, acorde con los nuevos vientos de reivindicación de género. Dolores Castro, Elsa Cross, Gabriela Ortiz, Mercedes de la Garza, Glantz, Poniatowska, Gurría, Álvarez Buylla, Filomarino, Margarita Nolasco y otras han sido justamente reconocidas. No las suficientes todavía.

Con frecuencia hubo la sospecha de sumisión institucional de los galardonados, pues el evento busca evitar la crítica directa al gobierno que lo otorga, no siempre con éxito (Paul Leduc, 2013). A Francisco Toledo se lo negó el gobierno de Peña Nieto por no aceptar que le revisaran o hicieran su discurso. Los más independientes y acerbos críticos del régimen lo siguieron siendo después del reconocimiento.

La instrucción de la secretaria de Cultura al jurado, para premiar a una mujer, más allá de su justeza ideológica, reviste una forma de intervención institucional directa. Sucede en un año que los premios importantes, como los de la Feria Internacional del Libro, el Nacional de Poesía y los ingresos al Colegio Nacional, recayeron en mujeres. Hoy es una imposición fuera de lugar. Las reivindicaciones femeninas son mucho más que cuotas de mérito.

Los varones premiados (Alfredo López Austin, Adolfo Castañón, Hersúa) son obvios candidatos al mármol. Es de justicia que lo reciban. ¿O será leída esta selección de 2020 como una revancha navideña del patriarcado? Un premio nacional puede, debe ser terreno de disensión crítica, pero pocas veces intervino tan abiertamente el gobierno como ahora. Quizá también le irrita que uno de los premiados, López Austin, lo cuestione en términos poderosos y con los de abajo, como también hicieran algunos de sus antecesores.

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