Anna Andreyevna Gorenko nació el 23 de junio de 1889, en Bolshoi Fontan, cerca de Odesa. A los diecisiete años publicó sus primeros poemas bajo pseudónimo, pues los poetas no eran bien vistos en su círculo. Adoptó entonces el Ajmátova de sus ancestros maternos, descendientes del Khan Ajmat, último príncipe tártaro de la Horda de Oro. A decir de Joseph Brodsky, Premio Nobel de Literatura 1987, último y más joven de los entrañables amigos de la poeta, la adopción de tan exótico apellido fue el primer arrebato poético de Ánniushka.
Genuina princesa, vivió una infancia idílica en medio de los bosques de Zárkoie Siseló, comiendo moras. Su privilegiada circunstancia le permitió cursar la carrera de Derecho en la Universidad de Kiev, aunque aposentada en Leningrado asistió también a cursos de historia y latín. Quien sería nombrada Ana de todas las Rusias no ostentaba aún los conmovedores pómulos ni la pasional tristeza en la mirada, más allá de la simple belleza, si bien –nos dice Joseph Brodsky–, su físico era maravilloso: “Con su metro ochenta, de pelo obscuro, piel clara, ojos de un gris verdoso y pálido como los tigres polares, su esbeltez y su increíble agilidad, durante medio siglo fue dibujada, pintada, moldeada, esculpida y fotografiada por una multitud de artistas, empezando por Amadeo Modigliani.”
Todavía muchacha conoció a Nikolai Gumilov (1886-1921), su primer esposo y uno de los instigadores del acmeísmo, nombre derivado del griego akmί que refiere al ackme, a apogeo, la cumbre, movimiento poético al que Ánniushka se adheriría con toda el alma. Se casaron en 1910, en San Petersburgo, y dos años más tarde publicaría Anna su primer libro de poemas: La tarde. El acmeísmo exponía lo que los simbolistas habían vuelto inextricable y casi sagrado. Su medio de difusión sería la revista Hiperborrea.
Junto con Ossip Mandelstam, máxima figura de este movimiento libertador de la poesía, Anna definió al acmeísmo como “nostalgia por la cultura universal”: “Mas, para todos se revela un misterio/ y los invade el silencio…/ Yo di con esto por casualidad/ y desde entonces ando como enferma.” (Rebaño blanco, 1917). Poca diferencia se advierte en las temáticas anteriores al aciago 1917, cuando estalla la revolución bolchevique.
Ajmátova padeció la peor humillación que puede pasar un artista: la censura. Su voz sería, sucesivamente, acallada y alentada, dependiendo los humores de su todopoderoso admirador, pero siempre ovacionada por ensordecedoras multitudes que se congregaron para escucharla hasta 1946, año de su más profundo silencio.
Ese fue el jaleo que vivió Anna la mayor parte de su vida; oscilando entre la censura, el castigo moral, la paz engañosa y la incertidumbre, viendo caer en el ínter a sus mejores amigos, uno tras de otro; fusilados unos; desterrados otros. Mandelstam también terminará sus días en prisión, no obstante haber apoyado con entusiasmo la Revolución. Su cuerpo, como el de cientos, miles de intelectuales, jamás apareció.
La piedad y el silencio de Anna
En 1921, Gumilov será fusilado por orden directa de Lenin, acusado de conspiración, y si bien Anna y él estaban divorciados desde 1918, llevaban una relación de franca amistad. Algo más tarde, en 1935, su hijo Lev sería arrestado bajo una serie de absurdos cargos y deportado a Siberia por orden de Stalin, transformado en el medio para ejercer control absoluto sobre la poeta. De las acciones de Anna dependería la sobrevivencia de su hijo, ella lo comprendió en el acto y no tuvo más remedio que acatarlo y sumarse a las interminables hileras de madres que visitaban a sus hijos en la cárcel, además de escribir loas al dictador. Empezó por quemar todos los papeles que pudieran comprometerla, incluyendo cartas y poemas.
Hasta los recuerdos le estarían vedados a partir de este momento, al extremo de transmitir oralmente sus poemas a amigos de memoria privilegiada. Producto de esa época en que “sonreían sólo los muertos” es la que se considera su obra maestra, Réquiem (1935-40), no publicada en la vieja urss sino hasta 1987, bajo el mandato de Gorbachov, aunque en Alemania circulaba, sin conocimiento de la autora, una versión desde 1963. En él transmite con pavorosa exactitud el dolor que debió experimentar la Virgen María a los pies de su hijo crucificado. Echa mano del propio dolor para interpretar el de tantas madres y esposas a las que les fueron arrebatados sus hijos o esposos, a veces ambos.
A su querida amiga Marina Tsvetáieva, “hechicera de blancas manos”, desterrada como Lev en Siberia, le canta: “Tú y yo, Marina, vamos hoy/ por la capital nocturna/ y tras nosotras van millones,/ no hay procesión más silenciosa […]”; ante Mijaíl Bulgakov se declara “plañidera de días fallecidos,/ a mí que ardo en la llama tenue/ que a todos he perdido y todo he olvidado”. Asegura envidiar a quienes gozan el privilegio de llorar a sus muertos sin despertar suspicacias.
