Cuando llegó el turno de que Proust muriera, vio, en su mente, una pintura de Vermeer. Dictó un último enunciado: “Hay una paciencia china en el oficio de Vermeer...” Bueno, al menos esa es la historia.
Durante toda su vida de escritor, Proust estaba “muriendo”, inspirado de muchas maneras diferentes por este sentimiento en el lecho de muerte –en su fase “activa” de “animosa decadencia” continuo dentro de nosotros, desde el primer día como inconsciente corporalmente. Si no moría exactamente como Bergotte [personaje de En busca del tiempo perdido, escritor cuyos libros son admirados por el narrador], al menos existía en una especie de espacio mortal análogo a la muerte, de la misma manera en que el insomnio es algo parecido a dormir, morir por oxígeno, morir de alergias o miedo a lo que sea que le cerró los pulmones, un inválido viviendo en tiempo prestado de tal manera que mientras tenía todo el tiempo del mundo, acostado en la cama, era como si no tuviera ninguno. Walter Benjamin sintió que la sintaxis de Proust “rítmicamente y paso a paso reproduce su miedo a sofocarse” y que era posible que fuera su arte el que causara su asma tanto como era posible que fuera viceversa. Esto une la escritura y el cuerpo de manera inesperada.
En busca del tiempo perdido también puede considerarse un libro definido por quedarse dormido como otro tipo de colapso corporal. No el hecho de dormir en sí mismo. Pero cayendo y fallando. En lugar de sueños, los ciclos dificultosos del insomnio. “Está terminado”, Proust anunció a su devota sirvienta, ésa otra balanza celestial, Celeste Albaret, a quien llamó a su lado para anunciar que acababa de escribir Fin. “Ahora puedo morir”, dijo. Asimismo, pudo haber dicho: “Ahora puedo dormir.” ¿Y cuál fue el punto final, aparte de su muerte inminente? ¡Era que al final ahora podía comenzar! Fue el final –en otras palabras, la muerte– lo que le dio al narrador de Proust, su alter ego, la licencia para convertirse en escritor y comenzar su gran obra, las 3 mil páginas de trabajo duro alentado y cargado con esta nueva confianza.
¡Qué extraño es eso! ¡Sólo al final del libro el escritor puede comenzar a escribirlo!
Traducción de Alejandro García Abreu.
Fuente: Michael Taussig, What Color Is the Sacred?, University of Chicago Press, Chicago, 2009. El título es de la redacción de La Jornada Semanal.