Muchos lloran su muerte, pero la mayoría acabaron con su vida. Son cómplices necesarios. Periodistas deportivos, cronistas políticos, tertulianos, cómicos. Aquellos que pasan del amor al odio en cuestión de segundos, que disfrazan su mediocridad bajo la crítica fácil y la descalificación. Se han reído de sus enfermedades, de su adicción, la han instrumentalizado para subir audiencia. A esta lista, debemos agregar compañeros, quienes compartieron vestuario, los que callaron. Lo abandonaron. Los presidentes de clubes en los cuales se entregó en cada partido, lo ningunearon. Lo transformaron en un esclavo de sus intereses, fue moneda de cambio.
Diego jugó y jugaba con la pelota. Fuese de trapo, plástico, cuero, o papel en una media anudada. Pero le tocó vivir en un mundo en transición, el tiempo del neoliberalismo, donde el futbol mutaba en negocio especulativo. Incluso el balón tuvo nombre. Diego retrasó su advenimiento, pero lo situó en el centro del huracán. La televisión era el medio de comunicación por excelencia. Titulares, entrevistas, era noticia.
En 1990, cuando Maradona había dado todo al Nápoles, su afición lo criminalizó. No soportaron la eliminación de Italia en el Mundial de Futbol a manos de Argentina. Lo persiguió el poder y su equipo lo aisló. La FIFA lo inhabilitó por consumo de drogas. Hubo de abandonar Italia, con su mujer e hijas, una familia rota. Un viaje entre la desesperación y la depresión. Tenía 30 años. Su vida se desmoronaba. Unos pocos amigos dieron la cara, el resto se dedicó a maldecir. Surgió un Maradona al cual difamar. La prensa amarillista lo hundió un poco más. Periodistas sin escrúpulos. Ocupó las primeras planas de todos los periódicos del mundo por lo que hacía, dejaba de hacer, decía o dejaba de decir. Así fueron sus segundos 30 años. Idas y venidas. Recaídas y momentos de euforia. Jugaron con su persona, lo maltrataron, lo persiguieron, hasta hundirlo en una profunda depresión. Los que hasta hace 24 horas lo ridiculizaban, hoy le lloran. La hipocresía les acompaña. Nunca soportaron su compromiso político, del cual se enorgullecía y con razón. La revolución cubana, su apoyo a Venezuela, la petición de salida al mar para Bolivia o la defensa de Lula da Silva. Se solidarizó con Cuba y Fidel, se abrazó a Chávez y Maduro, apoyó a todos los líderes populares. Cuba le tendió la mano en medio del tormento. Un país nada futbolero, supo de su grandeza. Entendió su sufrimiento. Pero otra vez padeció la mofa de la prensa. Hiciese lo que hiciese, su vida se fue apagando, entre la desilusión y la incomprensión. En Internet, YouTube o Twitter fue objetivo fácil de aquellos que desde el anonimato lo trasformaron en un monstruo. Todos, unos y otros, no tuvieron la humanidad de la que ahora hacen gala. Lo maltrataron hasta quebrarlo.
Maradona cometía tantos pecados que hasta sus muchos pecadores que lo rodearon de tentaciones se animaron a juzgarlo y simulando ser inmaculados pusieron el grito en el cielo. Un personaje excesivamente famoso que las élites dominantes utilizaron para hacer fortuna, también excesivamente. En el Mundial del 86, en México, fue coronado como rey del futbol, después de gambetearle a todos los rivales ingleses que le aparecieron e hiciera el gol más bonito de la historia. Eso fue después que Dios le prestara la mano en ese mismo partido. Víctima del personaje que hubo de representar, Diego fue desapareciendo y Maradona tomó su lugar para protegerse. La batalla era desigual. Diego era un amigo entrañable, cariñoso y generoso. Diego era un chico de barrio. Había nacido en Buenos Aires, en una población de miseria. Se llamaba Villa Florito, condenado al hambre y la miseria. Su sueño ayudar a sus padres y hermanos. Comprar una vivienda para su familia y jugar al futbol en un equipo de primera división. Diego jugaba al futbol como dios, pero mejor. Con la pelota esquivaba el hambre y la tristeza. Repartía alegría, ilusiones, fantasías y belleza. Diego no abandonó nunca a la gente de su barrio, de su clase social. Y siempre alzó la voz. Denunció las injusticias, se encaró con los que mandan para defenderse y defenderlos. Por eso, Diego vivirá siempre en su pueblo y en el recuerdo de todo el mundo que supo apreciar, disfrutar de su arte y compartir su rebeldía. Lo mató Maradona. Y a Maradona lo mataron quienes lo explotaron hasta el último día. Quienes lo sabían y no hicieron nada, quienes no sabían y prefirieron no saber. Todos, salvo aquellos que no sabían y en todo caso no podían hacer otra cosa que amarlo.