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La muerte del autor no sólo es una teoría literaria sugerida por Barthes y preconizada en detalle por Foucault. También se refiere, en el mundo real, a la desaparición física de una persona que es tan infinita, irremediablemente mortal como todas las demás. En realidad, una defunción no ocurre en literatura, sino raramente, cuando el escritor está activo o en el auge de su carrera, produciendo textos que, a la larga, lo confirmarán en el canon o en la memoria de sus lectores como una voz imprescindible. Con mayor frecuencia sucede que el punto final ya había llegado desde antes y la escritura daba vueltas sobre sí misma, repitiéndose, agotando los mismos recursos, saturando las obras completas sin grandes posibilidades de alcanzar el nivel de sus mejores años. El caso de Rubem Fonseca (Juiz de Fora, 1925-Rio de Janeiro, 2020) es y no es la excepción: vivió casi noventa y cinco años y quizá por ello los mejores en productividad y pericia habían quedado atrás, en los años setenta y ochenta del siglo pasado; pero es tal la intensidad de su narrativa completa y tan injusto que no haya merecido ni la debida atención de la crítica ni un coto de lectores mejor nutrido, que quizá la circunstancia fúnebre pueda dar pie a que se vuelvan a revisar y a leer con atención algunos libros vitales de este autor brasileño. Señalarlos es el motivo de las líneas que siguen.
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Fue Eric Nepomuceno quien, desde los tempranos ochenta, ya se refería de un modo contundentemente elogioso a la obra de Fonseca: “Es el mejor escritor vivo del Brasil.” Hay que reconocer que el periodista y traductor vertía su opinión en una época en que aludir a la literatura brasileña era penetrar en reinos casi inexplorados (resultaba claro que, comparativamente, eran pocos sus degustadores en nuestro medio), las traducciones parecían siempre insuficientes y, sobre todo, el hecho singular de que, así como algunos libreros mexicanos ya comenzaban a conceder en sus anaqueles algún tímido espacio a ediciones italianas o francesas, ninguno había hecho lo mismo (la situación no es muy distinta luego de cuarenta años) con la literatura escrita en portugués, lengua por lo demás tan legible para nosotros que apenas un diccionario eficaz y la práctica frecuente bastarían para acceder a ella. Y sin embargo, se trata de un escritor que en 2003 recibió dos de los premios más prestigiosos en Iberoamérica: el de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (entonces conocido como Premio Juan Rulfo) y el más importante en lengua portuguesa, el Luis de Camões.
Así, no es poco lo que hemos perdido por tan escasa difusión que, aparte de los nombres de siempre –Machado de Assis y Guimaraes Rosa, Jorge Amado y Clarice Lispector–, ha vuelto apenas visibles a narradores como Osmán Lins, Dalton Trevisan, Lygia Fagundes Telles y el mismo Rubem Fonseca, sin mencionar a autores de promociones más recientes como Patricia Melo, Luiz Ruffato y Carola Saavedra.
“Escribir es comenzar”, reza el principio creativo de uno de los personajes de Pequeñas criaturas (2002), aprendiz de escritor que ensaya historias, destruye borradores y hace del último cuento del libro una denodada oda a la escritura. Difícilmente hay un autor en Brasil –con tratarse de una nación plagada de artistas del lenguaje– que haya alcanzado la nitidez y la devoción por la escritura de Fonseca, sobre todo en lo límpido del trazo verbal. Si “escribir es comenzar”, leer sus libros es acabar por entender que uno de los atractivos indudables de su prosa es la impecable habilidad con que instala al lector, desde el primer párrafo, en el meollo de la anécdota. Sus historias cortas, y aun sus novelas, no precisan de una ambientación dilatada o de esas vastas parrafadas que terminan por devastar la atención de quien apenas entra a la trama, sencillamente porque le basta, como a Picasso, dibujar dos clavijas, tres cuerdas torcidas y un golpe de sinuosidad en la mirada para hacernos ver un guitarra hecha y derecha, pues ambos, Picasso y Fonseca, saben que están pintando una idea que el destinatario ya lleva en la cabeza y sólo es preciso despertarla. Pero no es fácil hacerlo sin su intuición creativa, sin esa apelación a la intimidad del lector que, en el caso del escritor brasileño, se vuelve cada vez más inteligente conforme avanza la historia.
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La obra literaria de Rubem Fonseca, dejando de lado los numerosos guiones de cine y televisión que escribió directamente para esos medios o adaptando historias previas, va de la novela al cuento sin un orden aparente, aunque es observable, si se revisa su trabajo por décadas, que en los setenta y los noventa predominaron los libros de relatos y en los ochenta vieron la luz sus mejores novelas: El gran arte, Grandes emociones y pensamientos imperfectos (precisa definición de los sueños en una historia que es, al mismo tiempo, un ameno homenaje al gran cuentista ruso Isaak Bábel) y Agosto. Su obra más reciente (El enfermo Molière, Amalgama, Carne cruda, una colección de textos de título bukowskiano: Secreciones, excreciones y desatinos, entre otros libros) acusa una concisión verbal aun más extrema y una suerte de desviación de los recursos narrativos en favor de la sonoridad y la imagen, como si su prosa transitara precavidamente hacia una pulcritud de ascendencia poética que el autor ensayara con respetuosa probidad.
