Moscú. La región del Cáucaso del sur está a punto de convertirse en escenario de una devastadora guerra entre Armenia y Azerbaiyán, enfrentados desde la disolución de la Unión Soviética por la disputa territorial del enclave de Nagorno-Karabaj, un conflicto armado desde entonces insoluble de armenios que viven en suelo formalmente azerbaiyano y que el pasado fin de semana provocó el enésimo derramamiento de sangre, ataques y contraofensivas en la franja de separación e incluso la movilización general y declaración de guerra por parte de Yereván, al tiempo que Bakú decretó el estado de sitio en la zona colindante.
Para Armenia, la razón histórica está de su lado al votar la mayoría de los habitantes de Nagorno-Karabaj proclamar en diciembre de 1991 su independencia; para Azerbaiyán, es una cuestión de honor, pues no sólo una parte de su territorio se pronunció en favor de la escisión, sino como resultado de ese conflicto perdió siete distritos adyacentes ocupados por el ejército armenio como “franja de seguridad”.
Como suele suceder desde entonces, cuando estalló una cruenta guerra por el territorio de Nagorno-Karabaj –que en tres años causó cerca de 30 mil muertos–, Armenia y Azerbaiyán se acusan de haber iniciado las recientes hostilidades, al tiempo que reportan los éxitos de sus ejércitos en términos de bajas del enemigo y piden el apoyo de sus protectores, Rusia y Turquía, respectivamente.
De Moscú –interesada en conservar un aliado estratégico en la región y las bases militares que tiene en Armenia y, a la vez, de seguir vendiendo armas a Azerbaiyán– y de Ankara –identificada por razones de origen común con los azeríes y miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)– depende que no haya una guerra en gran escala entre estos vecinos caucasianos.
Para ello Moscú y Ankara tienen que ser capaces de mitigar los ánimos belicistas de Yereván y Bakú y conseguir que se sienten a negociar un alto el fuego, como prioridad inaplazable.
Detener las inútiles muertes de militares y civiles, así como las destrucciones causadas por los bombardeos de uno y otro lados de la imaginaria barricada que separa a armenios y azeríes, es primordial para evitar que las provocaciones recíprocas desencadenen una guerra que encienda el Cáucaso del sur y contraponga, aún más si cabe, a Rusia con un integrante de la OTAN.
En medio de los triunfales partes de guerra que difunden unos y otros, lo único seguro es que, en estos momentos, ni Armenia ni Azerbaiyán parecen dispuestos a retomar las conversaciones que buscan como meta pactar un arreglo político.
La indispensable solución se encuentra en punto muerto desde que en 1994 se estableció un alto el fuego con la mediación de Rusia, Francia, Estados Unidos y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa.
Resulta imposible avanzar en las negociaciones cuando Armenia exige como condición que se reconozca a Nagorno-Karabaj como parte con plenos derechos y Azerbaiyán veta esa posibilidad y exige, en cambio, que le devuelvan los siete distritos ocupados para empezar a negociar, lo que los armenios descartan por completo.
Ahora, por si fuera poco, no se descarta que la confrontación entre Yereván y Bakú se agrave si se cumple la amenaza del primer ministro armenio, Nikol Pashinian, de reconocer la independencia de la república de Nagorno-Karabaj, surgida de un referéndum y hasta ahora no reconocida por ningún país.
Violentos combates entre fuerzas armenias y azerbaiyanas causaron varias muertes, incluso de civiles, luego de un recrudecimiento del conflicto de décadas por el control de la región disputada de Nagorno-Karabaj. Vía Graphic News