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Rogelio Cuéllar o la revelación del silencio / La Semanal

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28 de junio de 2020 09:30
 
 
De una larga conversación surge esta cumplida semblanza en primera persona de un emblemático fotógrafo de pura cepa en nuestro país, desde los diecisiete años hasta sus casi setenta, Rogelio Cuéllar (CDMX, 1950), fotorreportero insigne del 68’, autor de retratos de personajes célebres –Jorge Luis Borges, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Emil Cioran, Francisco Toledo...–, y de desnudos masculinos y femeninos, sobre todo en blanco y negro, esa “gama de grises” que es “una gramática visual.

La luz de la calle ilumina el interior de mi casa, frente al Parque México, en la Condesa, tan castigada por los sismos de 1985 y de 2017. Observo el desorden de la sala, cientos de objetos artísticos, cuadros, marcos, lámparas, carpetas, libreros y muebles destinados a contener miles de negativos fotográficos, papeles. Enciendo un cigarrillo y me sirvo una copa de vino para someter el impulso de continuar trabajando. Es de noche. He pasado horas en el cuarto oscuro, revelando negativos, imprimiendo en papeles de distinto formato. Por los grandes ventanales veo danzar la sombra de los árboles. Estoy a punto de cumplir setenta años de edad y cincuenta y tres de fotógrafo. Me pregunto ¿quién soy, qué soy? Con certeza un enamorado de su oficio que aún vive la impaciencia de revelar e imprimir las fotos que captura. En este caos aparente hay un orden, una sintaxis no sólo de trabajo, también de existencia; mi hogar es mi estudio, mi centro de operaciones. Tengo una colección de fotoesculturas de madera, las adoro; elijo una en particular: una figura de cedro en la que está sobrepuesta la imagen de un hombre muy bien vestido, elegante, pero carece de rostro, lo cubre una nube de pintura blanca. Cuando la compré supe que era el retrato que buscaba, un personaje marcado por la ausencia.

Soy Rogelio Cuéllar, hijo de Esperanza Ramírez viuda de Cuéllar. Fui doblemente huérfano en la infancia. Nunca supe de mi padre biológico, a quien dejé de ver como a los tres años. Mi madre decretó la muerte de su segundo marido, Ignacio Cuéllar, quien me reconoció como hijo y me dio su apellido, pero doña Esperanza, que era una tapatía de armas tomar, lo puso de patitas en la calle. Desde entonces fue viuda y yo huérfano por segunda ocasión. Ella no era una persona que se quedara en el lamento y de inmediato comenzó a buscarse la vida. Una amiga le enseñó a hacer tamales oaxaqueños y puso de inmediato un puesto. Luego tendría fondas y restaurante. Vivíamos en la colonia Portales. Yo era muy pequeño, siete u ocho años. Me llevó a la parada del tranvía, el que iba de Emiliano Zapata hasta la Basílica de Guadalupe, y me dio instrucciones para llegar a la calle de Guatemala, atrás
de Catedral, donde debía comprar hojas de tamal. El Centro se convirtió en un universo de misterios y comencé a recorrerlo con avidez. Fue el inicio de una constante fuga de la escuela hacia distintos lugares de la ciudad. Cuando llegaba a casa con la boleta de calificaciones, mi madre, que era analfabeta, me decía: “Ay, hijito, mejor fírmalas tú.” Me encantaba subirme a los autobuses, trolebuses y tranvías. Llegaba hasta su última parada, exploraba los lugares y volvía por el mismo medio. Me gustaba ver despegar y aterrizar los aviones en el aeropuerto o ver la entrada y salida del ferrocarril en la estación de Buenavista. Xochimilco, los Viveros de Coyoacán, Chapultepec, el lago, el castillo, eran también mis lugares favoritos. Ir-venir, una especie de melodía que sonaba en mi pensamiento. Era un solitario con muchas amistades. Por todos lados sembraba afectos, pero amaba la libertad de estar solo.

