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1960-2020 Maradona, el dios del 10 / 'La Semanal'

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06 de diciembre de 2020 10:03
'El Pelusa', bien se sabe, no era ni una persona ni un asunto sencillo, sobre todo en la cima absoluta del deporte más popular y a la vez quizás el más mercantilizado del mundo. No se puede hablar de Diego Armando Maradona tras su reciente muerte, sin evitar sus sombras muy sombrías o los relumbres de su genialidad con la pelota. Este ensayo anota con lucidez esas direcciones.

Como toda felicidad amarga cuyo destino en uno mismo no se escoge, el futbol es también esa nube de polvo en cuyos remolinos transcurrió la infancia, las tardes pateando un balón en rutinas concéntricas y tiradas al borde del camino, el comienzo de la “cáscara” que nunca se sabe bien cuándo termina; los gritos, los regaños, los goles imposibles de portería a portería, las rivalidades artificiales y verdaderas a un mismo tiempo. El gol olímpico que ha quedado arrumbado en mi memoria de llano. Sin embargo, el futbol es también una trampa de imágenes que salen de la televisión, esa máquina de robos a gran escala desde la cual se sustraen las figuras estelares de los barrios; mañanas luminosas en las que se soñaba que alguno de los nuestros llegaría… que una inexplicable y afortunada coincidencia se llevaría al mejor, al de las grandes gambetas ante la portería sin redes, al defensa macizo que también era una promesa a bajo costo, al mediocampista carismático en su mezcla de claridad y temple. También fue el aprendizaje de la crueldad, la suma lenta de violencias que tardarían años en detonar. Sí, hay fantasía, sueños conectados a los más profundo e inasible del mar de los deseos, pero también hay abyección, oprobio, futuras ruinas que corren por la cancha agrietada sin saberse en el abismo.

No es un orgullo enunciar todas estas contrariedades; quiero pensar que solamente es necesario para colocarse ante esa maldita ambigüedad que lo atraviesa todo: ha muerto Diego Armando Maradona
y, desde la cancha que de alguna manera todos hemos dejado atrás, se oyen los momentos épicos de su historia, murmullos como abejas volando en estadios que no alcanzan a curar la enfermedad de la infancia recordada; también se escuchan los ecos negros que salen de la cueva del jugador más querido en la historia del futbol. Es una estatua de contradicciones donde conviven en su quietud de bronce y de murales en la calle esos Maradonas que fueron uno mismo, como afirma uno de sus biógrafos, Cherquis Bialo: “Hay por lo menos ocho… nueve Maradonas.” Maradona sublime, célebre, hijo, padre… abyecto, fenomenal… hay también un Maradona que más vale no recordar: violento, detestable… o que hay que recordar necesariamente para comprender en toda su complejidad el enigma de los símbolos que nos quitan el sueño y nos meten de narices en esas contradicciones duras que va dejando la vida en esta indomable sociedad de masas. Hay un Maradona entrañable y perfecto, escondido en cada uno de las y los que pulieron lentamente, sin pausa, la teoría del gol más hermoso contra ese archipiélago flemático llamado Inglaterra. Tiembla la memoria cuando Maradona se vuelve a enfilar desde la media cancha del Estadio Azteca para dirigirse a la portería inglesa, defendida por Peter Shilton, un 22 de junio de 1986, para driblar, quebrar, burlar, a una muchedumbre de ingleses y así culminar la tarea aprendida en el barrio y perfeccionada en los estadios.

Maradona es también la síntesis de un coraje plebeyo que fue la única rebelión posible en el simulacro de vida que le tocó vivir: entre su origen popular, de barrio, villero… y la trampa de ser un emisario de ese pueblo real e imaginario en las pantallas de las oligarquías nacionales y globales; un escudo de todas y todos que entra a los laberintos de la fama gracias a ese talento inmenso y socialmente construido para jugar al futbol. Su historia personal estremece porque su figura ha logrado construir un significado que emerge desde los restos de nuestras utopías: hilachos de nostalgias a veces inventadas y de poderosos sueños transferidos sin darnos cuenta al monitor de las jugadas y de los goles repartidos en el tiempo sin tiempo del futbol: transmisión en vivo y en directo, después diferida y ahora disponible para su reproducción en canal hasta el hartazgo. Pero Maradona también es ese canalla de frases y “conductas inaceptables”. Un ser en el que la realidad venía toda junta, sin zurcidos invisibles, sin separaciones metodológicas para ser estudiadas. Como todas y todos.

Cómo no soñar que somos algo más que una mercancía en el medio tiempo; la figura de Maradona alimentó ese deseo de no ser sólo mercado en su versión salvaje y sin entrañas. Esta biblioteca de actos plebeyos de Maradona está repleta de emblemas en los que se enfrenta al despotismo con el que se maneja el negocio mega-millonario del futbol, la corrupción de la fifa y de una oligarquía de ganancias infinitas con estadios llenos y de publicidad a gran escala. Maradona denuncia y encara a gobiernos de derecha y de ultraderecha que fueron tomando el control de América Latina en las últimas décadas. El chico del barrio de Villa Fiorito que representó a todos los barrios jodidos en los que se jugaba al futbol; que fue rescatado unos años por Fidel Castro de las adicciones y filmado por Emir Kusturica; que condujo rotundamente al Napoli hacia un tiempo impensado, de Scudettos, copa uefa… que retumbó con sus goles y con su voz en despedida de La Bombonera de Boca Juniors, en idas y regresos que fueron romances de luces con hinchadas entregadas sin tregua a su figura, como en casi en todos los equipos en los que jugó. Quizás el único que no pudo sostener la relación íntima con el mito fue Barcelona.

