La frenética búsqueda de las balas mágicas
, espoleada por los estragos de la sífilis, condujo a la era de los antibióticos ya entrado el siglo XX. Buenos para combatir bacterias, acompañaron el progreso de antimicóticos y antiparasitarios. Aunque las primeras vacunas preceden a las balas mágicas
, no fueron bien comprendidas hasta mucho después, y se obtuvieron otras. Resultó ser la primera y mejor defensa contra los virus. Cuando era posible. Cuando no, o no daba tiempo, todo se limitaba a sobrevivir. Fue el caso de la viruela desde siglos atrás y la influenza española de 1918.
Hasta mediados del siglo XIX y las hazañas de Louis Pasteur, la única manera de vacunarse
consistía en adquirir la enfermedad y no morir de viruelas y fiebres a cargo de virus infinitesimales, eslabón entre la materia inerte y la viva.
Se desarrollaron técnicas para castrar al virus y hacerlo inocuo pero idéntico al dañino, y exponerlo al vivaz sistema inmune de nuestros cuerpos (y hoy, por extensión, a nuestros perros y gatos) e inducir defensas que, idealmente, serán vitalicias.
Hace unas décadas a los niños todavía nos vacunaban exponiéndonos a las fiebres eruptivas (sarampión, paperas, viruelas, varicela, escarlatina) con los primitos o los vecinos. Otros superaban la hepatitis y quedaban inmunes, aunque tocados. Diversas gripes, neumonías y nuevas hepatitis siguen siendo evasivas. Hacia 1980 entramos en una fase de pandemias inéditas y más graves que las influenzas estacionales. Ninguna más espectacular y temida que el VIH del sida. Como había ocurrido con la poliomielitis después de la Segunda Guerra Mundial, se desataron carreras de fondo para encontrar la vacuna y, de manera colateral (que en el caso del sida resultaría determinante), el desarrollo de drogas antivirales, al tenor de peor es nada, ya que su vacuna, como ocurre con las influenzas, es resbalosa, las mutaciones son rápidas, y la inmunización, restringida o inútil.
Las vacunas deben ser inofensivas, eficaces y factibles a escala masiva. Esto exige un proceso complejo de desarrollo abierto, sometido a prueba y error, probando y comprobando en una exasperante combinación de urgencia y parsimonia científica. Hoy vivimos un momento peligroso. La pandemia de Covid-19, como ninguna otra antes, posee una fortísima carga política. Del devenir de la epidemia dependen gobiernos, elecciones, presupuestos, guerras. El botín para quien logre comercializar la vacuna primero se anuncia espectacular. Deja tú los premios Nobel.
En un tiempo de gobiernos de la desgracia, estadistas que son malas personas y una opinión pública envenenada de odio verbal, irracionalidad ideológica y fanatismo quintaesenciado en Donald Trump, eriza de riesgos la carrera por la vacuna. Podría darle la relección, por ahora poco segura. Los rusos, los chinos, Europa y tantos personajes de ciencia ficción están en el juego. Un juego de guerra, valga decir.
Si obtiene una vacuna viable en los próximos meses (algo poco probable), Trump parecería tener la razón. El gran peligro es que improvise o engañe, como es su estilo. La prevención, el confinamiento y los cubrebocas serían bullshit. Ganarían las farmacéuticas contra la medicina preventiva, la industrialización y el encarecimiento de la salud (como los alimentos, la energía, el agua) contra su gestión soberana. El épico rescate del Séptimo Regimiento de Caballería asestaría un golpe a los cuidados primarios y la sensatez comunitaria.
Está visto que enfrentamos un virus de compleja inmunidad. Es posible, y deseable, que se desarrollen una o varias vacunas seguras, aunque muchos rechacen ponérselas. Como sea que ello ocurra habrá sido demasiado tarde, aunque entre más pronto, mejor, dicho desde una lógica científica responsable. Pero nunca antes la charlatanería tuvo tanto poder de decisión. Entre si acabamos a las vencidas entre Rusia, China y Estados Unidos, o si sus errores ante la pandemia hunden a los gesticuladores que gobiernan en Washington y Brasilia, la del Covid-19 será la vacuna más costosa de la Historia.
Existe el riesgo de abonar aún más el engaño, mientras crecen el control masivo de la población y la razón autoritaria para el dominio de un poder capitalista absoluto oneroso para el medio ambiente, las libertades, la racionalidad humanista y el buen vivir de la gente en un mundo que parece determinado por titanes egoístas dispuestos a lo que sea con tal de medrar y prevalecer.