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Hay gente que nunca muere, que no debe morir, que tiene que estar siempre con su pluma y su corazón diseñando lo que no queremos ver, con un toque de humor fino, delicadísimo, como el hilo de seda que escribe la ruta de una rosa, para enseñarnos a mirar. Para que el mundo deje de ser por un instante tramposo y cínico y cruel y una porquería, como dice el tango, y convertirse en una promesa, un milagro posible, aún con el techo volado por el huracán.
Eso es Quino. Eso sus viñetas. Ese el universo que nos transmitió. Para cada desastre más de una. Para que se nos afirme la idea en esa cabecita frívola y hueca que nos habita. De todo se ocupó. Los automóviles. La televisión. Los celulares. Los saberes. Los trabajos. Las miserias. Los ricos. La terapia. La muerte y su descendencia. El fútbol. El Guernica de Picasso ordenado por una eficiente mucama. El inmenso mar de la esperanza. La estatua de la libertad convertida en caballo de Troya. Charles Chaplin en el cine devorándose un zapato y la reacción de las tres gradas. Una se ríe a carcajadas, la otra mira con la avidez del hambre. ¿Cómo que no rema más? Me extraña Fernández. ¿Acaso no estamos todos en la misma barca?
Qué mala es la gente. Qué presente impresentable. Yo no fui. A mí no me grite.
Sólo la enumeración de los títulos de sus abundantes libros ya describe las grietas de estas sociedades donde “toda la gente buena en el país y en el mundo, lo está llorando”. Como escribió en su cuenta de Tweet Daniel Divinsky, exeditor de de La Flor, la editorial que lo publicó. Quino y más Quino. ¿Cómo se va a morir? Para decirlo con su compatriota Jorge Luis Borges, “a mí se me hace cuento” que Quino es mendocino, “me parece tan eterno como el agua y el aire”.
¿Quién es este hombre tan sabio, tan bueno, tan sutil para decirlo todo casi en silencio? ¿Cómo crecen estas flores? ¿Cómo es posible que hace más de cinco décadas inventase una figura que no sólo no envejece, sino que va rejuveneciendo a medida que la leen las nuevas generaciones? Imagínense. Estamos en los sesenta. Las sociedades se movilizan, se conmueven. Casi dos décadas después de la guerra más espantosa que ha vivido la humanidad, millones de asesinados, desplazados, el Holocausto, bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, el mundo ha perdido su inocencia. Se cuestiona. Se interpela. Los jóvenes asaltan las calles, las plazas. Se rebelan. El cine se viste de Godard, Bergman, Antonioni, Kurosawa, Truffaut, Dennis Hopper, Resnais.
Si bien en aquellos años el cambio social parecía a la vuelta de la esquina, el feminismo era apenas una burla, algo exportado, insolente o desubicado, “una causa perdida” (Borges dixit) y el medio ambiente y la naturaleza sólo eran un espacio para dominar, una vaca para ordeñar eternamente. Sin embargo, Quino concibe un personaje rebelde, contestatario, sabio. Una voz que interpela a los adultos por el estado del mundo, de las guerras, del desastre ambiental, la desigualdad social. ¡Y es mujer! Mafalda. Una niña sintetiza los deseos, sueños, miedos, utopías del siglo XX. La conciencia del siglo. Feminista, revolucionaria, eterna.
Cierto que es sólo un personaje, como dijo su creador en algún momento. Aunque cuando le consultaron cómo sería Mafalda hoy, a los cincuenta, contestó sin dudarlo: “Mafalda nunca habría llegado a ser adulta. Ella estaría entre los 30 mil desaparecidos de Argentina.”
El palito de abollar ideologías
Me encuentro formulando estas preguntas mientras leo los detalles de su vida, que nació el 17 de julio de 1932 en Mendoza como Joaquín Salvador Lavado, y que lo llamaron Quino, porque Joaquín ya había uno en la familia. El tío que lo deslumbró dibujando. Y empezó a caminar en esa dirección. A los trece años se inscribió en la Escuela de Bellas Artes de Mendoza y a los diecisiete abandonó, se fue a Buenos Aires, pasó por las más diversas publicaciones incursionando en la publicidad, a la que le reservó muchos de sus mejores dardos.
Los datos son insuficientes para definirlo. ¿De dónde esta capacidad para entender y dibujar el mundo, de ponerlo todo en cuestión, de decir sin gritar, de mostrar y revelar como un felino, que llega sin ser oído, inunda con su belleza y se va de la misma manera como ha llegado? Así se percibe este hombre. El creador de Mafalda y toda esa familia infantil que cincuenta años más tarde, en 2014, fue integrada al Plan de Lectura de las escuelas argentinas para emoción de su maestro. “En mi trabajo siempre di todo de mí, pero no hice otra cosa que retribuir lo que me dio la escuela pública.”
Eran los años sesenta cuando Mafalda me hizo un guiño y desde entonces ha pasado de mano en mano, de generación en generación, y mi hija colecciona las agendas, cada año desde que la “descubrió”. Y son Mafaldas las jóvenes luchando por ser ellas, soberanas de su cuerpo y su caricia, en las gigantescas movilizaciones del #NiUnaMenos, las luchas por la legalización del aborto, las que sostienen viva la llamita por un mundo más igualitario, más sensible, más justo.
En 1976 un grupo paramilitar asaltó la parroquia de San Patricio, en el apacible barrio de Belgrano, en Buenos Aires, y asesinó a los sacerdotes Alfredo Leaden, Alfredo Kelly, Pedro Duffau y los seminaristas Salvador Barbeito y Emilio Barletti, miembros de la comunidad religiosa Palotina. Destrozaron el mobiliario buscando quién sabe qué armas. Parecían ignorar que las ideas se alojan en neuronas y corazones. Entre los escombros que dejaron los asesinos, había treinta y cinco vainas servidas y quince proyectiles correspondientes a armas de fuego calibre 9 milímetros. Según el parte policial, en la misma habitación, se encontró “un cartel de aproximadamente 50 por 30 centímetros que dice: ‘ven? Este es el palito de abollar ideologías’.” La nena díscola seguía viva, hablando entre los muertos.
Las ideas y los sueños de un mundo diferente también. Tal cual nos enseñó este Maestro que ahora se va, pero nos deja en manos de esa nena rebelde a ver si un día, de una vez por todas, aprendemos a decir como ella ¡basta! no más sopa!
Y a actuar en consecuencia.