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Ojarasca / Escuchar a la tierra

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14 de noviembre de 2020 12:47

Un equipo de realizadores, en su mayoría indígenas, produce una serie de reportajes sobre experiencias de salud, educación, alimentación y cultura desde diversas comunidades del país, con el horizonte de narrar cómo se enfrenta la vida desde lo comunitario en esta época de pandemia.

Mayas de la Península de Yucatán, zapotecas del Istmo de Tehuantepec y de la Sierra Sur de Oaxaca; me’phaa de la Montaña de Guerrero y nahuas, otomíes y tepehuanos de la sierra norte de Veracruz, Hidalgo y Puebla, reivindican su historia, lengua, cultura, siembra y medicina tradicional, en medio de una ofensiva gubernamental contra sus territorios. Lejos de victimizarse, defienden lo que es de ellos y construyen, ladrillo por ladrillo, ese otro mundo que ya existe.

De manera especial Ojarasca publica versiones cortas de los textos publicados originalmente en Desinformémonos, en ocasión de su XI aniversario. 

YUCATÁN
LA IDENTIDAD MAYA, SU CULTURA Y SUS LUCHAS. NARRADAS POR LOS JÓVENES

ROBIN CANUL

Peto, Yucatán. Desde muy temprano, Paalil k’iin acompaña a su abuelo Alejandro Cen Ku, de 79 años, a la milpa, ya sea en temporada de siembra, para leñar o para limpiar la maleza que compite con los retoños. “Me gusta ver a la Madre Tierra y estar ante el silencio de la naturaleza, respirar el aire sin contaminación”, dice el joven maya al tiempo que evoca a las manos de su abuelo portando tres semillas: maíz, frijol y calabaza. Su línea de vida se construye desde la milpa; para sembrar con espeque se tiende un camino imaginario por el que cada dos pasos se van sembrando las semillas.

Carlos Cen, mejor conocido como Paalil k’iin (hijo del Sol), al igual que muchas personas en el territorio maya aprendió español por necesidad, para poder comunicarse en otros espacios y en otros estados. A los 13 años decidió materializar el sueño de dedicarse a la música y, en especial, al hip-hop. “Sin territorio no hay identidad”, dice un verso del rapero maya, quien pone sobre la mesa temas urgentes y esenciales de su pueblo. En su natal Tahdziú, Peto, en el estado de Yucatán, escribe desde hace más de cinco años sobre el mundo que considera ideal, sin echar en saco roto sus preocupaciones actuales: el alto nivel de contagio por la pandemia de Covid-19 y los cambios acelerados que sufre la Península de Yucatán por el despojo de tierras ante la llegada de diversos megaproyectos.

Paalil k’iin inició su carrera indagando su historia de vida y la de su generación de amigos, con acotadas oportunidades de acceder a la tecnología necesaria para desarrollar su gusto por la música o para continuar con su preparación académica, obstáculos que no le impidieron acariciar el sueño de la infancia: ser reconocido por expresarse en su lengua natal, el maya.

El joven artista reivindica su lengua al mismo tiempo que explora nuevas narrativas y plataformas digitales para comunicarse desde lo más profundo de su origen. “No espero nada de nadie, produzco mis propios videos y hago colaboraciones con otros músicos o personas que apoyan mi música”. Sin hacer a un lado sus estudios, como una quilla sobre la tierra se ha abierto brecha entre el consumo efímero y desenfrenado de contenidos; maneja sus propias redes sociales y ha conseguido hacer virales algunos de sus videos grabados y editados con un iPhone 3 y la ayuda de sus amigos. “Algunas veces me escriben de otros pueblos felicitándome por mi música y me dicen que soy una fuente de inspiración para otros chavos”. El joven rapero aún recuerda la primera vez que visitó la Radio XEPET en Peto: “Era como un estudio de grabación y me entrevistaron”. Hoy sus canciones suenan con frecuencia en los hogares de la zona sur de Yucatán.

