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En defensa propia / Explotación laboral/ Alejandro Gertz Manero

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El modelo de las juntas de Conciliación y Arbitraje fue una regresión para los derechos sociales de la base obrera del país, los volvió negociables. Foto Alfredo Domínguez
21 de septiembre de 2020 10:30
 
Tuvieron que pasar centurias para que los derechos más elementales de los trabajadores del país fueran plenamente reconocidos; hasta que, en 1917, la nueva Constitución General de la República estableció un cambio fundamental en nuestra historia laboral, al introducir, en su artículo 123, las garantías y el marco jurídico protector y justiciero que fue, evidentemente, señero y visionario.

Este extraordinario avance, más lo señalado en el artículo 27 de la Carta Magna –que definió las reivindicaciones de las tierras y de los fundos comunales de la población indígena originaria, que les habían sido arrebatados por el liberalismo del siglo XIX–, constituyeron los dos pilares esenciales y la justificación ideológica de la Revolución Mexicana.

Es indispensable tener en cuenta que en esos momentos la mayoría abrumadora de la población nacional era primordialmente campesina y trabajadora; indígena y mestiza; en pobreza absoluta y, más de 95 por ciento de ella, carente de toda educación.

Años después, y para consolidar los principios constitucionales laborales, se promulgó la Ley Federal del Trabajo de 1931, que fue reformada en mayo de 1970, para reglamentar, en forma más precisa, todos los derechos de los trabajadores, estableciendo mayor protección para ellos; ratificando, así, el gran cambio de 1917 que en su momento fue encauzado por el presidente Lázaro Cárdenas, con el apoyo del general Francisco J. Múgica. Para, con ello, dar sentido reivindicador y justiciero a una revolución que estaba perdiendo aceleradamente su destino y legitimidad.

Ese profundo cambio social, bajo el patrocinio y conducción del poder público, llevó al movimiento obrero y fundamentalmente a los grandes sindicatos, al igual que a las principales centrales campesinas, a convertirse en estructuras dependientes del gobierno y de su partido único; dando con ello las bases sustentantes de la dictadura perfecta, a la que estuvimos sometidos durante casi un siglo.

Dentro de ese marco tan contradictorio y en materia de justicia laboral, el modelo de las juntas de Conciliación y Arbitraje, dependientes del Ejecutivo, fue una regresión para los derechos sociales de la base obrera del país, convirtiéndolos en objeto de negociación y arbitrio políticos y económicos, como si fueran una mercancía. Esto no puede justificarse, ni ética ni legalmente, porque la justicia para los más necesitados y los más desprotegidos debe aplicarse por tribunales jurisdiccionales autónomos, con absoluta rectitud jurídica y en el ámbito del derecho público, que no es negociable.

Ése ha sido el doble juego tradicional del sistema político mexicano que genera derechos, pero al mismo tiempo los restringe; proclama justicia, pero igualmente la retrasa, la subasta o la niega, y que abre espacios para la reivindicación social, pero inmediatamente los sujeta al poder político y a la corrupción, para así poder manipularlos, creando las grandes trampas históricas del poder público que han inhibido el desarrollo y la madurez política de este país.

Esa pendular y retardataria realidad cotidiana que hemos vivido se volvió a expresar, a partir de las pasadas décadas de los 80 y 90, através de su programa gubernamental entreguista que desmanteló el proyecto productivo nacional y que también provocó el crecimiento incontrolable de la informalidad laboral, que ha ido ganándole territorio a la legalidad y a la formalidad. Es así como en este momento, de aproximadamente 57 millones de trabajadores en todo el país, 31.3 millones son informales, por lo que carecen de toda protección.

Hoy, 55 por ciento de las fuerzas laborales de toda la nación no cuentan con la protección de la ley; para ellos no hay horarios, tampoco días de descanso; no reciben prestaciones; no tienen acceso a la seguridad social ni derecho a retiros. Para ellos no hay más que trabajo y explotación. Hemos vuelto, gracias a la modernidad globalizadora, a la servidumbre laboral de la Colonia y del siglo XIX.

Afortunadamente, éste es el momento en que tal situación puede cambiar para lograr el apoyo legal que merecen los trabajadores que están siendo explotados; cumpliendo así con una deuda histórica y una necesidad urgente de justicia elemental. Y para ello es necesario propiciar, a la brevedad posible, lo siguiente:

– Es indispensable integrar a todos los trabajadores en un solo sistema legal obligatorio, que sea equitativo y se aplique sin excepción. Para así acabar con la discriminación, absolutamente injustificada, a la informalidad laboral.

– Tanto los derechos como las obligaciones de la totalidad de los trabajadores deben quedar perfectamente definidos, por razones de justicia social plena y, también, para apoyar las necesidades de progreso económico y productividad que el país demanda con urgencia.

– En el ámbito de justicia laboral, es impostergable implementar los tribunales especializados ya aprobados, integrándolos con juristas expertos en la materia.

Todo lo anterior no solamente es una obligación de moral social y de ética colectiva, es también el único camino para impulsar el crecimiento económico y para proteger a toda la población trabajadora de su regresión y de la pérdida acelerada de sus derechos y de sus niveles de vida, lo cual ya es intolerable.

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