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Aislamiento, pandemia y sociedad del conocimiento / La Semanal

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27 de septiembre de 2020 11:08

La pandemia y el consecuente confinamiento han puesto a la vista factores, tendencias, virtudes y miserias de las sociedades del mundo, que en la ‘antigua normalidad’ eran prácticamente imposibles de ver. En ‘Ensayo sobre la ceguera’, la genial novela del Premio Nobel portugués, José Saramago (1922-2010), la ceguera es, al final, la forma extrema de ver. Los vínculos entre una y otra son asunto de este ensayo.

Sugerente coincidencia: José Saramago (Portugal, 1922-2010) publicó su novela Ensayo sobre la ceguera1 en 1995, año axial para la masificación de internet, además de dictar una conferencia sobre comunicación en el seminario Nuevas tecnologías e información del futuro, lectura que dio pie a “¿Para qué sirve la comunicación? Un escritor ante las nuevas tecnologías”, texto2 donde expuso el desarreglo implícito en el uso de los términos información y comunicación, al relacionarlos con internet:

 

La información sólo nos hace más sabios si nos acerca a los hombres. Pero con la posibilidad de acceder, desde lejos, a todos los documentos que necesitamos, aumenta el riesgo de deshumanización. Y de ignorancia. La clave de la cultura ya no reside en la experiencia y el saber, sino en la aptitud para buscar la información a través de los múltiples canales y yacimientos que ofrece internet. Se puede ignorar el mundo, no saber en qué universo social, económico y político se vive, y disponer de toda la información posible. La comunicación deja así de ser una forma de comunión.

 

Esta disposición inmediata “de toda la información posible” difunde una irresistible luz que, en Ensayo sobre la ceguera, se apersona como una epidemia de invidencia que, irónicamente, no sumerge en la oscuridad, sino en una claridad cegadora en la que se albergan algunos de los contradictorios simbolismos del blanco: fertilidad y esterilidad, vida y muerte, clarividencia e ignorancia, pureza del enlace matrimonial y sometimiento de la sexualidad femenina (la novia) a la autoridad machista (el novio).

Son estas contradicciones las que descaminan a hombres y mujeres del reencuentro con la vida comunitaria racional y sentimental en Ensayo sobre la ceguera, resuelta y propositiva exploración en el aislamiento intelectual y emocional del individuo en plena revolución de las telecomunicaciones,3 lo que explica que en la novela ningún personaje tiene nombre propio, sino que están referidos por sustantivos y adjetivos: una sociedad de mujeres y hombres innominados, clasificados con base en hechos circunstanciales:

 

La chica de las gafas oscuras también fue conducida a casa de sus padres por un policía, pero lo picante de las circunstancias en que la ceguera se manifestó, una mujer desnuda, gritando en un hotel, alborotando a los clientes, mientras el hombre que estaba con ella intentaba escabullirse embutiéndose trabajosamente los pantalones, moderaba, en cierto modo, el dramatismo obvio de la situación.

 

Tal vaguedad de las identidades concedió a Saramago el desarrollo de los personajes, tanto en sus aspectos particulares como en su participación colectiva, retablo multitudinario y a la vez de individuos, por lo que en ciertos pasajes de Ensayo sobre la ceguera son evidentes las alusiones a Brueghel el Viejo y al Bosco y sus meticulosas representaciones de la vida común en el campo y los pueblos de la Europa prerrenacentista, y así también sus apabullantes simbolizaciones del pecado, la muerte y el castigo eterno.

 

De la información a la superstición

Con base en tales referencias, Saramago expuso, sin molestarse en dar explicaciones, la aparición y propagación de la epidemia de ceguera blanca que infecta a las y los habitantes de un país innominado, como los pueblos indeterminados en los cuadros del Bosco; paralelismo que, no exento de ironía, deja entrever a una sociedad moderna que interpreta la singular enfermedad en términos más cercanos a la Europa prerrenacentista que a la de las postrimerías del siglo xx, engreída con su autoproclamada superioridad moral, intelectual y científica, cuya mayor expresión era la entonces boyante Unión Europea.

En oposición a dicho engreimiento, en Ensayo sobre la ceguera el novelista portugués hilvanó una sociedad que titubea entre la carretera de la información y las supersticiones, jaloneada por el racionalismo y el fanatismo, el individualismo más descarado y el gregarismo más genuino, como ilustra el médico al inicio del confinamiento forzado:

 

Por ahora sólo somos seis, pero mañana, seguro, seremos más, todos los días llegará gente, sería apostar por lo imposible figurarse que iban a estar dispuestos a aceptar una autoridad que no han elegido y que, además, nada les puede dar a cambio de su acatamiento, eso suponiendo que reconocieran una autoridad y una reglamentación, Entonces va a ser difícil vivir aquí, Tendremos mucha suerte si sólo es difícil.