Reconstrucción histórica para des mitificar el pasado

A la par del beat y las rimas en maya de Paalil k’iin se gesta un importante movimiento llamado #MaayaWinal, el cual se propone generar diálogos peninsulares, internacionales y transatlánticos, encaminados a una práctica descolonizadora a través de espacios académicos formales y de las redes sociales. El antropólogo maya yucateco Genner Llanes es profesor asistente en la Facultad de Arqueología e integrante del Centro de Estudios de América Indígena en la Universidad de Leiden, en los Países Bajos. Su trabajo se orienta al estudio de la interculturalidad en la educación y el desarrollo, el racismo, el conocimiento indígena, la revitalización lingüística y las artes indígenas contemporáneas.

Cuestiona la historia que habla de los mayas como un ente congelado en el tiempo o como una población hacinada exclusivamente en la ruralidad.

El antropólogo reflexiona que muchos mayas heredaron imágenes del pasado y una antigua representación del pueblo que a veces genera conflicto o que resulta en un estereotipo, lo que ha influenciado la concepción de la “mayanidad”, sobre todo para quienes han tenido que migrar o viven en la ciudad.

Surgieron diálogos transatlánticos que articulan a los mayas residentes en otras naciones, quienes en colectivo se proponen encontrar maneras de llevar información a la mayor cantidad de espacios posibles virtuales y físicos. El movimiento #MaayaWinal y sus contenidos digitales circulan, tienen eco, comunican, convocan e incluso irritan a muchos actores, pero, sobre todo, invitan a reflexionar y discutir.

Estas nuevas narrativas desde la mayanidad apuestan por la divulgación y acceso a la información. Hablan sobre los derechos de los pueblos indígenas y la identidad, buscan inspirar a otros movimientos y alejar a algunas voces externas y extranjeras que capitalizan y hacen exótico el presente de los mayas.

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GUERRERO
LOS ME’PHAA DE MO YOTEPEC ENFR ENTAN AL CORONAVIRUS


ISAEL ROSALES

Malinaltepec, Guerrero. El curandero Álvaro Anastacio, me’phaa de Moyotepec, comunidad de la Montaña de Guerrero, toma un montón de maíz y lo frota en la mesa diciendo: “Hoy es día viernes, día de la enfermedad, de la amargura, de la gente mala, de cuando llegó la maldad al mundo en que vivimos”. Pregunta por el bienestar de Juventino, ya que la “Marta” (mensajero) vio un aire malo. También le pregunta al maíz dónde está Lucía y pide ayuda para esta familia. Con el maíz diagnostica la enfermedad y le habla a los dioses y a las ánimas del purgatorio para que sane la persona.

Don Álvaro cuenta que “se saca la pregunta o la suerte para saber el lugar en el que se va recuperar la persona: rezando en el cruce del camino, en medio de la iglesia, en el centro del campo mortuorio o en la punta del cerro más alto. Si la enfermedad está fuerte se va al lugar de los muertos (mujíín), en el lado oscuro donde están los que tienen una muerte repentina. En caso de que la persona no se recupere rezando en el campo mortuorio y en el cerro, levantando su sombra de tres a cinco días, se debe buscar otra alternativa, porque con cuatro puntos cardinales no se logró”. Para sanar a personas enfermas se ocupa agua bendita, copal, velas, hojas de toronja, hilo y cera.

La concepción de la enfermedad en los pueblos me’phaa no puede separarse de las potencias que dieron origen a su mundo y que sustentan su existencia. Akuun Mbasuun es la lumbre que cuece los alimentos para consumir. Akuun Júba (deidad del cerro o tierra) es la que sostiene la vida, considerando que ahí crece la milpa. El Begóó (rayo) es el abuelo que, con su voz estruendosa, abre las nubes para que llueva y la tierra pueda germinar.

