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Ojarasca / Chiapas: la ley del déjà vu

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Cocina de los desplazados tsotsiles en Aldama, Chiapas, 2020. Foto Luis Enrique Aguilar
12 de septiembre de 2020 12:20

Pueden cambiar los gobiernos, pero la guerra de contrainsurgencia en Chiapas contra los pueblos no termina, y a juzgar por los acontecimientos de los últimos meses en las montañas de los territorios mayas, en 2020 empeoró a una escala hace años no vista. Desde 1994 han desfilado cinco presidentes y tres partidos políticos en el gobierno federal, y en el estado ocho gobernadores oficiales de cinco partidos. La gran militarización continúa en torno y dentro de las comunidades indígenas, pues las demandas profundas de autodeterminación que dieron origen al levantamiento zapatista en ese año siguen sin cumplirse. No se reconoce ni respeta la autonomía legítima de los municipios autónomos zapatistas, del mismo modo que el extractivismo, la agroindustria y los proyectos de infraestructura y turismo avanzan a despecho de las comunidades originarias, rebeldes o no, de los Altos, la zona norte, la selva Lacandona y la región fronteriza de la selva.

Lo visto en meses recientes, en particular durante julio y agosto, confirma que se siguen aplicando los mismos manuales de contrainsurgencia de hace un cuarto de siglo (con algunos ajustes para el contexto local) que generara el Pentágono para su guerra en Vietnam y contra la revolución de Guatemala: “ganar mentes y corazones” e implantar grupos armados autóctonos que erosionen y combatan la resistencia popular.

Dada la retórica del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, debe resultarle inmanejable el concepto de resistencia de los pueblos. Si las cosas “cambiaron”, ¿qué necesidad tienen los pueblos originarios de resistirse? Mas no bastan el voluntarismo centralista ni el pensamiento mágico-ideológico. Nada vence a la realidad, y los hechos hablan. En estas semanas de 2020 resulta inevitable la sensación de ya haber visto la sucesión de acontecimientos que se desenvuelven en el Chiapas indígena.

Nuevas formas viejas de cooptación, divisionismo, control y maiceo, son desplegadas sobre terreno por el centralismo de las secretarías de Bienestar y Agricultura, operadas por la misma clase política local de siempre y aceitadas por el neoindigenismo vergonzante del nuevo-viejo Instituto Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.

En tanto, vemos el recrudecimiento de conflictos, o más bien de actores agresivos que aprovechan nuevos y viejos diferendos territoriales entre los pueblos, propulsados por los grupos paramilitares nacidos durante el zedillato en Chenalhó, Tila, Chilón y Ocosingo. Los perpetradores de la masacre de Acteal están vigentes entre los nuevos cuerpos armados, ahora ya con presentación pública y televisada, que atacan a tiros sin descanso a una decena y media de comunidades del vecino municipio de Aldama, en los Altos tsotsiles.

Del mismo modo, en la zona chol se recicla un grupo nunca muerto, sólo cambiante en sus siglas y cotizaciones partidarias, coloquialmente conocido como Paz y Justicia. En tierras tseltales rebrotan de sus cenizas aquellos Chinchulines de Chilón, así como el fallido “grupo guerrillero” llamado MIRA en la selva de Ocosingo, hoy a través de un presunto “ejército” indígena quesque revolucionario, de constancia hasta ahora sólo mediática.

Súmense los atracos renovados de organizaciones tiempo atrás absorbidas por el oficialismo. En términos militares, en Chiapas siguen los mismos poderes del supremo gobierno, sea del PRI, PAN, PRD o Morena. Lo vemos en la agresividad de una organización alguna vez en resistencia, una descompuesta Organización de Cafetaleros de Ocosingo (ORCAO) que opera entre Oxchuc y Ocosingo contra las bases de apoyo del EZLN y otras organizaciones independientes. Siendo reiterada la violencia, en particular por transportistas de la ORCAO, adquirió visibilidad con el incendio y saqueo de una bodega de granos del municipio autónomo Lucio Cabañas en el crucero de Cuxuljá el 22 de agosto. Esta organización disputa tierras recuperadas tras el levantamiento de 1994; aún cuando abandonó la resistencia hace años, se avino a los gobiernos sucesivos y se vinculó con delincuentes de la región.

