Corría el año ’82 cuando el Pequeño Ricardo le dijo al conductor David Letterman, durante una entrevista, que con once hermanos debía hacer lo necesario para sobrellevar las cosas. Yendo de la casa a la iglesia o al cine con su familia, resistió lo que pudo ante el llamado del espejo hasta que poco a poco comenzó a maquillarse “para no lucir tan rudo frente a las niñas blancas”. Luego se aceptó como un gay que, al defraudar a sus padres, debía abandonar la casa cumplidos los diecisiete años de edad. Entonces… triunfó. Inventó el Rock & Roll. ¿Cómo? Fluyendo cual agua derramada. Encontrando grietas, poros, salidas insospechadas para su enorme capacidad creativa, incluso abusando de drogas y alcohol.
Contra todo pronóstico y habiendo dejado los estudios muy temprano, el Pequeño Ricardo volvió a la escuela en su juventud para poder manejar el éxito sin que tantos le robaran el fruto de su trabajo. Ya en la edad adulta se hizo cristiano evangelista y, según él, regresó al camino de la limpia rectitud. En otros términos: “dejó” de ser homosexual y de vestirse “sucio”. Tal postura fue intermitente y terminó por escindir su tirante existencia. Por
un lado estaba el predicador Richard Penniman, por el otro Little Richard, el entertainer de las pelucas, el maquillaje y el vestuario reflejante.
Compleja y medianamente liberado, el Pequeño Ricardo comenzó a fluir de nuevo a finales de los ochenta y no paró de girar hasta que las piernas se lo impidieron en 1993. ¡Hay que ver su energía en la inducción póstuma de Otis Redding al Salón de la Fama del Rock and Roll en 1989!, pocos años antes de sus últimas presentaciones en Las Vegas. Allí todavía se le ve feliz, alocado, desbordado pero asumiendo cabalmente su estancia en el mundo como persona y como ídolo de ídolos.
La inmensa prole de Ricardito
¿Quién más puede jactarse de que Jimi Hendrix fuera su guitarrista, James Brown su corista o Billy Preston su tecladista? Parece una ensoñación, pero el Pequeño Ricardo pudo presumir lo increíble. Arquitecto sonoro, sobre sus pirámides nacieron los templos del rock pop y de buena parte del funk, motown y rhythm and blues, que a su vez sirvieron de basamento para nuestro presente. Por ello es que sin su presencia sería imposible imaginar la música popular de las urbes como es ahora, ni en su forma ni en su fondo. Los Beatles, los Rolling Stones, Michael Jackson, Elton John, Prince… ninguno hubiera existido en la forma como lo hizo.
Basta ver la famosa y enternecedora fotografía en que unos jovencísimos Paul, John, George y Ringo rodean al Pequeño Ricardo en aquel camerino del Star Club de Hamburgo mientras éste sonríe, satisfecho por su lugar en la historia. Fue entonces cuando los Beatles conocieron a Billy Preston, con quien luego grabarían Let It Be, Abbey Road y The White Album como tecladista invitado. Uno de los muchos efectos dominó que provocó el nacido en Georgia durante su paso por la Tierra.
Siempre al borde del precipicio –que en el rock verdadero no era otra cosa que un grito necesario–, su voz fue cristal molido bajo los pies de una audiencia dispuesta a retorcerse bailando, adicta al culto de un preacher que obsequiaba cielos juguetones, indiscutibles. Así lo recordó McCartney al enterarse de su muerte: “De ‘Tutti Frutti’ a ‘Long Tall Sally’ pasando por ‘Good Golly, Miss Molly’’ o ‘Lucille’, Little Richard llegó gritando a mi vida cuando yo era un adolescente. Le debo mucho de lo que he hecho a él y a su estilo; y él lo sabía.” Así se despidió Bob Dylan: “Cuando escuché las noticias sobre Little Richard me sentí muy apesadumbrado. Él era mi brillante estrella y guía luminosa cuando yo sólo era un chico. Fue el espíritu original que me impulsó a intentarlo todo.”
No podemos olvidar, además, que cuando Michael Jackson compró el catálogo de los Beatles y de muchos otros artistas en la más polémica transacción de la historia musical, una de las primeras decisiones que tomó fue la de llamar al Pequeño Ricardo para devolverle los derechos de su obra. Gracias a ello este icono de la música pudo hacerse rico al final del camino, recuperando lo que otros le habían arrebatado. Esa fue una acción ejemplar del llamado Rey del Pop, pues son incontables los compositores que terminan en la miseria o prolongando su estancia escénica por pura necesidad, hasta los límites de la tristeza.
Finalmente digamos algo: tras la muerte del Pequeño Ricardo se ha hablado mucho de una Trinidad que se completa en el firmamento del rock. Es cierto. Junto a Elvis y Chuck Berry, nuestro Richard Penniman forma un triángulo mágico. Pero nada es espontáneo. Hurgando, leyendo, revisando entrevistas encontrará los nombres que los influyeron en los años treinta y cuarenta pero que, estando al servicio de iglesias o entramados sociales sin escenario ni reflectores, nunca vieron la fama. Alrededor de ellos no había music bussines, no existía el concepto rock & roll, acuñado hasta los cincuenta por Alan Freed, locutor radiofónico de Cleveland trascendental para la explosión del género. ¿Nombres?
Uno: Brother Joe May. Señalar a este pastor virtuoso del gospel resulta obligado. Es él quien aceleró los tempos y coros de la iglesia causando plegarias que abandonaban lo místico para entregarse al trance consciente, al estertor contenido y vibrante, al baile profano que se sabe exhibicionista. Otro: Billy Wright. Cantante de blues cuyo cutis, traje verde y zapatos dorados dejaron sonrisa indeleble en aquel gran niño de Georgia, pequeño por siempre y por siempre Ricardo.