En 1922 se casará con el orientalista Chilciko quien, si bien no será el amor definitivo, le aportará la visión que da origen a una de sus obras más importantes: Anno domini mcmxxxi. ¿Hasta qué punto la Anna cercada, más vigilada que nunca por el Estado que veía en ella a una amante potencialmente traidora, se identificaba con la mujer de Lot? Anna volteó una y otra vez y en cada conversión sus partículas se reunificaron y fortalecieron: cada una era en sí misma un poco de su vida, un trozo biográfico, brizna salada de dolor y sabiduría: “¿Quién llorará a esta mujer?/ ¿Creería ser la menor pérdida?/ Sólo mi corazón no olvidará nunca/ la vida entregada por una mirada.”
Réquiem: la mirada de Rusia
En la mirada de Anna quedó impreso el horror que la mujer de Lot nunca alcanzó a expresar; la mirada de Rusia. Al poco de casarse con su tercer esposo, el historiador de arte Nikolai Punin (1904-1953), éste también será detenido, pereciendo en los campos de trabajo tras años de encierro. Los motivos de la detención poco importan, pudo ser cualquier cosa… incluso los enfermizos celos de Stalin.
Casi al mismo tiempo estalla la segunda guerra mundial y el Monstruo vuelve a cernirse sobre Ánniushka, que ha permanecido intacta. En 1941, ante el bloqueo nazi, fue virtualmente rescatada de Leningrado en llamas por un avión dispuesto por el propio Stalin y trasladada a la ciudad de Tashkent, donde su principal ocupación consistió en leerle poemas a los heridos y escribir, ya relajada la vigilancia, el borrador de Poema sin héroe, cuya versión definitiva data de 1962. Cuando retornó a su ciudad en ruinas, acaso avergonzada por aceptar la providencial ayuda de su enemigo, se recluiría en su casa a disfrutar de la compañía del hijo, que le había sido recientemente devuelto, y continuó escribiendo.
Fue durante esa época que recibió una inesperada visita que le daría paz y ánimos: la de un joven diplomático inglés llamado Isaiah Berlin (1909-1997), filósofo que deseaba ardientemente conocerla. Había ido a Leningrado atraído por su prestigio de albergar a los mejores anticuarios de libros del mundo, y en una de sus visitas por las viejas librerías se topó con los poemas de Anna que lo emocionaron hasta las lágrimas.
No se detuvo hasta dar con su paradero, totalmente asombrado no sólo de que estuviera viva, sino de que habitara un departamentito humilde cuyo único lujo era el retrato que le hizo Modigliani colgado en una cuarteada pared. La visita duró cerca de veinte horas y muchos insinúan, pese a la fugacidad del primer y único encuentro, que Berlin fue el gran amor de Anna, no obstante ser veinte años menor que ella. Durante aquella inolvidable ocasión, Anna leyó para Berlin los poemas que guardaba celosamente, Réquiem entre ellos.
Una cosa es segura: esa noche corrieron lágrimas en torrente, no sólo por parte de ella. Anna le dedicó además los ciclos Cinque y El escaramujo florece, incluidos en el libro Séptimo sello: “¡Cómo brilló y cantó/ el milagro de nuestro encuentro!/ Yo no quise regresar de allí/ a ningún lugar./ La felicidad, en vez de deuda,/ fue para mí un placer amargo,/ conversé largamente/ con quien no debí./ Aunque ahoguen la pasión de los amantes,/ exigiendo respuesta,/ nosotros, querido, somos sólo almas/ en los confines de la luz.” (“Otra canción”). Esto dará pie a una campaña de desprestigio contra Anna, a quien se le expulsará sin miramientos de la Unión de Escritores.
Como si no fuera suficiente, Lev será encarcelado por tercera ocasión: ¿otra vez los celos de Stalin? Anna no volvería a hablar con Berlin, quien regresaría a Inglaterra el 5 de enero de 1946, no sin antes despedirse de su poeta a lo lejos, con un movimiento de la mano. A partir de aquella experiencia, Berlin, también entrañable amigo de Boris Pasternak, se convertirá en uno de los más firmes opositores al comunismo y no cejará en su empeño de tratar de comunicarse nuevamente con Anna, cosa que no logra sino hasta veinte años después.
La reivindicación
Anna fue rehabilitada hasta la muerte del dictador, en 1953, cuando se le cubrió de honores, mismos para los que no estaba preparada. Esto incluye la recuperación definitiva de su hijo. En 1964, siendo Nikita Kruschev secretario general del Partido Comunista, decide recompensar a la mayor poeta rusa de todos los tiempos y le entrega la presidencia de la Sociedad de Escritores.
En 1965 obtendrá el Premio Internacional de Poesía en Taormina, Italia. En 1965 será nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Oxford, grado gestionado, claro está, por su amado Isaiah Berlin, aunque al parecer el reencuentro, revestido de oficialidad, no fue tan cálido como se hubiera esperado. Cuenta Mario Vargas Llosa que, cuando visitó Headington House, la suntuosa residencia que Isaiah Berlin compartía con su esposa de nacionalidad francesa, Aline Halban, con quien se había casado en 1957, Anna hizo un comentario de una ironía por completo inusual en ella: “¡Ah, así que el pajarito ha sido encarcelado en una jaula de oro!” Viajará intensamente por la Gran Bretaña en compañía de su hijo, haciendo escala en París. Se publica en Moscú El correr del tiempo (1909-1965), balance completo pero todavía censurado de su obra. Justo cuando más recompensada y tranquila se siente, es traicionada por su corazón en Moscú, el 5 de marzo de 1966, tal como había escrito en un poema casi profético: sólo en Moscú podía morir.