Ciento cuarenta millones de personas sobreviven en América Latina y El Caribe en trabajos informales, según la OIT. La pandemia ha desnudado la precariedad y la vulnerabilidad en la que viven y también los hace asomarse al abismo de la hambruna. En Centroamérica han empezado a usar banderas blancas para mostrar su tragedia y en México los comerciantes lamentan la falta de protección del Estado.
El Salv ador, entre el asedio de las pandillas y el virus
En los últimos años, Ana María se mudó cinco veces, una persecución que inició en 2016. Por ser defensora de derechos de las mujeres se metió en problemas con las pandillas. A sus 46 años es madre de dos hijos adolescentes y por seguridad no quiere que se publique su nombre real. Si bien fue beneficiada con los 300 dólares que repartió el gobierno de Nayib Bukele a 1.5 millones de hogares —considerados los más vulnerables— el fondo lo ha usado para ayudarle a un par de vecinos, ancianos y también vendedores informales que no tienen comida para pasar el encierro impuesto por la pandemia por Covid-19. La entrega del bono sigue recibiendo críticas por economistas que consideran que el ejecutivo lo hizo de forma inadecuada.
Separada de su pareja por violencia intrafamiliar, Ana María se dedicó a defender a otras mujeres que sufrían como ella. Su historia, víctima de la persecución por pandillas, comenzó cuando asistió a una joven golpeada por un pandillero y en ese momento se convirtió en blanco de las mismas.
En el país más diminuto de la región, con 6.4 millones de habitantes, la Mara Salvatrucha y la Barrio 18 son las dos que tienen mayor control de los territorios, incluso en tiempos de Covid-19. Ambos grupos son los que imponen su poder y su fuerza en los lugares donde habitan los más vulnerables a la pandemia. Al que incumple la cuarentena le va mal, así de simple. En los barrios han llegado al punto de declarar “toque de queda”, según una publicación de El Faro.
Ana María no sólo se enfrenta a un panorama de supervivencia diaria por las pandillas o por vender en las calles, sino que ahora todo luce más complejo con el impacto de la pandemia. Hasta la segunda semana de mayo, en El Salvador se reportaron un poco más de mil casos de coronavirus. El primero positivo se registró desde el 18 de marzo.
Ana María es parte de los 140 millones de personas que en América Latina y El Caribe sobreviven en el sector informal, como lo reflejan datos de 2014 de la Organización Mundial de Trabajo (OIT), sin un salario fijo ni protección social. Una realidad que se repite en países como México, Nicaragua y otros como Honduras y Guatemala. En las dos últimas naciones, el empleo informal ronda el 80 por ciento. En el caso de El Salvador, hasta 2018, el 70 por ciento de los hogares tenía al menos un integrante en el subempleo.
La crisis desnudó la vulnerabilidad de un sector que subsiste al día y que ha comenzado a manifestarse en El Salvador colgando pancartas en la entrada de sus comunidades o listones blancos afuera de sus casas recalcando que ahí pasan hambruna. En Centroamérica, 55 de cada 100 centroamericanos ya vivían en condiciones de pobreza antes de la pandemia, de acuerdo con Jonathan Menkos, director ejecutivo del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi). Son cerca de 22 millones en total, según cálculos, de los que 18.4 sobreviven en Guatemala, El Salvador y Honduras. “El Covid sólo exacerba problemas estructurales que venimos acarreando”, dijo Menkos.
México, de crisis permanente a una situación “desesperante”
Mientras en El Salvador sus ciudadanos sobreviven al virus y al control territorial de las pandillas, en México el Ejército hace presencia para hacer cumplir las medidas tomadas por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Antes de que terminara abril, cuando se registró un repunte de los casos de Covid-19 en ese país, las autoridades declararon de manera oficial la Fase 3 en el manejo de la crisis. Entre algunas de las medidas emitidas estuvo obligar casi al 100 por ciento de los comerciantes ambulantes a dejar sus ventas.
El tianguis “El Salado” es un mercado con 40 años de existencia, ubicado al oriente de la Ciudad de México, donde a los comerciantes los obligaron a parar sus ventas con presencia militar. Los seis kilómetros de extensión, que se convierten en veredas muy bien alineadas de mercadería que se ofrece en las calles, fueron “visitados” por militares que custodiaron a las autoridades de la Alcaldía Iztapalapa para poner fin a las labores de todos los vendedores.