De todos estos eventos y sus ramificaciones, el más desconcertante es el que atañe a San Pedro Chenalhó y sus explícitos grupos paramiltares, único bando al que el Estado mexicano y sus organismos civiles satélite dan crédito en los reactivados conflictos territoriales con los municipios de Chalchihuitán y Aldama que han dejado muertos, heridos, saqueos de aldeas y cultivos, robos, terrorismo, despojo y al fin desplazamiento forzado de centenares de indígenas en estos dos municipios (y en ocasiones dentro de Chenalhó, pues en la región de Los Chorros y Ejido Puebla la hostilidad contra Las Abejas de Acteal es manifiesta, aunque enmascarada como “diferencias religiosas”).

En el mismo renglón se encuentra el forzado pero muy publicitado “acuerdo amistoso” del gobierno, en relación a la masacre de Acteal ocurrida en 1997, firmada con una escisión minoritaria del grupo original de sobrevivientes de las Abejas de Acteal, puesta a modo con el régimen.

Quedan intactas las estructuras paramilitares de entonces, sin jamás haber confiscado a los paramilitares (cuyo armamento crece) una sola arma. Impunes los perpetradores intelectuales, así como el Ejército federal que propició, financió y entrenó a dichos “civiles armados”. El pacto del pasado 3 de septiembre en la Secretaría de Gobernación apunta, como en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos y asesinados de Ayotzinapa, que “se llegará a fondo” sin tocar a las fuerzas armadas, o sea sin tocar el fondo.

La creciente peligrosidad de la violencia ejercida desde el pueblo pedrano de Santa Martha contra los pobladores de la región tradicionalmente conocida como Magdalena (antes parte de San Andrés Larráinzar, y a partir de 1999 municipio oficial de Aldama, para acotar la autonomía zapatista en el corazón más tradicional del mundo tsotsil; recuérdese que en la cabecera de San Andrés, la sede municipal es ocupada desde los años noventa por el gobierno civil autónomo zapatista, y en respuesta el gobierno paramilitarista de Roberto Albores Guillén partió en tres a San Andrés Sakamch’en de Los Pobres, como lo llaman los zapatistas, al crear Aldama y Santiago El Pinar).

Adicionalmente, mutatis mutandis, el régimen lopezobradorista repite, escalándola incluso, la hostilidad discursiva contra los organismos civiles y de derechos humanos que documentan desde los pueblos perseguidos, violentados o en resistencia. A estas alturas del siglo estamos también hablando de defensores del territorio y el medio ambiente, de los derechos políticos de los pueblos originarios para ser guardianes de su propia seguridad y ejercer un autogobierno comunitario.

Con una lógica tramposa, el presidente expone como instancias desestabilizadoras, financiadas por el Oro de los Extranjeros, a centros de derechos humanos, medios de comunicación y organismos civiles, cuyo avieso propósito es oponerse a los grandes megaproyectos de su gobierno. Con ello los “pone”, como ya vimos en el doloroso caso de Samir Flores asesinado en Amilcingo, Morelos. Ya los criminalizó con guante blanco en boca de su comisario en funciones Jesús Ramírez Cuevas el pasado 28 de agosto, al “exhibir” al Equipo Indignación, el Consejo Regional Indígena y Popular de Xpujil y el Centro Mexicano de Derecho Ambiental. Estas organizaciones participan legítimamente en la oposición pacífica al llamado “Tren Maya” (el cual por cierto también pasaría por la franja norte de Chiapas, una zona muy atractiva turísticamente, rica en recursos naturales únicos y botín de las agroindustrias de punta que tanto le gustan al “vicepresidente” Alfonso Romo; su interés empresarial no tiene empacho en atraer y aprovechar capitales extranjeros y trasnacionales, más asociados aún con el poder de Washington que las fundaciones satanizadas por el presidente).

