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Tráiganme la cabeza de Paul Leduc / Hermann Bellinghausen

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Paul Leduc, durante una entrevista en 2013 con ‘La Jornada’, en su casa en la Ciudad de México. Foto Cristina Rodríguez
26 de octubre de 2020 10:21

Su presencia era turbulenta y sólida. Uno podía decir cuando él se aparecía: “Vaya, al fin hay alguien en este cuarto”. Aunque era grande, podía parecerlo más por la intensidad de esa presencia. Un director de cine debe tener voz, y Paul Leduc la tuvo. Que la usara o no, era cosa suya, a veces taciturno y discreto. Pero cuando se expandía, uno detectaba el duende violento que reflejan ¿Cómo ves? (1986) y en mayor escala El cobrador: In God We Trust (2006). Su primer largometraje, y primera obra maestra, Reed: México insurgente (1973), relata reporterilmente una revolución. Su tema es la violencia. Pero también su contrario: es el cineasta contemplativo, plástico, lacónico de Frida, naturaleza viva (1984). En su manierista puesta en escena de Barroco (1989) propone una lectura de la invención de América, a partir de Alejo Carpentier y la música, que nos deja sin palabras.

Tales extremos definen el conjunto de su obra, sin traicionar nunca este lado de la historia. Es, si alguno, el cineasta más consistentemente de izquierda en México, dentro de que hay otros como Jorge Fons o Alberto Cortés.

Con el tiempo, su cine se fue volviendo muy antimperialista, hasta el extremo de Dollar Mambo (1993), el amargo musical de la invasión criminal de Estados Unidos a Panamá, y también otra de sus obras maestras.

Hombre de ideas fijas hasta lo obsesivo, como todo el tiempo se le ocurrían nuevas ideas lo mismo para el cine que para sus cruzadas quijotescas, tenía muchas ideas fijas y se dejaba guiar por todas ellas. Paul está loco, decían sus amigos. De allí se desprende que su obra sea tan variada en temática y forma narrativa, y a la vez conserve un sello inconfundible, como los cuentos de Julio Cortázar.

Se tomaba riesgos constantes: políticos, cinematográficos, existenciales. Siempre yendo hacia adelante y del lado que sabía justo, el de las clases populares, los indígenas, las resistencias. En Barroco El cobrador explotan ante nuestros ojos los abismos de clase en modo muy diverso. Hay ahí una unidad de fondo: el compromiso. ¿Quién como Paul Leduc ha hecho un cine con tan sistemática implicación social? De vida y obra no tuvo nada que ver con el cine burgués de los tres compadres y tantos otros que ponen los ojos en Hollywood y los grandes festivales, y se exportan con eficaz oportunismo. El de Paul es un cine mexicano y latinoamericano sin fisuras.

También daba pasos sin huarache. Lo rondó la cabeza de la Hidra. Tuvo proyectos que no amarraron nunca, como Bajo el volcán. Como todo gran cineasta, apostaba al fracaso con enjundia, pues un provocador es un provocador. Hasta consigo mismo.

Sus afinidades fueron muy claras. Con los escritores. Con sus actores: Ofelia Medina, Roberto Sosa, Claudio Obregón, Blanca Guerra, Dolores Pedro, Peter Fonda, Ernesto Gómez Cruz. O las apariciones del rock y otras músicas, los cameos y papeles secundarios de Tito Vasconcelos, Héctor Ortega, Javier Molina, Rolo Rodríguez y tantos más. No trabajaba con pendejos.

Conocí a Paul desde los años 70 al calor de la insurgencia sindical de Rafael Galván y el fallido experimento nacionalista revolucionario del Movimiento de Acción Popular (MAP), pronto fundido con el Partido Socialista Unificado de México (PSUM). Con el tiempo, esa corriente se perdió en la encrucijada Carlos Salinas de Gortari-Cuauhtémoc Cárdenas, cuando sus miembros optaron por el primero pese a ser portadores de la corriente cardenista originaria, un tronco de afinidad con el neocardenismo a la alza. Ni siquiera entonces Leduc perdió la brújula ni dijo aquí me bajo.

El iracundo final de El cobrador le costaría la amistad de muchos, especialmente en España, vacunados contra cualquier terrorismo. Lo dicho, se tomaba sus riesgos sin que le temblara el pulso. ¿A qué otro se le ocurriría acometer milagrosamente el remake del remake de Santa (Latino Bar, 1991) en la vereda tropical?

Muchas aventuras las escribió con José Joaquín Blanco, sorprendentemente las más lacónicas, y de lo mejor de ambos. Sus dados podían caer del lado de la Historia, o de las funciones de medianoche y las historias callejeras que tan bien supieron leer tanto Leduc como Blanco. La tecnología, la curiosidad y las dificultades para realizar sus películas lo orientaron hacia la animación y la utilización pedagógica del arte (La flauta de Bartolo o la invención de la música, 1997).

Su antimperialismo se tornó angustiado antifascismo con el ascenso de Trump y Bolsonaro. Sumó su obsesión a la de otras mentes nobles como Noam Chomsky y Caetano Veloso para detener la rampante pesadilla de todo verdadero izquierdista. Muy brechtianamente, quiso adelantarse a la tragedia con las armas de la propaganda y el humor mediante un survival kit de documentación antifacha que animó por Internet hasta sus últimos días.

Con él se va uno de los últimos genios vivos que quedaban del pasado mexicano reciente, ese que se inició en 1968 y se termina otro poco cada que nos deja una de sus grandes cabezas.

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