Al despertar, no bien caminaba un par de pasos y pateaba alguna piedrita en la vereda, ya confirmaba que el futbol no era lo mío. Estaba visto: yo no tenía más remedio que probar algún otro oficio. Intenté varios, sin suerte, hasta que por fin empecé a escribir, a ver si algo salía. Intenté, y sigo intentando, aprender a volar en la oscuridad, como los murciélagos, en estos tiempos sombríos.
Intenté, y sigo intentando, asumir mi incapacidad de ser neutral y mi incapacidad de ser objetivo, quizá porque me niego a convertirme en objeto, indiferente a las pasiones humanas.
Intenté, y sigo intentando, descubrir a las mujeres y a los hombres animados por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, más allá de las fronteras del tiempo y de los mapas, porque ellos son mis compatriotas y mis contemporáneos, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido.
Intenté, intento, ser tan porfiado como para seguir creyendo, a pesar de todos los pesares, que nosotros, los humanitos, estamos bastante mal hechos, pero no estamos terminados. Y sigo creyendo, también, que el arcoíris humano tiene más colores y más fulgores que el arcoíris celeste, pero estamos ciegos, o más bien enceguecidos, por una larga tradición mutiladora.
Y en definitiva, resumiendo, diría que escribo intentando que seamos más fuertes que el miedo al error o al castigo, a la hora de elegir en el eterno combate entre los indignos y los indignados.
Aquí la historia: al amanecer, doña Tota llegó a un hospital del barrio de Lanús. Ella traía un niño en la barriga. En el umbral, encontró una estrella, en forma de prendedor, tirada en el piso.
La estrella brillaba de un lado y del otro no. Esto ocurre con las estrellas, cada vez que caen en la tierra, y en la tierra se revuelcan; de un lado son de plata y fulguran conjurando las noches del mundo, y del otro lado son de lata nomás.
Esa estrella de plata y de lata, apretada en un puño, acompañó a doña Tota en el parto.
El recién nacido fue llamado Diego Armando Maradona.
Ningún futbolista consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del negocio del futbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien rompió lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni populares.
Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del futbol. Sus devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del artista, bordado por la diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más, el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos, sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable.
Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean.
Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía.
La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero.
El 3 de julio de 2002 el máximo organismo del futbol dio a conocer el resultado de una encuesta universal: elija usted el gol del siglo XX. Ganó, por abrumadora mayoría, el de Diego Maradona en el Mundial de 1986, cuando bailando, con la pelota pegada al pie, dejó a seis ingleses perdidos en el camino.
Esa fue la última imagen del mundo que vio Manuel Alva Olivares. Él tenía 11 años, y en ese mágico momento los ojos se le apagaron para siempre. Ha guardado el gol intacto en su memoria, y lo relata mejor que los mejores locutores. Desde entonces, para ver futbol y otras cosas no tan importantes, Manuel pide prestados los ojos de sus amigos.
Gracias a ellos, este colombiano ciego fundó y preside un club de futbol, fue y sigue siendo director técnico del equipo, comenta los partidos en su programa de radio, canta para divertir a la audiencia y en los ratos libres trabaja de abogado.
Leo, hallado en la basura
Ricardo Marchini sintió que la hora de la verdad era llegada. Vamos, Leo –dijo–, tenemos que hablar. Y se marcharon, calle arriba, los dos. Anduvieron un buen rato por el barrio de Saavedra, dando vueltas, en silencio. Leonardo se atrasaba mucho, como tenía costumbre, y después apuraba el paso para alcanzar a Ricardo, que caminaba con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido.
Al llegar a la plaza, Ricardo se sentó. Tragó saliva. Apretó la cara de Leonardo entre las manos y, mirándolo a los ojos, largó el choro: mirá, Leo, perdoná que te lo diga, pero vos no sos hijo de papá y mamá y es mejor que lo sepas, Leo, que a vos te recogieron de la calle.
Suspiró hondo. Tenía que decírtelo, Leo. Leonardo había sido encontrado en la basura cuando estaba recién nacido, pero Ricardo prefirió ahorrarle esos detalles. Entonces, regresaron a casa, Ricardo iba silbando. Leonardo se detenía al pie de sus árboles preferidos, saludaba a los vecinos meneando el rabo y ladraba a la sombra fugitiva de algún gato.
Los vecinos lo querían porque él era marrón y blanco, como el Platense, el club de fútbol del barrio, que casi nunca ganaba.
Publicado en La Jornada el 26 de diciembre de 2017