Víctor fue mi amigo vitalicio. Engendrados en una misma cápsula del tiempo, fuimos entusiastas camaradas de viajes teóricos, estéticos y mundanos. Su ojo certero y su mirada larga alentaron nuestra curiosidad por el mundo. La jovialidad y el ingenio salpicaban sus diálogos. La rotundidad de las frases y el lenguaje corporal volvían digerible lo más abstracto. Acentuaba el lenguaje mexicano, que luego decantó en italiano. Dueño de un gran talento plástico, se entregaba al entorno que, a su vez, lo nutría. Adicto al instante, en tanto condensación de sucesos, solía magnificarlo. Vamos a inflar la anécdota, mano
era su frase identitaria.
Antes que intelectual y maestro, conocí al flaco Flores, joven esbelto que provenía de la Escuela Nacional Preparatoria. Consciente de su linaje intelectual: el tío abuelo era don Teófilo Olea y Leyva, ilustre jurista guerrerense, integrante de Los siete sabios
y ministro entonces de la Suprema Corte.
Tomó muy en serio la profesión de abogado. Compañero de Genaro Vázquez Colmenares, hijo a su vez del político oaxaqueño promotor de los derechos indígenas en el gobierno del general Cárdenas. Ambos se iniciaron en el mismo bufete jurídico. Después de un reñido concurso de oratoria, cuyo campeonato empatamos Genaro y yo, el director de la Facultad de Derecho, Mario de la Cueva nos invitó a formar una revista, cuyo título Medio Siglo, dio nombre a nuestra generación. Víctor y Genaro invitaron a Carlos Fuentes y yo a Javier Wimer y Rafael Ruiz Harrel. Se formaron dos grupos uno más inclinado a la literatura y otro preocupado por los dramas políticos latinoamericanos y nacionales. Sumaron sus colaboraciones, entre otros: Sergio Pitol, inseparable de Luis Prieto Reyes, Arturo González Cossio, Enrique González Pedrero, Marco Antonio Montes de Oca, Eduardo Lizalde, Jaime Bañuelos, Carlos Monsiváis y Salvador Elizondo que firmó con Víctor un espléndido ensayo La idea del hombre en la novela contemporánea
víncu-lo de unidad profunda, hasta en el modo de hablar.
Víctor y Carlos se sumaron al Movimiento de Liberación Nacional, mientras otros colaboramos con el presidente López Mateos dentro del proyecto de la izquierda constitucional. Víctor Rico Galán subrayó ese desdoblamiento generacional como dos opciones complementarias. La mayor parte nos instalamos más tarde en Europa, Víctor en Roma y luego en París, Rafael en Gran Bretaña, Arturo en Alemania y Javier y yo en Francia. Pitol inicio tempranamente su carrera cultural en la diplomacia.
Víctor tuvo una estancia gozosa en Italia, se adentró en las vertientes de su cultura y se volvió especialista en Gramsci. Más allá de los grandes monumentos nos mostró su pasión por el detalle y la perspectiva. Javier y yo comíamos con él en Vía Marguta cuando voló la noticia del terremoto de 1957. Ciudad destruida
titulaban los diarios mientras Víctor, asolado por las imágenes, creía ver las ruinas de la colonia Hipódromo y hasta de su propia casa.
Se trasladó más tarde a París, donde nos sacudieron los acontecimientos de esa época: la guerra de Suez, la revolución en Argelia, la llegada del general De Gaulle al poder, las manifestaciones callejeras, el décimo Congreso del Partido Comunista de la URSS y el divisionismo de Kruschev, la extensión de la Marxología y del movimiento no alineado, los debates entre Sartre y Merleau-Ponty, la neutralidad de Camus, los cursos radiofónicos de Raymond Aron; en fin, la cultura de boulevard
. El maestro de la Cueva se integró a nosotros en su año sabático y vivió modestamente en un hotel de la Plaza de la Sorbona, compartió y a veces financió nuestras correrías, a las que llamábamos sacrificios por la cultura
tomando una frase del maestro. Don Mario acudía con frecuencia a la Facultad instalándose en la primera fila y habida cuenta de su edad a veces lo interpelaban los profesores.
