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Diario abierto / Vicente Rojo

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Manuel Felguérez, junto a su ‘Mural de Hierro’, en el Museo Universitario Arte Contemporáneo, donde el 21 de mayo de 2014 se rindió un homenaje al pintor, escultor y grabador. Foto María Meléndrez Parada
09 de junio de 2020 08:38
 
Manuel Felguérez.

Coyoacán, 2013.

Del canal para mí desconocido UnoTV me piden que participe en un programa de televisión que dedican a Manuel Felguérez. Acepto con enorme gusto. Desde que lo conozco he considerado que estoy en deuda con él. Son muchos años de relación amistosa, mucho tiempo de admirarlo.

¿Cómo empiezo a hablar de Manuel? Quizá desde el principio. Fue en el distante 1958, y comenzó con una llamada telefónica. Yo acababa de inaugurar mi primera exposición de pintura, en la galería Proteo, pero no conocía a ninguno de los artistas que ahí exponían, tampoco a quienes lo hacían con Antonio Souza, como el propio Manuel. No conocía a ningún artista. (En cambio, sí a algunos escritores. Carlos Fuentes me insistía en que procurara conocer a Alberto Gironella, cosa que, sin embargo, no logré sino más adelante, cuando llegamos a convertirnos en cómplices de muchos proyectos.) Para mi sorpresa, fue Manuel quien me buscó a mí. Me llamó a mi casa y me invitó a una reunión en la que estarían presentes varios jóvenes artistas. Me armé de valor y asistí. Fue mi bautizo. Ahí me encontré con algunos de quienes después formarían parte de lo que se conoce como generación de la Ruptura (que a Manuel y a mí nos parece más acertado llamar Apertura). Recuerdo particularmente, y lo hago con frecuencia, a la sensible Lilia Carrillo y al exaltado Fernando García Ponce. Yo estaba familiarizado con sus obras, pero hasta ese momento no con ellos personalmente. Y aun cuando teníamos más o menos la misma edad, desde el principio yo me sentí como discípulo de todos ellos, porque mi desarrollo como pintor fue muy lento, lo que se demuestra con la exposición que he citado, que inauguré a mis 26 años. Pero a partir de aquel encuentro, Manuel se convirtió para mí en una referencia fundamental, tanto por su pintura como por su escultura, referencia que, permanentemente renovada, se prolonga y perdura hasta el día de hoy.

Aunque por caminos diferentes y a veces opuestos, los dos nos apoyamos en la geometría. Pero, mientras yo me baso en las formas originales, cuadrado, círculo y triángulo, y en sus versiones en volúmenes, cubos, esferas y conos, Manuel lo hace en la geometría que indaga y encuentra en la naturaleza (supongo que desde que fue boy scout y atravesó México a pie a lo largo de 10 años al lado de su inseparable Jorge Ibargüengoitia). Sus obras, sean pinturas o esculturas, parten de la perfección de la naturaleza que a él le proporciona tanto el sol, que es el círculo, como los triángulos, que surgen de la estructura de los cristales y los minerales, como los rombos basálticos y los cubos de pirita.

Nunca ha dejado de asombrarme que él pueda hacer de los elementos naturales abstracciones tan poderosas, idea que los llevó, a él y a su amada Meche, que además es su mano derecha, su mano derecha conocedora y experta, a transformar un edificio colonial en el museo de Zacatecas que lleva el nombre de Manuel Felguérez y que, por decisión de la pareja, está dedicado al arte abstracto de México.

(Bárbara y yo hemos sido huéspedes de Meche y Manuel en un pequeño apartamento del museo, que fue cárcel que fue convento. En su libro Leer, escribir, Bárbara cuenta su experiencia de lo que fue vivir en una celda, dedicada a sus lecturas, tras las rejas, entre gruesos muros de piedra, mientras yo, después de abrir candados y zafar cadenas, salía a trabajar al taller de grabado perteneciente al museo.)

Manuel ha estado cerca de los elementos más naturales: el barro, la piedra, las telas o las conchas de ostión y madreperla; a los metales viejos y abandonados, las piezas desechadas, les dio un nuevo esplendor. A principios de los años 60 realizó lo que considero una obra fundamental del arte mexicano moderno: el mural del cine Diana.

Con su eterna pipa en la mano, Manuel no ha dejado de ser un viajero de pantalón corto o largo: ha vivido en París (donde estudió con Zadkine y salió ileso); ha recorrido gran parte de Europa y Sudamérica. Además, trabajó un año en Harvard y desde hace mucho pasa temporadas en Nueva York. También ha sido escenógrafo, y un adelantado en el uso de las computadoras (como muestra su libro La máquina estética); ha dado clases y es un espléndido arquitecto secreto e imparable. A sus primeros 80 años decidió ampliar su estudio una vez más para ahora hacer obras de formato aún mayor que su habitual tamaño, que de por sí ha sido grande.

Siempre me ha conmovido saber que cuando la comitiva oficial que, según recuerdo, encabezaban Fernando Gamboa, museógrafo; Manuel Álvarez Bravo, fotógrafo, y Raúl Anguiano, pintor, llegó a descubrir los murales de Bonampak, Manuel, el explorador, ya estaba ahí. Había abierto en plena selva la pista en que aterrizó la avioneta con los descubridores. Veo una foto de ese momento, 1948: Manuel, guapo y despeinado, tiene 20 años. Sonríe. Está acompañado por un lacandón y cinco niñas lacandonas. Ellas también sonríen.

Texto incluido en el libro Diario abierto, de Vicente Rojo, bajo el sello de Ediciones Era; se publicó originalmente en La Jornada el 5 de octubre de 2013. Ahora, en ocasión del deceso de Manuel Felguérez, a petición del maestro Rojo, lo compartimos con los lectores

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