Visto desde el aire, El Salado se ve como un zigzagueante río. Cualquier cosa imaginable aquí se encuentra: desde una acuamoto, el vaso de una licuadora antigua, un tornillo de una vieja máquina de coser, un traje de buzo, montañas de zapatos viejos, guitarras, revistas, llantas, muñecas, ropa, herramienta, cascos, libros o bicicletas. La zona oriente del tianguis, sin embargo, es un foco rojo de contagios de coronavirus. Ahora siete mercados han suspendido las ventas y con esta medida hay más de 57 mil personas que son afectadas.
Emilia Sánchez Peña, madre soltera de 60 años y originaria de San Vicente, es una de las personas que no puede dejar de vender. No cuenta con ayuda del gobierno mexicano, por lo que dejar su empleo sería condenarse a no tener ninguna entrada de recursos a su hogar. “En vez de venir a quitarnos del tianguis, que es nuestra vía para vivir todos los días, ¿por qué nos encierran si no nos dan una ayuda?”, asegura desde el puesto ambulante donde ha vendido durante 22 años. Cada miércoles, El Salado se llenaba. Ahí convergen unos 7 mil comerciantes que ofrecen mercadería nueva y productos usados. Emilia asegura que no dejará de trabajar a menos de que le garanticen una ayuda para ella y para la gente con hijos pequeños. Eso pelea. “Si no se mueren de la enfermedad, se van a morir de hambre”, reitera preocupada. La misma OIT ha reconocido que los trabajadores informales no tienen todos los medios de subsistencia, “por ello enfrentan un dilema que prácticamente no puede ser resuelto: morir de hambre o por el virus”. Así lo repite también Emilia.
El aumento de las medidas de restricción por la crisis sanitaria en México está afectando a más de 30 millones de personas, 60 por ciento de la población activa según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Para Héctor de la Cueva, coordinador de Centro de Investigación Laboral y Asesoría Sindical (CILAS), los trabajadores informales han pasado de un estado de crisis permanente a una situación “desesperante”. La mayor parte de las personas que dependen de la economía informal, señala de la Cueva, “viven al día haciendo cualquier chambita”. La respuesta de López Obrador a la crisis es considerada también insuficiente por este experto. El ejecutivo pondrá en marcha un programa de un millón de microcréditos por 25 mil pesos para pequeños comerciantes que estén inscritos en el programa Tandas para el Bienestar. Sin embargo, “hay una política bastante inconsistente de ayuda. Incluso para los trabajadores formales no hay medidas para apoyar a quienes pierden su empleo injustamente, sino que lo central es que se mantienen programas sociales que ya venían”.
Ante la ausencia de Ortega, la gente hace lo que puede en Nicaragua a pobreza se repite en los centros de compras de la región. En Nicaragua, el 70 por ciento de la fuerza de trabajo ocupada pertenecía hasta 2016 al sector informal, según el economista Adolfo Acevedo. Norma Valentina Calero, de 20 años, se las ingenia para superar al virus y ganarle al hambre en el Mercado Oriental.
Norma Valentina empezó a trabajar a los nueve años en ese centro de compras, considerado uno de los más grandes de Centroamérica. Antes, lo hacía acompañada de su mamá. La venta, en medio de la pandemia, la inició con una pequeña inversión de 15 dólares que tuvo que pedir prestado y que sirvió como su capital semilla. Con eso compró tres bolsones, que lleva cada uno en su interior unas 50 bolsas pequeñas de agua helada. Del dinero que pidió, 6 dólares ya estaban comprometidos: eran un adelanto que debía dejarle a una casa ubicada en el mercado donde guarda el agua que le sobra.
A la emergencia económica de siempre se une la sanitaria. Las medidas en Nicaragua para controlar el virus tienen perpleja a la comunidad internacional por su inexistencia. La Organización Mundial de la Salud ha mostrado su preocupación, mientras la población trata de protegerse contra un virus del que tiene poca información. El gobierno de Daniel Ortega no ha puesto en marcha ni el confinamiento ni el cierre de fronteras, lo que ha llevado a que organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronuncien al respecto. La gente, ante la poca respuesta estatal, hace lo que puede.