“Fotografiar todo cuanto veía…”

Soy fotógrafo, pero me gusta más pensar que soy un revelador de miradas y silencios. Lo supe desde las primeras imágenes que imprimí en un cuarto oscuro sin ayuda de nadie. Estaba en el bachillerato, en la prepa cinco, cuando se organizó una excursión. Por las tardes trabajaba como ayudante de dibujo publicitario en Litográfica Rojas donde, además del permiso, logré que alguien me prestara una cámara. Me la pasé haciendo fotos durante el viaje. Días después me autorizaron usar el laboratorio de revelado. Embriagado por la emoción y el aroma de los reveladores y los fijadores vi aparecer las imágenes en la película y luego en el papel; descubría un lenguaje para expresarme.

Después de mi jornada laboral en Litográfica Rojas iba a la Academia de San Carlos a tomar cursos de pintura, pues deseaba ser artista plástico; luego opté por el dibujo publicitario porque me insistían mucho en que de pintor me moriría de hambre. Tenía ya un gusto por el arte; desde la niñez coleccionaba las cajitas de Cerillera la Central, sus Clásicos de lujo, con ciento veintidós pintores y sus respectivas biografías. Yo sabía quién era Renoir, Matisse, Da Vinci, Picasso, Miró, Toulousse, etcétera.

Aún no tenía conciencia social, pero en 1968 conocí a Héctor García y le pedí ser su asistente. De inmediato me dijo que sí, me dio película para mi cámara y un sello que decía “Foto Press Héctor García”. Cuando fuimos a cobrar a Difusión Cultural de la unam le pagaron mil 400 pesos y él me dio cien a mí. Con ese dinero me mandé a hacer mi propio sello y me puse a trabajar por mi cuenta. Fui a Novedades, que tenía una revista para señoras y me pidieron fotos. Me las compraban a veinte pesos. Fue la primera vez que vi mi nombre identificando mi trabajo. Ese hecho me dio una conciencia de visibilidad, de un estar aquí, de una obra con un nombre. Durante esa época, Margo Glantz dirigía Punto de Partida y lanzó un concurso de fotografía, cuyo premio era la publicación. Allí me vi también representado con una foto. Eso me gustó. Comenzaron a tener lugar las manifestaciones estudiantiles y me identifiqué con sus motivos contra el régimen autoritario, contra la policía represora, contra el cinismo político, contra un sistema injusto y corrupto, en una sociedad muy desigual. Fotografiar todo cuanto veía fue mi manera de contribuir a la causa.

Margarita García Flores hacía entrevistas que publicaba en la Gaceta de la unam y me invitó a que fotografiara a sus entrevistados. Tito Monterroso y Ricardo Garibay fueron los primeros. Garibay me pidió las fotos, pero me aclaró que no tenía dinero para comprarlas; a cambio me invitó a desayunar. Acepté. Comenzó una amistad que me aproximó a discusiones sobre diversos temas que iban del psicoanálisis a la literatura, de la música a la pintura, a la política. En el Centro Mexicano de Escritores (cme) había una galería a la que yo asistía con frecuencia y conocí a su director. Ya en confianza le pedí el teléfono de Juan Rulfo para fotografiarlo. Le llamé y le dije que eran para el cme, en el que él era tutor. Me dio fecha, hora y lugar. Ignoraba que él era fotógrafo, sólo sabía que era un gran escritor. Me citó en el propio cme. Llevaba una cámara de 6x6 que me habían prestado. ¿Cómo quiere hacer las fotos? Me preguntó. Con luz natural; vámonos para afuera, le respondí. ¿Quiere que haga algo especial? Nada, le contesté, sólo míreme. Fue una sesión de dos rollos de largos silencios. Yo tenía diecinueve años.