Frente a la crisis sanitaria por Covid-19, los me’phaa se organizaron para cerrar sus pueblos, buscar plantas curativas y hablarle a Begóóo o Mbasuun para que no se propague la enfermedad. La comunidad de Moyotepec, que tiene una población de mil 600 habitantes, entre los que destacan 50 abuelos y abuelas de más de 60 años de edad, también cerró sus accesos para evitar el contagio del coronavirus. Durante 15 días la gente no pudo salir de sus casas. El Ayuntamiento dio sólo un tinaco de agua y cubrebocas, mientras los rezanderos del pueblo oraban para que la pandemia no llegara. En esos días murieron dos personas de diabetes.

Mientras en el mundo se busca y prueba la vacuna contra el SARS-CoV-2, las comunidades me’phaa suben a pedir a Akúún Juba (deidad del cerro) y a Kuaya (ciénega) para que no llegue la pandemia. Las familias de Moyotepec elaboraron una infusión para prevenir la enfermedad a base de jengibre, canela, manzanilla y hoja de yerbasanta. También un atole xoco, elaborado con masa de maíz, frijol y picante, una bebida que acostumbran tomar las mujeres después del parto para recuperar su fuerza.

Las abuelas y los abuelos de Moyotepec y del resto de las comunidades hablan con la tierra y con las potencias sagradas. Juntan plantas, flores, velas y una gallina para subir con Begóó (rayo) y pedirle “que las enfermedades se vayan a otras partes, que sucumban en las profundidades del mar o que se pierdan en el aire”, explica Álvaro.

Las familias de estas tierras sobreviven el día con apenas 100 pesos para no morir de hambre y los servicios de salud no llegan a las comunidades más remotas. Moyotepec tiene un centro de salud, pero sólo atiende unos días a la semana, “como si la enfermedad llegara de vez en cuando”, lamentan. En la región, de acuerdo a datos del 2019, existen 445 casas y centros de salud, brigadas y unidades. Y en Tlapa se localiza el único Hospital General de segundo nivel.

En la comunidad de Chilixtlahuaca, que tiene mil 500 hablantes del Tu’un Savi (mixteco), dos personas murieron por Covid-19. Hay 13 con diabetes y cuatro con hipertensión. Mucho de estas enfermedades existen en las comunidades indígenas, pero no hay una atención especializada, menos con pertinencia cultural. La gente se queja de los malos tratos en los centros de salud y afirma que en el Hospital de Tlapa el personal médico es grosero.

Hasta el momento los centros de salud no son una opción para los pueblos, por lo que los tlapanecos siguen recurriendo a diálogo con Mbasuun, Kuaya, Begóó o Júba.

En la cultura me’phaa, el Mbasuun es el que cura las enfermedades. La lumbre, dice el curandero Álvaro Anastacio, “es la memoria ardiente y fecundadora; la esperanza, el rayo de luz que toca la flor para que crezca el niño o la niña aún en tiempos difíciles. Es esa brasa que alumbra el mundo en todos los hogares para que la existencia humana continúe habitándose”.

El curandero advierte que los cuatro vientos que cuidan al mundo son nuestros vigías y son quienes nos dan la palabra para pedirle a Kuaya’ la salud de nuestro cuerpo y alma.

Explica que algunas potencias que rigen la vida de los pueblos me’phaa son Akuun Júba (deidad del cerro o tierra), Kuaya (deidad del agua), Begóó (rayo) y Akuun Mbasuun (deidad de la lumbre o fuego), y a este último se le depositan “24 hojas de fuego que alumbra la cabeza del mundo para que no exista la maldad”. 

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VERACRUZ
SIERRA NORTE, DONDE SE CERRARON LAS AULAS, PERO SE ABRIÓ LA ESCUELA DE LA MILPA

ALFREDO ZEPEDA

 

“Esta semilla que se tiene aquí en la producción es criolla antigua, de aproximadamente 200 años”: Abraham Pozos Vargas, campesino de la comunidad de Viborillas, Huayacocotla, Veracruz.