Pero esta es sólo una de las vertientes de la narrativa de Rubem Fonseca. Desde los relatos de los setenta y la narrativa de larga duración de los ochenta el autor parece empeñado en publicar alternativamente cuento y novela, combinando asimismo las historias violentas con otra de sus predilecciones: el fino erotismo de una escritura llena de sugerencias. Si ya el protagonista de El caso Morel (1973), su primera novela, denunciaba que sus amores eran “breves pero fulminantes”, la prosa posterior puede albergar a personajes tan sutiles como el que se enamora de los mariscos que come o, por decirlo mejor, que sólo se alimenta de peces a los que pueda mirar vivos previamente. Urbano hasta el último semáforo (contexto natural de la obra fonsequiana), el autor concentra el delirio del protagonista de “Mirada”, en efecto, en restaurantes distinguidos donde el personaje puede contar con que un sofisticado acuario, visible a los clientes, le permitirá elegir el pez adecuado. Sobra decir que tan desusado comensal termina por preparase conejos en su propia cocina con una deliciosa obscenidad en la que compiten la bestialidad del pornógrafo y la exquisitez del gourmet.
Dos colecciones de cuentos, Feliz año nuevo (1975) y El cobrador (1979), son las que legitiman plenamente la carrera literaria de Fonseca en sus inicios, así como una novela central en su producción, Agosto (1990), de naturaleza histórica –centra su trama en la gestión y muerte de unos de los presidentes más emblemáticos de Brasil, Getúlio Vargas–, es a la que debe alguna fama, pues fue trasladada exitosamente a serie de televisión por su hijo, el cineasta José Henrique Fonseca. No es fácil recordar historias tan provechosamente atareadas por la pasión de escudriñar en las entrañas más lastimosas de la sociedad como las que deparan estos tres libros: el mundo de los miserables, las prostitutas, la rapacidad y la vida al filo de una treta o una coartada, siempre con la precavida, astuta guía de un narrador vicario que lo sacrifica todo en nombre del enfrentamiento directo de los asuntos: “Querer hacer frases hermosas es tan miserable como querer ser coherente.”
Feliz año nuevo tomó desprevenidos hasta a los políticos brasileños: no faltó quien dio la orden de retirar el libro de la circulación (apenas empezaba a difundirse en librerías) al toparse en sus relatos con un país menos cómodo y colorido del que gustan de promover las guías para turistas: intenso e inapelable como una bofetada. Más cercanos al carnaval que al festival, urdiendo en las entretelas del glamour que exporta del brasileño la imagen de un pueblo puro samba y futbol, los cuentos, como el que da título al libro, hablan de la pobreza que incuba la delincuencia adolescente, de trapacerías laborales y asesinatos a mansalva. Sólo después de un largo juicio, que sin duda requirió sus dotes de abogado de profesión, pudo el autor recuperar los derechos de difusión del texto.
Su respuesta a tan bochornoso episodio de mendacidad mental fue estrictamente literaria, como lo asienta Tello Garrido en el prólogo a la impecable reunión de los cuentos de Fonseca que lleva por título Los mejores relatos (Alfaguara, 1998): publica El cobrador con cuentos aun más concentrados en el retrato expresionista de personajes destrozados que hacen del terrorismo urbano un modus vivendi. A la manera de un thriller (las historias de Fonseca son infinitamente filmables) lleno de homicidios espeluznantes, las historias le van siguiendo la pista a asesinos disfrazados de gente simple, de ricos respetables, de comerciantes sin escrúpulos, de suicidas desatinados. El Cobrador, personaje que da título a la historia y al libro mismo, no mata porque sí: recauda lo que le deben: ropa, escuela, coños, autos, gestos, balanceos elegantes por las calles cariocas; en una palabra, las atribuciones naturales de quienes tienen “el culazo blando de los parásitos”. Se asocia con una joven rica de la buena sociedad y juntos emprenden una cacería que trueca la melancolía de la navaja y el hacha por la efectividad de los explosivos y las ametralladoras de alto poder.
Pero la narrativa de Rubem Fonseca, al margen de que se la ubique en los subgéneros de lo policíaco y lo sociohistórico, es literatura sin adjetivos, prosa concisa, sin desperdicio. El despiadado retrato de una familia acomodada en el cuento “Paseo nocturno”, de Feliz año nuevo, es buena muestra de su impecable precisión: “La camarera servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, chasqueó la lengua con placer. Mi hijo me pidió dinero a la hora del café, mi hija me pidió dinero a la hora de los licores. Mi mujer no pidió nada, teníamos cuenta bancaria conjunta.”
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La vida en el “próximo milenio” (que es este), pronosticó el escritor Italo Calvino, valorará la velocidad, la visibilidad y la exactitud, entre otras neurosis. No era muy difícil vaticinarlo en un mundo que lleva ya tiempo debatiéndose entre la inercia y la ansiedad. La puntualidad con que procede Fonseca para terminar sus historias, abandonándolas antes de que sea demasiado tarde; la lógica desfigurada y sin embargo plenamente coherente de sus personajes; la rapidez con que pinta a una furcia, a un magnate, la angustia personificada en forma de empleada de tienda departamental, hablan de un narrador cuya vigencia, cuya destreza de trazo, lo hace visible hasta a quienes no advierten que toda escritura es dibujo y que escribir es comenzar, comenzar a re-tratarlo todo