Me casé a los veinte años de edad con Elvira García. A los veintiuno tuve a Iván y seis años después a Natalia Isadora. Vicente Leñero dirigía Revista de Revistas y aceptó mis fotos con los reportajes de Elvira. En 1973 tomaron rectoría dos porros muy temidos, Castro Bustos y Falcón. Don Pablo González Casanova era el rector. Leñero me mandó a Rectoría, pues los fotógrafos de Excélsior no habían podido entrar. Con mis veintitrés años a cuestas era muy audaz y temerario. Castro Bustos era un hombre de barba crecida al estilo Charles Manson. Él y Falcón posaron para mí en la oficina del rector. Ese año obtuve el Premio Riuz a la mejor fotografía. Como recompensa, le pedí a Leñero que me presentara con Julio Scherer. Leñero aceptó, pero me recomendó que no le dijera nada de mi premio, y fue lo primero que hice. Scherer me dijo: mire, a mí los premios no me interesan, lo que pido son mejores fotos cada mañana, pero lo felicito. Comencé a trabajar en Excélsior.

Elvira y yo estudiábamos en la Carlos Septién. Sólo duré un año porque Avilés, el director, me pidió que diera clases de fotografía. Así que, fast track, pasé de alumno a maestro. Allí aprendí la diferencia entre foto documental, reportaje y ensayo fotográfico. Fernando Macotela me invitó, casi de manera simultánea, a dar clases en Ciencias Políticas de algo que se llamaba equivalencia curricular, fotografía como lenguaje social. En 1974 entré al cuec a estudiar cine, con la consigna y la conciencia de que no deseaba dejar la fotografía. Quería aprender el lenguaje cinematográfico para ampliar mi panorama y tener mayor libertad, sobre todo cuando empleamos la cámara súper 8 para pequeños documentales. Ese año realicé Ixim winik/El hombre de la tierra del maíz, un documental sobre un congreso en los Altos de Chiapas al que asistía el obispo Samuel Ruiz, el gobernador Velasco Suárez y todas las etnias del estado. De allí fui a las comunidades a filmar su vida cotidiana.

Hice una exposición en Guanajuato y conocí a Enrique Ruelas. Fernando Macotela, entonces director del Festival Cervantino, me abrió aún más el panorama y comencé a reconocer a los grandes directores de teatro y dramaturgos: Julio Castillo, Héctor Mendoza, Margules, Luis de Tavira, Héctor Azar, quien fundó el cadac. En esa misma época hacía trabajos para difusión Cultural de la unam y Héctor Azar me comenzó a dirigir dentro del escenario como fotógrafo. Ponte aquí, muévete allá.

Toledo, Cioran, Borges y el Duende de la mirada cómplice

Luego vino una larga temporada en Culturas Populares por invitación de Esther Seligson, quien dirigía el Teatro Popular Campesino. Rodolfo Stavenhagen era el director. Entré con plaza fija para diferentes proyectos y recorrí los estados del país para conocer sus culturas regionales. La Ciudad de México ha sido también un tema, pero no como nostalgia, sino como memoria de la urbe que me tocó vivir. La fotografía me ha dado la posibilidad de conocer personas con quien nunca imaginé conversar, con artistas admirados, me ha llevado a países y lugares remotos, no sólo a conocer sino a exponer, como Moscú, Cracovia, China, en donde he estado tres veces. El embajador Agustín Gutiérrez Canet supo que yo tenía fotos de Cioran y me invitó a Rumanía para hacerle un homenaje en la Biblioteca Nacional, en Bucarest.

A Cioran lo retraté en París. Esther Seligson, quien era amiga y traductora del filósofo, me recomendó con él. Un amigo mexicano que hablaba francés le llamó por teléfono. Cioran le dijo que aborrecía que le hicieran fotos, pero si deseaba conocerlo podría pasar a verlo a inicios de enero; estábamos a finales de noviembre. Yo sólo sabía decir, je suis fotographe. Cómo él tampoco sabía español sólo me respondía, pas des photospas des photos. Harto de escuchar la misma frase se alzó de hombros y comencé a fotografiarlo.