En la sierra norte de Veracruz, Hidalgo y Puebla, donde vive la gente huasteca, náhuatl, otomí y tepehua, la sequía de 2019 dejó a las comunidades sin maíz. De momento, la gente está aprovechando las lluvias para reponerse con trabajo y que haya comida este año.

El trabajo colectivo conocido como Mano-Vuelta está en fase intensiva. Mientras en las ciudades el empleo desaparece por la pandemia, en la montaña todos los brazos están en movimiento. Grupos de diez o quince personas se ponen de acuerdo para dedicar un día a sembrar el maíz de cada quien hasta completar el de todo el grupo. Este sistema no necesita dinero, es intercambio de trabajo.

A éste también se han incorporado los que llegaron de la ciudad huyendo de la pandemia, pues se detuvo el trabajo en la construcción en la colonia del Valle y el de recolección de fierro viejo en la colonia Ajusco, ambas en la Ciudad de México. También se están integrando a la siembra los alumnos y alumnas de las secundarias y prepas. Se cerraron las aulas, pero se abrió la escuela de la milpa.

Nadie se quedará sin saber sembrar y escardar por ir a la escuela

Del intenso trabajo en la milpa nos comparten Ramiro Alvarado, del Sótano; Diego López, de Benito Juárez; Lourdes Antonio, de Ayotuxtla; Emeterio Mauricio, de La Florida; y Zacarías Reyes, de El Pericón, comunidades del municipio otomí de Texcatepec, en la sierra norte de Veracruz. Y también Maricela Hernández, de El Zapote Bravo, Ixhuatlán de Madero, en la Huasteca veracruzana.

“La gente está tranquila, sin miedo, nos estamos dedicando a trabajar el campo. Allá no hay miedo porque estamos lejos de la civilización. Varios están cosechando y empezando a trabajar para el temporal. Se saca el tonalmil, de ahí mismo se le vuelve a escardar y le siembran temporal otra vez. Se sabe que la enfermedad existe pero en las ciudades grandes, en el rancho está tranquilo”.

“En estos días están haciendo la milpa. Este año casi no hay sol y poco más de lluvia. Por la enfermedad los comerciantes ya no pueden pasar”.

“Se vinieron varios de los que trabajaban en Monterrey a trabajar a su comunidad, viven de la milpa”.

“Empezó la gente a sembrar. El tiempo va muy bien, a veces llueve, ojalá que no le falte agua al maicito que vamos a sembrar”.

“Cuando empezó la pandemia muchos empezaron a regresar porque perdieron su trabajo. Empezaron a trabajar en la milpa, los jóvenes que habían dejado de trabajar el campo porque decían que no les gustaba y preferían ir a las ciudades a trabajar ahora decidieron organizarse para hacer Mano-Vuelta”.

“La gente está muy tranquila, siembran, hacen Mano-Vuelta, dan de comer en la siembra, la gente está contenta con el trabajo. Escuchamos en radio y televisión que hay que protegerse mucho, no saludar de mano, no arrimarse cerquita uno a otro. Pienso que la enfermedad no va a llegar porque estamos en la sierra, en el campo y no es igual como en la ciudad”.

“No sabemos qué vamos a hacer si el coronavirus llega. Pues aquí hospitales no hay y menos los aparatos ventiladores que ayudan a respirar a los que se ahogan. En las clínicas si acaso hay paracetamol, pero ni siquiera hay ambulancia para sacar a la gente”, dicen los otomíes de Ayotuxtla en Texcatepec. Como lo reconoce Hugo López-Gatell, subsecretario de salud en México, los sistemas de salud están desmantelados.

En 1980 se construyeron 25 clínicas en las comunidades de cinco municipios de la Sierra Norte de Veracruz. Dos camas, un doctor, una enfermera con horario de 8 de la mañana a 1 de la tarde y dos hospitales en Chicontepec, Veracruz, y en Metepec, Hidalgo.

