En 2017 –cincuenta años después de la escritura de las “Notas”–, otros cuatro periodistas y el autor de estas líneas fuimos invitados a charlar con Auster en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Durante la entrevista conversamos sobre las “Notas”. Las recordó emocionado. Le pregunté:
–¿Cómo percibes “Notas de un cuaderno de ejercicios”, texto escrito en 1967 que ahora cumple medio siglo, en función de tu vasta obra, desde la poesía hasta tu novela más reciente, 4 3 2 1?
Me respondió, contundente:
–Es verdad. Pasó medio siglo. El transcurrir del tiempo es una maravilla; resulta increíble que menciones el origen de todo: “Notas de un cuaderno de ejercicios”. Escribí ese texto hace cincuenta años exactamente. Puedo recordar cuándo y dónde escribí las trece proposiciones que lo componen. Estaba sentado a la mesa de trabajo en la biblioteca de la Universidad de Columbia. Tenía un pequeño cuaderno. Comencé a escribir breves enunciados sobre arte, vida, realidad y percepción. No he releído el texto en años. Lo recuerdo como el trazo de mi posición estética sobre la escritura y sobre cómo uno vive en el mundo. No he cambiado de opinión. La primera proposición posiblemente es lo más interesante que he escrito en toda mi vida, esos dos primeros enunciados que encapsulan todo lo que he escrito hasta hoy: “El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo.” Intentaba capturar la esencia doble de la existencia humana. Todos percibimos el mundo de manera distinta. Todos tenemos una visión de la realidad, sin embargo somos parte de un mismo mundo, juntos. Aunque nuestros cerebros funcionan de maneras distintas. Somos seres dobles.
Durante mi estancia en el Hotel Hilton Guadalajara suscitada por el encuentro literario –después de un largo día que culminó en la Cantina La Reforma Uno– extrapolé, una noche en la soledad de mi habitación, los dos enunciados de Auster:
El universo está en mi cerebro.
Mi cerebro está en el universo.
La máxima derivada del más temprano pensamiento auteriano me mantiene despierto y me conduce a las especulaciones, certezas y preguntas de la astrofísica, las neurociencias, la genética y la física cuántica, temas sobre los que leo con fruición. Se trata de la curiosidad. Jamás seré un experto en esas áreas del conocimiento, aunque los libros se acumulen en mi mesa de trabajo. Pero la divulgación científica me seduce como un vaso de ginebra pura, una cajetilla de Gauloises o las investigaciones sobre el suicidio realizadas por Ramón Andrés –entre otros geniales escritores suicidólogos–, en las que incluye la idea de la muerte en Occidente, “la existencia y sus paradojas, a veces temibles.” El dolor y el sufrimiento ante la expectativa insoslayable de la muerte –referidos por Francisco Calvo Serraller, director del Museo del Prado de 1993 a 1994– son inseparables del surgimiento de la conciencia, que no comprendemos del todo. De esa manera surge en mí una tendencia a lo nocturnal. Soy un insomne perpetuo e intranquilo. Me asaltan las preguntas sin respuesta y el desasosiego que conllevan.
A un personaje de Martin Amis –escritor que estudió la psicología de los suicidas– le ocurre algo similar. En Tren nocturno, la detective Mike Hoolihan –mujer alcohólica cuyo hígado está al límite– se encarga del caso de la muerte de Jennifer Rockwell, astrofísica que se suicidó disparándose tres tiros en la cabeza. Ese misterio de la muerte voluntaria es el eje de la novela. Al investigar el suicidio, Hoolihan esboza su propia muerte.
Las desintegraciones y sus símbolos
¿Cuáles son las razones por las que alguien quiere desaparecer?, me pregunto –a la manera de Blanchot– a las 02:42 am. La noche es larga. Viajo en mi propio tren nocturno. Las especulaciones no cesan. ¿Cuáles son las razones por las que alguien desaparece a través del consumo de alcohol?, me cuestiono a las 3:16 am. La transición de un pensamiento a otro ocurrió en treinta y cuatro minutos. Es el teatro de la mente.
“En vano espero/ las desintegraciones y los símbolos que preceden al sueño”, leo en el poema “Insomnio” de Borges. Yo también en vano espero. En una ocasión le dijo a Georges Charbonnier: “Para librarme de todo ello escribí esa historia de Funes que es una especie de metáfora del insomnio, de la dificultad o imposibilidad de abandonarse al olvido. Ya que dormir es esto, abandonarse al olvido total.” Y tras ese pensamiento me digo: la muerte es abandonarse a la nada.
Leo a Richard Dawkins, pletórico de razón y melancolía: “Vamos a morir, y esto es una suerte. La mayoría de la gente no tendrá oportunidad de morir porque nunca habrá nacido. Las personas que podrían haberse encontrado aquí en mi lugar y que nunca verán la luz del día son más numerosas que los granos de arena de Arabia. Estos fantasmas no nacidos seguramente incluyen poetas más grandes que Keats y científicos más grandes que Newton. Podemos asegurarlo porque el conjunto de individualidades posibles que permite nuestro adn excede con mucho el de personas reales. Entre las incontables posibilidades que podrían haberse materializado, somos
el lector y yo, en nuestra medianía, los que estamos aquí...”
Continúan mis especulaciones a las 5:09 am. Me abruma la inminente llegada de la luz solar, precedida por el trinar de los pájaros. Ese canto cifra el amanecer. Taciturno, reflexiono. Pero sé que la respuesta a la pregunta “¿qué se siente estar muerto?” –mas no el proceso de morir– es: “lo mismo que un ser humano sentía antes de haber nacido”. Entonces me resulta imposible negar la futilidad de la existencia. Recuerdo a Paul Valéry: “Todo proviene de la nada, pero la nada persiste.”
Se crea un coctel sugestivo: imposibilidad para conciliar el sueño, recuento de los días de la abstinencia forzada a la que me he sometido durante varios años –derivada del síndrome de dependencia del alcohol, en la nosología psiquiátrica–, angustia del ser –desde una perspectiva filosófica– e ideaciones relacionadas con la muerte voluntaria. Cioran tenía razón: los insomnes somos por necesidad teóricos del suicidio.