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Es muy posible que nunca haya tenido una noción exacta de lo que se llama realismo en el sentido de que, como lectora, no discrimino entre éste y la fantasía.
Mi primera lectura fue la mitología griega. Al igual que con mis oraciones, nunca se eliminó nada, pero se agregaron categorías. Primero los libros de Oz. Luego la biografía, los libros de instrucciones de mi infancia. Cómo ser Madame Curie. Cómo ser Lou Gehrig. Cómo ser Lady Jane Grey. Y luego, gradualmente, las grandes novelas en prosa en inglés. Y así. Todo esto hacía un tipo de lectura diferente a la lectura de poesía, menos llamada al orden, más vacaciones.
Lo que me sorprende ahora es que estas obras bastante dispares, Middlemarch y The Magical Monarch of Mo, me parecían casi iguales en su irrealidad.
El realismo es histórico por naturaleza, limitado a un período. Los personajes se visten de cierta manera, comen ciertas cosas, la sociedad los frustra de maneras específicas; por tanto, lo real (o lo teóricamente real) adquiere con el tiempo lo que siempre ha tenido lo fantástico, un aire de inmensa improbabilidad. Existe esta variación: lo abiertamente fantástico representa, en la imaginación, lo que aún no ha sucedido (esto es cierto incluso cuando se ubica en un pasado mítico, un pasado más allá del alcance de la historia documentada). La ficción realista corresponde aproximadamente a la realidad familiar y presente del lector; su extrañeza es la extrañeza de la obsolescencia o de lo irrecuperable. Con respecto a esta obsolescencia, a veces se agradece, a veces se lamenta. Aunque los personajes en sus pasiones y dilemas se parecen a nosotros, el mundo en el que se representan estas pasiones es desvanecido y extraño. En la medida en que no podamos habitar ese mundo, lo que antes era real se vuelve muy parecido a lo deliberadamente irreal.
Lo fantástico existe como hipótesis y como sueño: si todo fuese diferente, entonces podría ser distinto. Considerando que lo anteriormente real documenta lo que no puede repetirse, quedamos fascinados por el registro histórico (que parece nuestro) y los paralelismos.
Que el momento o la secuencia representada por el realismo nunca se repita infunde a la obra premoniciones de final. ¿Cómo va a terminar? ¿Morirán? ¿Se enamorarán? Este mecanismo que le da forma intensifica la sensación de discrepancia entre el realismo y la vida real. Menos crítica que la determinación de la trama es la atmósfera conferida por la función de morir y enamorarse. Leemos anticipando el final, previéndolo, adivinándolo, tratando de ahuyentarlo. En este sentido, es verdaderamente realista: el fin está más allá de nuestra influencia o control. El desamparo apasionado y cautivo del lector se asemeja al desamparo ansioso de la humanidad. Una vez que el fin está sumergido en el tiempo, en su trayectoria impermeable, hemos pasado del realismo a la filosofía.
Lo fantástico termina de manera diferente, ya que nunca comenzó, o comenzó únicamente cuando pudimos coincidir en sus hipótesis. Termina provisionalmente, también con nuestra cooperación. Entonces, quizá, si estamos de acuerdo, comience de nuevo. Quizá con pequeñas revisiones o alteraciones.
Para el lector, estas distinciones quedan eclipsadas por inmensas similitudes.
¿Cómo el niño entendió los libros? Como una invitación a vivir un rato en la cabeza. Como regalo de muebles o adornos para esa vida. La vida en la cabeza se volvió, durante el transcurso del libro, más enfocada, rica en detalles extraños. Mientras que la poesía era la forma en que pensabas cuando estabas leyendo o siendo, independiente de una identidad finita y moteada. Pero ese es otro tema.
*Este ensayo pertenece a American Originality. Essays on Poetry, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2017. Traducción de Alejandro García Abreu.