Nuestro regreso a México fue marcado por la penuria en el inicio de una vida académica. Víctor fue el primero en tenderme la mano y con motivo de un viaje prolongado me cedió su clase de Teoría del Estado en la Facultad de Ciencias Políticas. Destacó pronto como profesor cultivado y atractivo: se olvidó el abogado y creció el humanista. López Obrador solía decir que había sido su mejor maestro. Empezaron a circular sus textos políticos, ensayos y novelas. Pronto ascendió a la dirección de la Facultad. Al término de eseempeño el presidente Echeverría lo designó embajador en la Unión Soviética. Su vivencia en el socialismo real
fue amarga, pero se multiplicó en las relaciones culturales. Al ser designado como secretario de Educación Pública (SEP) le hablé a Moscú para invitarlo a la Subsecretaría de Cultura. Al saberlo, Paco López Cámara, en nombre de la Junta de Gobierno de la UNAM me advirtió que estaban pensando en Flores Olea para rector y que éste debía elegir de inmediato. Víctor me confió que no quería repetir la experiencia de Pablo González Casanova y prefería una área creativa sobre un infierno burocrático.
Con Víctor se cumplieron todas nuestras expectativas. Formamos un trabuco inolvidable: Wimer, en Cultura Audiovisual, acompañado de Eduardo Lizalde; Bremer, en Bellas Artes, junto con Fernando Gamboa; García Cantú, en Antropología, complementado con Enrique Flores Cano; Ricardo Valero, en Cultura Escrita, con la gracia de Luz del Amo, y Rodolfo Stavenhagen, al frente de un naciente Instituto Nacional de Pueblos Indígenas y Culturas Populares, que convocó a los mejores antropólogos: Joaquín Bernal, Guillermo Bonfil, Leonel Durán, Salomón Nahmad, Eduardo Matos Moctezuma y Fernando Cámara Barbachano.
A mi caída de la Secretaría de Educación Pública López Portillo cuidó a los funcionarios culturales. Víctor fue designado embajador ante la Unesco, donde ancló su vocación intercultural. En el gobierno de nuestro compañero de la Facultad, Miguel de la Madrid, asumió la Subsecretaria de Asuntos Multilaterales en Relaciones Exteriores, bajo el mando de Bernardo Sepúlveda. Siendo entonces representante de México ante Naciones Unidas sufrí la malquerencia del ministro a quien había yo interpelado como senador de oposición. Vivimos una noche dramática en Nueva York por mi enfrentamiento con Sepúlveda en presencia de Flores Olea, Carlos Fuentes y Antonio González de León, que terminó en la residencia de México. Escenas que Víctor llamó la catarsis de nuestra generación
. Lo acompañé en sus caminatas como fotógrafo por las calles y plazas de Nueva York. Descubrí en su técnica y perseverancia implacables de Víctor el testimonio gráfico de sus cualidades y fantasías.
El tiempo de Carlos Salinas nos alejó. Había yo asumido, junto con Cuauhtémoc Cárdenas e Ifigenia Martínez, una postura de oposición radical. Como perfecto neoliberal el joven presidente ornó su sexenio con actos munificentes. Flores Olea fue designado el primer presidente de Conaculta y aprovechó la circunstancia para organizar el célebre Coloquio de Invierno en el que reunió figuras de prestigio mundial para un debate sobre nuestro tiempo. Octavio Paz no fue invitado por su disputa con Carlos Fuentes, a quien Víctor guardó lealtad impecable. El poeta consiguió el cese de Flores Olea, quien se refugió en la sede de Naciones Unidas. Nos rencontramos tiempo después en el espacio del Centro Latinoamericano de la Globalidad. El consejo directivo incluía a destacados intelectuales y políticos de la región, entre ellos Flores Olea. Ahí publicó dos libros importantes en torno a la Globalización y después la Crisis de las Utopías. Durante mi intensa actividad parlamentaria y política de aquellos años nos frecuentamos menos, pero siempre en el ámbito de una memoriosa fraternidad, pensamiento crítico e imaginación creativa.
Fuimos dolientes de la que denominamos poda generacional
que liquidó uno a uno nuestros mejores amigos. Analizábamos y sufríamos las tragedias del país y del mundo. Nos alegramos más tarde por la llegada de la izquierda al poder, que por desgracia no se ha consolidado. Lo vi acabándose a pedazos: la primera caída y el bastón, la segunda y la andadera. Sus complicaciones cardiovasculares y afectaciones pulmonares que lo transportaron al fin de su espiral, frente al mar del retorno al origen y bajo el cuidado amoroso de Rosa Elena, su incomparable mujer, quien lo hizo vivir y lo hará pervivir. En sus últimos minutos incité sus deseos de vivir. Me prometió que ganaría la batalla contra la muerte, pero falló en el intento. Ganó por ahora la putilla del rubor helado
.