A 40 años de distancia ni una sola clínica se ha añadido, solamente cambiaron de apellido: Coplamar, Solidaridad, Progresa, Oportunidades, Prospera, y ahora Bienestar.

Las comunidades de la sierra, al igual que los huaves y zapotecas de Oaxaca, se han preservado sin mucho contagio gracias a sus sistemas de cargos. Con alguaciles y policías limitan el libre tránsito en las entradas de los lugares poblados. Los filtros se organizan con la costumbre de la faena y la autonomía.

Los que llegan de Monterrey han de encerrarse unos días hasta asegurarse de su buena salud. Los que salen dan razón del asunto que los lleva fuera, y los avisos llegan hasta México solicitando a las y los migrantes que mejor no vengan. Los comunicados pasan por Radio Huayacocotla, “La voz campesina”, para que la gente obedezca lo que las autoridades de la comunidad mandan. El futuro no se sabe, porque el mundo está en una pandemia más grande que la de H1N1, el Ébola, Chicungunya y Dengue juntos. Aún así, en tiempos de pandemia lo que salva es la milpa. Es la siembra.

Alfredo Zepeda es Coordinador del Proyecto Sierra Norte de Veracruz. 

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OAXACA
EDUCACIÓN AUTÓNOMA PARA NIÑOS Y NIÑAS ZAPOTECAS, CON Y SIN PANDEMIA

GLORIA MUÑOZ RAMÍREZ

Santa María Huatulco, Oaxaca. En medio de la exuberancia de la sierra sur de Oaxaca, a una hora de terracería del municipio Santa María Huatulco, un grupo de niños y niñas de entre 5 y 17 años siguen su propio calendario escolar.

Nunca ha habido internet ni señal de televisión, por lo que no se suspendieron las clases presenciales y los niños siguen yendo a la pequeña escuela de la Finca Alemania, un territorio autónomo en el que habitan decenas de familias provenientes, en su mayoría, de más de 40 comunidades zapotecas. El aula es una pequeña construcción de aproximadamente 25 metros cuadrados, con techo de lámina y paredes de madera. Pero en realidad la escuela mide más de 800 hectáreas de tierras ocupadas en un principio y hoy regularizadas. Ahí los niños y niñas aprenden a contar mientras siembran; tienen clases de música en lo que queda de una iglesia y de teatro y baile en la explanada del centro; también aprenden a hacer pan y a criar truchas y pollos; y los más grandecitos se incorporan a los talleres de medicina alternativa, corte y confección, agroecología, mecánica, herrería o carpintería. Mañana y tarde tienen actividades de formación integral, lo mismo en el salón de clases que en la milpa o en el panteón, donde limpian las tumbas para buscar los nombres de quienes vivieron y murieron ahí, para reconstruir su historia.

La finca cafetalera Alemania fue abandonada por sus dueños en 1995, luego de ser embargada por un banco. Durante dos años los trabajadores se quedaron a cargo del lugar, produciendo por su cuenta, hasta que en 1997 salieron por desastres naturales. El lugar permaneció abandonado hasta que, en abril del 2013, el Comité por la Defensa de los Derechos Indígenas (Codedi), con el apoyo de Organizaciones Indias por los Derechos Humanos en Oaxaca (OIDHO), decidió ocuparla y no sólo hacerla producir, sino construir ahí un Centro de Capacitación regional para dar servicio a 45 comunidades, que fue inaugurado en 2015.

Rodeada de montañas amenazadas por las empresas mineras, la Finca Alemania construye su mundo. En lo que queda de la iglesia original, cuatro niños y niñas toman clases de solfeo. “Aaaaaaaaaa”, entonan las escalas. El aguacero interrumpe la clase y los niños echan a correr bajo el agua.

Parece que la lluvia no se va a quitar nunca, pero media hora después el cielo está limpio y los niños ya están en el taller de panadería, donde hacen cuernitos y bolillos que se comerán las familias durante la cena. Más tarde, encobijados en el suelo y con la ayuda de un motor porque no hay luz, verán una película antes de irse a dormir.