En esa tónica, las organizaciones civiles independientes, de naturaleza “incómoda”, hoy resultan tanto o más indeseables que en tiempos de Zedillo y Albores. Como hace décadas viene sucediéndole en Chiapas al Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, resultan objetivos de inteligencia militar, susceptibles de amenazas y campañas difamatorias.

La escalada de Chenalhó contra Aldama sigue un patrón preocupantemente parecido al de la crisis de violencia paramilitar en 1997. Desplazamientos de familias que quedan en condiciones de desamparo y miedo, obligadas a tiros a dejar sus casas y parcelas. Sobreviven en la precariedad, el hambre y el frío. El Estado no se hace cargo de su salud, su seguridad ni su alimentación, salvo chirles despensas de comida procesada y harinosa de escaso valor nutricional pero redituable en términos de propaganda.

Hombres armados vestidos de negro se concentran en puntos estratégicos, bajan disparando las laderas, se parapetan y cruzan el río limítrofe sin que la policía estatal ni la Guardia Nacional (o sea el Ejército federal) hagan nada por detenerlos. (Ah, pero un día desmontaron las barricadas de los atacantes, y tantán). Al contrario, son los paramiltares quienes desarman a la policía, repliegan a la dócil Guardia Nacional y se adueñan del territorio en disputa. Disparan, hieren, calumnian y persiguen a “los otros” (personas como las que el lector puede ver aquí en las fotografías de Luis Enrique Aguilar). No es fantasía macabra temer una nueva masacre como las habidas en Los Altos y la zona norte de Chiapas entre 1996 y 1998. El escenario ya lo hemos visto.

En tanto, el gobierno federal establece acuerdos amistosos con algunas víctimas del pasado y los presenta como la nuez de su política de distensión, sin que las Fuerzas Armadas asuman ninguna responsabilidad histórica. Mientras, la violencia se repite, y su alianza con los caciques de Chenalhó no es muy distinta de la que famosamente sostuvieron Zedillo y el general Mario Renán Castillo, en la medida en que la militarización se mantiene. Para los indígenas desplazados sólo cambian de nombre los partidos políticos. A MANERA DE CODA

A los indígenas se les da, se les concede, se les “cumple” (mientras no sean los Acuerdos de San Andrés, claro). No se espera nada de ellos salvo su gratitud. Nunca los consideran dignos de autogobernarse, decidir sobre sus territorios y su mundo. Se les recluta electoralmente, no se les escucha. Y si no se cuadran al Estado, se les reprime, niega, difama y criminaliza.

La resistencia, legítima como es, sigue siendo ilegítima para el Estado mexicano, que en consecuencia no acepta ninguna autonomía real, no obstante que ya hay incluso estándares internacionales. Autodeterminación, formas propias de justicia, gobierno, educación y salud son anatema para el Mexico imaginario (como dijera Guillermo Bonfil), representado hoy por las clases capitalistas dominantes y un gobierno personalista y centralista.

No dejarán de manifestarse las resistencias indígenas más allá del desgaste y la negación permanente por parte del Estado. Lo vemos en los Chimalapas, el Istmo de Tehuantepec, la península de Yucatán, Morelos, la meseta purépecha, Atenco, la montaña de Guerrero. No sólo en Chiapas. Como en todas las guerras, aún los “blandas”, el Estado sólo se plantea la derrota del enemigo. Que aquí resultaría interno, mas no se le reconoce ni siquiera como enemigo. Los zapatistas y el Congreso Nacional Indígena han hablado de una prolongada “guerra de exterminio”, que pasa, como lo revela el manejo de las concesiones mineras y turísticas, y de los megaproyectos sexenales que el gobierno impone presentándolos como virtuosos, por exponerlos a violencia real o mediática. Sí, son buen negocio para los inversionistas y crearían “fuentes de trabajo” descampesinizadoras, esto es, instrumentales para el despojo y a costillas de los pueblos originarios dueños de esas tierras.

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