Un Maradona que en la cúspide de su camino a esa tumba aérea en la que hoy descansa ganó la Copa del Mundo en México y perdió una final ante Alemania en esa Italia que lo amó y odió como en todo gran melodrama. Maradona fue cuasi-tragedia en una época en la que nos íbamos quedando huérfanos de equipos entrañables y con el libre mercado trabajando en lo suyo: jugadores que ya no duraban en sus equipos y que se movían a la nueva velocidad de los capitales; clubes que se vendían y que cambiaban de “plaza” sin pudor alguno; la triste época de un futbol que perdía su aura romántica de identidades populares para acomodarse en la elitización del “pago por evento”. Maradona sostuvo y amplió la alegría rupestre del futbol con sus goles, con sus demostraciones virtuosas del dominio absolutamente lúdico del balón, con sus gestos de niño llanero celebrando goles increíbles en estadios hermosamente llenos; con lágrimas de frustración ante millones de espectadores analógicos y digitales, con sus rebeldías extraviadas, sinceras y algo carnavalescas y a veces hasta ridículas; fue la espiral de círculos ascendentes en que se pierden los que llegan a la cima.

Con Maradona sabemos también que el futbol profesional en su versión capitalista y mediática, de lujos y famas sin igual, puede producir y maquilar seres despreciables, veloces en el daño posible a las y los demás… nunca sabremos dónde está la frontera que divide a las violencias adquiridas a través del balón y esas otras que se van acumulando en este mundo global cada vez más espantoso.

 

“Yo vi jugar a Maradona”: lo que todos vimos y no vimos del pasado

He escuchado relatos casi novelescos que recuerdan como una gran puesta en escena esa batalla campal en los pasillos y andadores del Estadio Azteca el 22 de junio de 1986, en el juego entre Argentina e Inglaterra: la hinchada argentina contra los hooligans temibles. He escuchado lo siguiente desde el fondo cavernoso de voces orgullosas que generan una instantánea superioridad espiritual sobre los demás: “Yo vi jugar a Maradona.” No queda más que quitarle su estridencia a la frase y devolverla a los círculos concéntricos del tiempo.

“Yo vi jugar a Maradona” porque mi padre y mi madre me llevaron al Estadio Azteca la noche del 26 de enero de 1982: Maradona y Boca Juniors enfrentarían a ese América con su horrible uniforme de águila descompuesta, en partido “amistoso”. Boca ganaría 2 a 1. Maradona anotaría un gol aparentemente sencillo que se había generado por un error de Carlos de los Cobos. Recuerdo el gol desde un Estadio Azteca iluminado, visto casi al ras del pasto, en una evocación que parece irreal y que se mezcla con la figura del termo que llevábamos para tomar café o chocolate y las tortas de jamón con jitomate, con el frío de enero y la chamarra que mi madre me ponía en casa. A veces me parece que el recuerdo de aquella noche es más construido que estrictamente recordado; se ha robustecido gracias a los cientos de veces que ha sido evocado y también se ha debilitado en su relación directa con lo “ocurrido”. Hace algunos días vi una foto en redes sociales que me conectó con esa noche de Maradona en el Azteca (donde sería campeón del mundo con Argentina cuatro años después) de una manera inesperada: Julia Bravo Varela, profesora de literatura, hija del entonces defensa lateral del América, Vinicio Bravo, pegó en su muro una foto de Maradona con su padre, detenidos por el flashazo en algún momento de este partido. Entonces vi cómo ese tiempo perdido en el infinito de las evocaciones por la muerte de Maradona vino a pedirle cuentas al presente; vi su misterioso movimiento en busca de una breve interpretación y sentí el follaje de lo que se va y de lo que permanece, la felicidad a veces amarga pero también fugazmente infinita que fuimos en el pasado; sentí la complejidad de una imagen que venía desde otra perspectiva, diferente a la que tenía mi memoria. Y vi a esos Maradonas jugándose el partido de la memoria construida en esta cascada de evocaciones, su significado transitando ya hacia el terreno de la complejidad del presente… y del futuro, en el fascinante pero áspero juego de las memorias cruzadas, tal y como lo expresa la misma Julia Bravo Varela: “Genuinamente no sabía que Maradona estaba envuelto en tantas polémicas en torno a su violencia contra las mujeres […]. Supongo que podría decírmelo a mí misma y no ponerlo por acá […]. Compartí una foto que es importante en la casa de mis abuelos y que he visto desde que era niña. Me encanta. Crecí con la figura de Pelé (aunque apoye a Bolsonaro), Ronaldinho (de él tampoco sabía nada, pero busqué “Ronaldinho acoso sexual” en Google y claro que me salió algo, como con casi cualquier hombre) y Maradona. No es que ame o idolatre particularmente a ninguno de los tres; de hecho, sé poco de ellos, no más de lo que representan, pero siento que son como un recuerdo borroso de un momento de mi vida, parecidos a un paisaje o una canción. Supongo que se trata de no negar el monstruo que una persona es, pero tampoco los afectos, que claro que pueden ser modificables, pero, sobre todo, son inexplicables en su origen… y más si tienen que ver con nuestra infancia.”

Quizás por esto es casi indudable que en muchos de nosotras y nosotros hablar de Maradona es más bien hablar de nuestras infancias perdidas, de aquellos barrios podridos y felices de una costilla a la otra y en los que fuimos todos y nadie; es hablar del tiempo simultáneo que se vuelve muchos tiempos.

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