Lo de Borges fue en su primer viaje a México. Estuve con él toda la semana, desde las 8 de
la mañana hasta la media noche. Me llamaba Duende porque escuchaba el sonido de mi cámara Pentax por todos lados y a todas horas. Estaba prácticamente ciego, pero aún veía sombras. Cuando le llevé una de las fotos que le hice para que me la dedicara le dije sin pensarlo, apesadumbrado por la despedida: “Maestro, ¿nos volveremos a ver…?” Él hizo una pausa, y saboreando las palabras, ironizando, con esa sonrisa tan Borges, me respondió “Ya veremos, Duende, ya veremos.”

A José Emilio Pacheco solía visitarlo con frecuencia pero no se dejaba retratar. Le propuse hacerle una foto en su biblioteca y me dijo, esta no es mi biblioteca, es mi comedor. Un día llegué y me pidió que le ayudara a mover tres filas de libros para localizar uno que requería con urgencia. Le dije que sí, pero con una condición, hacer una foto allí, en ese momento. Se quedó pensando y me dijo: “Está bien, Rogelio, pero también pongo una condición, que me dejes ponerme una gabardina que no he estrenado.” Con gabardina nueva, en medio de la sala rodeado de libros, en su comedor invadido por la biblioteca, él, muy elegante, se dejó al fin retratar.

Con Toledo fue difícil porque no podía tener un retrato frontal. Su mirada era siempre esquiva. Las primeras fotos que le hice son de abril de 1984, en el taller de Mario Reyes. Fueron de espaldas o medio embozado con su paliacate, ocultándose a la cámara. Sólo veinte años después tuve esa oportunidad en Oaxaca mientras él trabajaba. Le pedí con firmeza, mírame, y en ese instante capté la fuerza de su expresión. Exigir que los ojos del personaje me sigan proviene de mi aprendizaje en la pintura y también de las condiciones iniciales, pues no tenía un equipo que sustituyera a la luz natural. Si no poseo la complicidad de la mirada no hay retrato.

El libro Nueve pintores mexicanos, de Héctor García, con texto de Juan García Ponce, fue un referente fundamental, lo mismo el trabajo de David Douglas Duncan, fotógrafo de Life, quien además de ser reportero de guerra fotografió a Picasso durante años en sus procesos creativos. Yo me dije: quiero hacer algo semejante.

Me gusta sobre todo el blanco y negro, particularmente cuando hago fotografía erótica o de desnudos. Creo que este tipo de fotografía capta más la realidad por la síntesis que significa esa distancia del negro al blanco, la gama de grises: es una gramática visual. Me interesa el cuerpo, masculino y femenino, como paisaje. Sergio Jiménez me dio clases de actuación, cuando estudié cine, y me enseñó a gobernar el cuerpo de los actores. Yo practico esa misma metodología y actitud para estructurar la fotografía alejándola de los clichés, de las poses para la eternidad. Veo los límites con la pornografía, su delicada línea. Me gusta tocar esa fibra y situarme en ésta, recorrerla sin traspasar su frontera. Privilegio lo estético y evito a toda costa la mirada. La mirada me distrae, el paisaje exige toda mi atención.

Me interesa mucho que mis imágenes formen parte de la memoria colectiva, pero detrás de cada fotografía hay muchas otras historias, como tantas otras fotos, incluso las que no he hecho. No se volverán a repetir, cierto, pero esas fotos están en mi mente. La cámara fotográfica es una extensión de mis sentidos, de mi cuerpo. Traduzco sus ruidos en intensidad de luz, en velocidad, en tiempo. El oído dialoga con la cámara. Esa incertidumbre entre el clic y la imagen resultante me emociona. No es una metáfora, deseo hacer clic con la realidad, sentir el clic de esos instantes.

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