Aquí no hay toque de bandera, pases de lista, uniformes, boletas de calificaciones y todo lo que se conoce en la educación formal. Pero se trabaja el doble. “La diferencia es que hay otra forma de ver la realidad y de enseñar, de compartir y de ser compañeros en clase”, explica Elías García Santiago, parte del Comité de Educación y maestro de danza. Aquí, insiste, “no vamos a pedir que nos den de memoria las características de un árbol, sino que vamos al árbol, lo conocemos y lo tocamos”.

El Centro de Capacitación trabaja por trimestres los niveles de preescolar, primaria, secundaria y bachillerato. Y el sueño que pronto se hará realidad es la construcción de una universidad indígena y autónoma. Ya está el terreno y ya se preparan las carreras. 

Clases en pandemia y con soberanía alimentaria

Nunca pararon las clases, aunque la Finca se aisló. Nadie entró ni salió durante meses desde marzo del 2020, mes en el que iniciaron las medidas sanitarias contra el coronavirus en México. Un letrero en la entrada de la Finca da cuenta de la implementación de medidas y de las limitaciones de tránsito. Pero la vida al interior continuó su marcha.

En las 800 hectáreas de tierras no hay luz eléctrica, y cuando se ocupa se instala con motores de gasolina. Tampoco hay señal de teléfono celular ni internet, salvo en algunos puntos de la montaña. Las familias no tienen televisión ni wifi, por lo que nada del sistema de educación oficial para la pandemia funciona aquí.

En la Finca, con y sin emergencia sanitaria, las clases continuaron. El lugar se mantiene aislado, pero puede sobrevivir porque las familias comen lo que producen. De la tierra sacan prácticamente todo, empezando por el maíz, arroz, frijol, café, frutas y verduras de temporada; además tienen criaderos de truchas, granjas de pollos y de cerdos. Todos los días en el comedor comunitario preparan gigantescas ollas de frijol y arroz y cestos con decenas de kilos de tortillas, además de pan para la cena. De hambre aquí no se muere nadie.

En la Sierra Sur de Oaxaca la mayor parte de la población es zapoteca. El Codedi está conformado por unas 40 comunidades de 15 municipios de toda esta región. Son diferentes comunidades, agencias, rancherías. Cristóbal dice: “Como organización respetamos mucho la autonomía de cada pueblo.

El trabajo que hacemos con las personas está meramente relacionado con el centro, con los proyectos que trabajamos, pero no nos metemos más a fondo, por ejemplo en las elecciones de sus autoridades o los tequios que organizan como municipio. Respetamos esa autonomía, ellos en su trabajo y nosotros en el nuestro”. 

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ISTMO DE TEHUANTEPEC
MAÍZ Y VIDA COMUNITAR IA EN TIEMPOS DE CORONAVIRUS

DIANA MANZO

Istmo de Tehuantepec, Oaxaca. Es medio día y el sol pega fuerte en San Blas Atempa. Eso no impide que Juan López Talín tome su arado y su yunta conformada por un par de bueyes de gran tamaño para caminar por los surcos de su parcela sembrando maíz. Para este ciclo agrícola de otoñoinvierno, Juan, de 65 años, cultivará una hectárea, después de haber sembrado 32 litros de maíz que adquirió con productores de su comunidad.

Por donde se mire, la vida florece en San Blas Atempa a través de los cultivos. El 90 por ciento de los hombres son campesinos, y de ellos el 70 por ciento se dedica al cultivo del maíz. El resto siembra ajonjolí, plátano, coco y otros cultivos frutales.