 

Recluidos en entornos sociales designados a partir de un criterio segregacionista, las y los habitantes de Ensayo sobre la ceguera tienen dificultades para comunicarse y empatizar con el otro, de modo que el aislamiento impuesto por la ceguera exige también una etapa para ensayar la socialización olvidada o nunca antes vivida. Ensayo, porque las mujeres y hombres de ese país infectado deben crear un nuevo lenguaje en el que reconocerse y comunicarse.

Para aumentar la sensación de inestabilidad, en Ensayo sobre la ceguera Saramago no sólo echó mano de la combinación de personas narrativas, recurso caro a su discurso, sino que hizo imprecisas las fronteras entre las voces de los protagonistas al privilegiar el uso de comas
y punto y seguido, por encima de punto y aparte y puntos suspensivos. Debido a tal dilución de los límites, lectoras y lectores somos al mismo tiempo testigos del proceso escritural y voyeristas entrometidos en las vidas de los personajes, algo que el relator acentúa al dirigirse a nosotros, compartir sus dudas, develarnos intimidades:

 

En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días. Hasta ver. Estas mismas palabras, Hasta ver, intencionales por su tono, pero sibilinas por faltarle otras, fueron pronunciadas por el ministro, que más tarde precisó su pensamiento, Quería decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas, o cuarenta meses, o cuarenta años, lo que es preciso es que nadie salga
de allí.

 

Organizada e informada, al observarse de cerca, la sociedad del país innominado es aterradora, cuando se atisba que la organización y la información esconden un racionalismo y una moral signados por el machismo, la indiferencia al dolor ajeno y la intolerancia al otro, perversiones que emergen durante el confinamiento y transmutan la ceguera blanca de desgracia absurda a terror definido, emanado de las propias raíces sociales. Y el momento axial de tal odio se halla en la orgía de violencia sexual establecida como tributo por los ciegos malvados que se han apropiado del centro de confinamiento:

 

Amanecía cuando los ciegos malvados dejaron ir a las mujeres. La ciega de los insomnios tuvo que ser llevada en brazos por sus compañeras, que apenas podían, ellas mismas, arrastrarse. Durante horas habían pasado de hombre en hombre, de humillación en humillación, de ofensa en ofensa, todo lo que es posible hacerle a una mujer dejándola con vida.

Violentadas y denigradas, son las mujeres quienes intentan reconstruir el edificio ético, intelectual y emocional de la sociedad, que no por nada es una mujer, la del médico, el único ser humano que conserva la vista, y es a través de ella que las demás ven, literalmente con otros ojos, este mundo que las marca como pertenencias –la mujer del médico, la mujer del primer ciego–, objetos sexuales –la chica de las gafas oscuras– o subordinadas –la empleada del consultorio, la camarera del hotel. De hecho, a contrapelo de la sexualidad de la muerte ejercida por los hombres (violaciones, torturas, salirofilia), las mujeres retoman el erotismo en su sentido original (amor y deseo sexual), es decir, sexualidad insurrecta que cuestiona y contraviene el discurso discriminador y esclavista del patriarcado.

 

La utopía del equilibrio humano

Se trata de una sexualidad revolucionaria, liberadora, pero en la que sólo las mujeres se reinventan, no así los hombres, ineptos para imaginarse más allá del machismo. Todos los hombres, salvo el viejo de la venda negra, rescatado de su ostracismo social por la chica de las gafas oscuras, único capaz de advertir la revolución avivada por las mujeres, orientada a sustituir la distopía del inmovilismo patriarcal por la utopía de un equilibrio humano incluyente. Y al comprender la riqueza creativa de la otredad femenina, el viejo de la venda negra encuentra su autoafirmación al compartir su erotismo con el de la chica de las gafas oscuras:

 

Eres tú, preguntó él, ella se acordaba de su casa y sufría, no dijo Consuélame, pero fue como si lo hubiera pensado, lo que no se sabe es qué sentimiento habrá llevado a la chica de las gafas oscuras a poner un brazo sobre el hombro del viejo de la venda negra, pero el caso es que lo hizo, y así permanecieron, ella durmiendo, él no.

 

Contestatario, en Ensayo sobre la ceguera Saramago enfrentó a la sociedad del conocimiento, alucinada por el tránsito instantáneo de información a expensas de la incapacidad de los individuos para hacer vida comunitaria. Tal es la blanquitud de la ceguera, blanquitud que abruma, pero no esclarece, que deslumbra, pero no ilumina.

 

Notas:

1 La novela se publicó en 1995 bajo el título Ensaio sobre Cegueira, traducida al español por Basilio Losada como Ensayo sobre la ceguera. Las citas provienen del volumen editado por Alfaguara-Santillana Ediciones Generales en 2001.

2 Publicado en el número 38 de la edición española de Le Monde Diplomatique, en diciembre de 1998.

3 El aislamiento emocional de los hombres y las mujeres contemporáneos también ocupó a Saramago en, al menos, otras dos novelas: Todos los nombres y El hombre duplicado.

 

 

 

 

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