Esta comerciante continúa levantándose en la madrugada para cocinarles el desayuno a sus hijas antes de salir a su negocio improvisado, ubicado en el sector conocido como Gancho de Camino. No tiene ninguna caseta o tramo para resguardarse mientras trabaja. Madre de dos hijos, una de dos años y otra de tres meses, vive con su pareja, William Bermúdez, de 30 años, y otras diez personas; apiñados todos en un espacio diminuto dividido por paredes de hojalata ubicado en el barrio Julio Buitrago, conocido como Barrio Maldito. De la docena de personas que conviven, sólo dos trabajan formalmente.
En Guatemala ondean banderas blancas afuera de las casas para indicar que tienen hambre
A pesar de la cuarentena, la vida en las calles de Guatemala sigue. Pero al barullo cotidiano de antes de la pandemia se ha sumado una nueva imagen: cientos, miles de personas que desde las banquetas o las orillas de las carreteras ondean trozos de tela, de papel, de bolsas plásticas blancas que envían un mensaje tácito: tienen hambre, piden comida. Lo hacen ancianos, hombres, mujeres, niños, agitando trapos blancos. Tienen vergüenza, se cubren el rostro cuando la cámara de los periodistas los enfoca. Un cuadro similar se vivió en Colombia, donde la gente sacó banderas rojas porque, en medio de la crisis, ya no tienen alimentos.
Una gran porción —imposible tener cifras de quienes ahora piden comida en las vías— pertenece al sector del trabajo informal. Son vendedores ambulantes, personal de limpieza, empleadas domésticas, jardineros, guardias de seguridad, trabajadores de la construcción, campesinos, que no cuentan con contratos de trabajo. Todo esto, frente a un Estado que no los protege y con un sistema de salud precario.
La comunidad Las Mercedes es un ejemplo que se repite por miles. Está ubicada a 50 kilómetros de la capital, en Jocotillo, del municipio de Villa Canales, en Guatemala. Allí viven 250 familias. Es un paisaje desértico, donde se cultivan hectáreas de piña. Las calles son de tierra compacta y todo es color ocre. Las paredes divisorias entre terrenos son alambre espigado con láminas de zinc oxidadas. Se instalaron allí en 1998 tras el paso del huracán Mitch.
Elizabeth Tambriz vive en Las Mercedes. Ella es trabajadora doméstica, una de las 250 mil mujeres que limpian, cocinan y cuidan niños para ganarse la vida. Elizabeth trabaja desde los 12 años, cuando dejó Mazatenango, su pueblo natal, para ir a vivir a la capital. Desde allí no ha dejado de hacerlo, tiene 42 años y ningún ahorro.
A partir del 13 de marzo en que se hizo público el primer caso de contagio en Guatemala, se declaró la cuarentena y se cerró el transporte público, Elizabeth no volvió a ninguna de las tres casas donde trabaja. Desde hace dos meses no recibe el salario de 100 quetzales por día, unos 13 dólares. Una de sus patronas sí la ayuda un poco, dice. Los empleadores de Elizabeth viven en las zonas 10 y 14 de la capital, dos áreas acomodadas para familias de clase media alta y clase alta.
En el trabajo doméstico usualmente no hay contratos (aunque por ley sería válido un trato verbal), la mayoría no recibe prestaciones ni indemnización cuando se retiran. Para Elizabeth, en este momento, su única aspiración —y el de otras vecinas— es poder tener trabajo. Por ahora, sobreviven con su esposo y su hija de 13 años, con el salario reducido de él, que es conductor de autobuses: 800 quetzales (100 dólares).
El economista Jonathan Menkos, director ejecutivo del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) y excandidato vicepresidencial por el partido Semilla en las elecciones recién pasadas, asegura que “en el caso de Guatemala, la pérdida sería de 555 mil empleos. Y eso para Guatemala significaría la pérdida de los últimos seis años de empleos formales generados. El país genera tan pocos empleos formales, 25 mil empleos registrados en el IGSS (Instituto Guatemalteco de Seguridad Social) al año, en una sociedad de 16 millones de habitantes. Es nada”.
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