Ciudad de México. A las históricas demandas de los normalistas rurales, los ataques en Iguala el 26 de septiembre de 2014 añadieron una más: que se haga justicia en el caso de sus 43 compañeros de Ayotzinapa desaparecidos esa noche. Desde entonces, con la participación de cada nueva generación, los alumnos de estas instituciones marcan la fecha, participan en sus movilizaciones y acompañan a los padres y madres que, tras seis años del crimen de Estado, no han cesado en la búsqueda de sus hijos.
La justicia en el caso no sólo ha sido ilusoria, ha sido deliberadamente negada. El proceso de ofuscación, mentiras y encubrimiento empezó escasas horas después del ataque. Primero se trató de pintar a los estudiantes de Ayotzinapa como partícipes en el crimen organizado; después se dijo que era un asunto puramente local; después vino la mentira histórica, un elaborado montaje oficial afirmando –en contra de toda evidencia científica– que los normalistas habían sido incinerados en el basurero de Cocula; después se dio el ataque mediático contra los integrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), así como un intento de espionaje con el spyware Pegasus; después no se renovó el permiso del GIEI para seguir su investigación en México.
Más allá de las normales rurales y el dolor y desesperación de los familiares de los 43 desaparecidos, para muchos, la noche de Iguala fue un despertar. Fue un despertar sobre la brutalidad del Estado, sobre la situación de unas escuelas frecuentemente tachadas de reliquias del pasado, y un despertar sobre las décadas de asedio a sus alumnos. Y ese despertar demandaba acción, una acción que se tradujo en múltiples y constantes protestas, a escala nacional e internacional. Por eso, todo intento de dar carpetazo a la investigación fracasó. Ahora, un nuevo régimen ha expresado su voluntad de encontrar respuestas y ha restaurado el mandato del GIEI.
Esto no significa que se haya hecho justicia ni que necesariamente se hará. El camino parece largo y el crimen ya tuvo daños irrevocables. Los tuvo para los familiares de los desaparecidos, y los asesinados esa noche, y para quienes fueron heridos. Además, el permanente estado de lucha para confrontar las mentiras, defenderse de las calumnias y demandar justicia conlleva a un desgaste físico, emocional y familiar. Y, si bien las movilizaciones en torno a Ayotzinapa aportaron una reconsideración sobre la leyenda negra que desde los círculos oficiales y los medios de comunicación se había construido sobre las normales rurales, la barbarie del crimen también provocó miedo a quienes enviaban, o querrían enviar, a sus hijos a estudiar a una normal rural. Esto contribuyó a una reducción de aspirantes de nuevo ingreso.
Por si fuera poco, la reforma educativa del gobierno de Enrique Peña Nieto canceló la garantía de trabajo que antes tenían los egresados de las normales rurales. Así se socavó seriamente el papel de estas instituciones en formar maestros para las regiones que más los necesitan y de proveer de un trabajo digno a quienes la pobreza da escasas posibilidades de estudiar. Esta reforma marcó una baja todavía más seria en el número de aspirantes, lo cual ha dado pretexto para ir reduciendo el número de becas. No es difícil imaginar cómo este proceso pudiera llevar a una lenta pero eventual extinción de las normales rurales.
Y no sólo han sido las normales rurales las que están siendo estructuralmente debilitadas, es el normalismo en general. Aquí también las acciones de la pasada administración, estableciendo que ya no hacía falta una carrera normalista para ser maestro, amenazaron gravemente al sistema formador de docentes. Esa amenaza se ha recrudecido con la reciente iniciativa que reduciría el presupuesto a la educación normal por un alarmante 95.3 por ciento ( La Jornada, 21/9/20). Tal abrumante ajuste de fondos es una amenaza frontal al sistema.
En el estado de Michoacán –cuna del normalismo rural por persistir allí la más antigua normal rural, originalmente establecida en Tacámbaro y que hoy se localiza en Tiripetío– la crisis en las normales ha llegado a niveles tan críticos que sus egresados decidieron jugarse la vida en plena pandemia al organizar el mes pasado un plantón en el Zócalo de la Ciudad de México. Con esta movilización exigían la regularización de trabajo para los cientos de graduados de la generación de 2019 y 2020. Si en Michoacán los normalistas en general han sido blanco de ataques durante el gobierno de Silvano Aureoles, los de Tiripetío en especial han sido víctimas de represión. El más reciente ejemplo se dio el pasado 11 de septiembre, cuando un camión de policía arrolló a estudiantes que se manifestaban por la libertad de sus compañeros detenidos.
Dado este contexto, vale la pena preguntar qué significa hacer justicia en el caso Ayotzinapa. Ciertamente consiste en esclarecer lo sucedido, identificar y procesar a los autores materiales e intelectuales y atender y reparar los daños a los familiares. Pero si se trata, además, de un renovado proyecto de nación, habría también que fortalecer la estructura social y en ella el sistema educativo en general y el normalismo en particular son clave. Debilitarlo o pretender contar con la iniciativa privada es una receta desastrosa. La justicia hacia los derechos humanos no puede ir separada de la justicia social, pretender hacerlo tiene trágicas consecuencias. Establecer ese vínculo requerirá una movilización permanente, cosa que históricamente han comprendido los estudiantes de las normales rurales. ¿Lo comprenderemos también los demás?
* Profesora-investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Autora del libro Después de Zapata: el movimiento jaramillista y los orígenes de la guerrilla en México, 1940-1962 ( Akal/Inter Pares, 2015).