“A veces un costal de elote lo vendemos en 350 pesos, pero otras ocasiones apenas y lo compran en 100 pesos. Es duro cosechar, es duro sembrar, pero es lo que sabemos hacer. El maíz nos ha dado la vida y aquí seguiremos porque esa es la herencia de nuestros padres y abuelos”, señala Antonio, quien todos los días acude a su parcela, algunas veces realiza labores de limpieza y otras, como ahora que inició su cosecha, a limpiar los arbustos que nacen en de los surcos para evitar que absorban el agua de la lluvia irregular en cada ciclo agrícola y que ha repercutido por los cambios de clima que imperan.

Los hombres de San Blas Atempa siembran el maíz, mientras las mujeres elaboran el totopo. Se cumple el ciclo económico, la cadena de valor: sembrar, cosechar, transformar para darle valor agregado, comercializar y consumir, lo cual deja testamento de una alimentación sustentable. Junto con la siembra, la comunidad lucha por preservar su lengua y cultura. Aquí se conserva lo que otros pueblos han perdido: una presencia importante del zapoteco, sus ritos, fiestas y tradiciones. 

Las mujeres binnizá no se mueren de hambre

Los granos del maíz zapalote chico son semiharinosos y con el más bajo índice gluma/grano en las razas mexicanas, tienen alto contenido nutricional (12.7 por ciento en promedio) y con germen grande, según reportó la Comisión Nacional de la Biodiversidad en el 2010. Todo esto convierte al maíz en propicio a los hábitos alimenticios de la población del istmo oaxaqueño que, por tradición cultural, consume productos derivados de él. Durante seis horas al día, las manos de Nereida Ramos Guerra no paran de moverse. Primero cuece y lava el maíz y después lo lleva al molino. Así elabora 500 totopos al día, que vende a sus clientes en la ciudad de Juchitán.

En la comunidad de Tierra Blanca, que pertenece a San Blas Atempa y de donde es originaria Nereida, es común que las mujeres elaboren totopos y todo lo derivado del maíz, como tamales, pozol blanco y también comida tradicional: “Aquí aprendemos desde chiquitas y gracias a los totopos comemos, porque obtenemos recursos de lo que vendemos. Diariamente aquí se elaboran miles de totopos que se venden a compradores en gran volumen y ellos los revenden en Juchitán y otros pueblos. La producción es alta en esta Tierra Blanca”.

En su cocineta de palma, Elvia Aquino Guerra prepara los tamales de elote, alimento predilecto que se consume con crema y queso fresco obtenido de los ganaderos de la zona. El tamal de elote se hornea o se cuece en ollas de peltre bajo el fuego lento y su sabor es inigualable porque se prepara con maíz tierno; de hecho, la primera cosecha es para elaborar tamales o el atole de elote.

Las mujeres zapotecas de San Blas Atempa no se mueren de hambre porque el maíz que cultivan es su alimento. La vida en este lugar gira en torno a este grano. 

El grano dorado frente a la Covid-19

A la orilla de la carretera está colocada una mesa y un letrero en el que se lee: “Hay pozol blanco y de cacao”. Todo pertenece a Carmen Solórzano, quien desde hace más de 20 años vende esta bebida refrescante y preferida por sus paisanos. Con todo y pandemia por coronavirus, ella no puede dejar de trabajar, pues si no lo hace no hay sustento en su casa. Con el virus sus ingresos se han visto afectados y las ventas no son como antes, “pero mientras haya cosecha, habrá maíz”, asegura.

Para preparar su pozol blanco, Carmen compra las semillas con los labriegos de la zona, quienes tampoco detuvieron la siembra por la pandemia. “Nos hablan de una enfermedad que está matando a la gente, pero el maíz se sigue produciendo, yo sigo vendiendo mi pozol. Si no lo hacemos, el campo podría morir, pero hemos descubierto que nuestro maíz resiste ante cualquier cosa, y aquí seguimos nosotros, los que disfrutamos comerlo y beberlo”.

Tomás Chiñas Santiago, representante de la Organización Social Tona Taati’, explica que el maíz es un alimento resistente, además de necesario para la vida de las comunidades. Por eso, a pesar de la pandemia de Covid-19, se sigue sembrando.

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