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La entrañable transparencia de Óscar Chávez / 'La Semanal'

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10 de mayo de 2020 09:32
 
 
 
La reciente partida de uno de los trovadores más destacados de nuestro país, Óscar Chávez (1935-2020), víctima de Covid-19, da pie a esta semblanza que también es homenaje, donde se presentan las fases de su larga carrera: del cantor político profundamente comprometido con las causas sociales, notoriamente con el movimiento estudiantil del ’68, pasando por el bolerista del amor “más trágico que melodramático”, hasta su faceta de investigador musical. Buen camino al 'Estilos'.
 
 

El ’68 y la alegría de la revolución

El movimiento estudiantil del ’68 también tuvo su poética popular, una subjetividad política que también fue una batalla artística y cultural por nombrar y describir de otro modo a las acciones criminales del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. A la estabilidad desarrollista se le renombró como “represión”, al Presidente benévolo se le denunció como “asesino”; a la “conjura comunista” contra las Olimpiadas se le definió como “diálogo público”, democracia, respeto de los derechos fundamentales; al “México lindo” y modernizador se le opuso una lucha estudiantil y un pliego petitorio. Pintas en las bardas, consignas, rumores en voz alta, canciones, poemas que se transmitían de boca en boca, corridos políticos, baladas para los granaderos y gorilas… relatos, crónicas y fotografías del movimiento, antes y después de la masacre del 2 de octubre.

Óscar Chávez fue más que una figura de este ’68 político y cultural: fue su definición misma en una de sus múltiples expresiones, su canto en mítines, escuelas, facultades, en las Islas de cu y en las plazas; es también el legado vivo de una poética popular de denuncia y de registro de sucesos “de lo que en verdad pasó”, la expresión de una subjetividad radical y coloquial que fue nombrando a la nómina del terror gubernamental: Alfonso Corona del Rosal (regente del Distrito Federal en 1968), Luis Cueto Ramírez (jefe de la policía del df), Luis Echeverría (secretario de Gobernación) Gustavo Díaz Ordaz (presidente). De esto dan cuenta, al menos, los dos discos titulados México 68, por ejemplo. A ritmo de marimba se canta y expresa, en clave de maledicencia popular,
la sinceridad política de las demandas estudiantiles: “Diálogo público” y “¡Que chingue a su
madre Cueto!”

Su canto fue indignación, denuncia y parodia de un gobierno represor y de exterminio, pero también fue una didáctica popular que trasmitía de manera contundente lo que no se podía enunciar abiertamente: una crítica radical al Estado mexicano, a la “prensa vendida” que respaldaba incondicionalmente al gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, imágenes y crónicas que se cantaban a favor del movimiento estudiantil y en abierto desafío al “aparato de Estado”. La voz de Óscar Chávez es el faro de una mística cultural que caricaturiza –literalmente– al poder político para captarlo en toda su violencia, en su grotecidad de gigante desalmado, en los usos y costumbres de la represión perfecta, la “mentira oficial” perfecta, el comportamiento autoritario perfecto. Las canciones de Óscar Chávez son –junto a otras expresiones políticas y artísticas como las de Amparo Ochoa, Judith Reyes, León Chávez Teixeiro y Los Nakos, entre otras– las grietas culturales de toda una época en la que se lucha, en enorme desventaja, cuerpo a cuerpo, canción a canción, contra el Dinosaurio implacable.

Ante la “traición del mal gobierno”, que culmina en la masacre de Tlatelolco, el canto de Óscar Chávez cumple funciones políticas básicas en las que ideología y música se articulan para hacer propaganda, despertar conciencias, denunciar la represión, invitar a la rebelión o a sumarse a la guerrilla. El objetivo es transparente y utópico: generar las condiciones para una revolución que se construye desde la “izquierda nacional”, la que también está presa, la de Valentín Campa y Demetrio Vallejo, pero que también viene de la misma Revolución mexicana, ésa que no se ha transformado todavía en un Nerón institucional, como la del “partido en el gobierno”. Corridos, marimbas, arpas, sones veracruzanos, canciones infantiles: la canción de protesta a la que le da forma popular, revolucionaria y urbana Óscar Chávez es sumamente heterogénea, rabiosa, fugaz y contundente, pero también festiva y alegre, una alegría de transformación revolucionaria y estudiantil.

Al igual que los hermanos Flores Magón ante las injusticias en el ámbito jurídico de la dictadura de Porfirio Díaz, por ejemplo, en el primero año del periódico Regeneración (1900-1901), desde la canción de protesta que empuña Óscar Chávez se reivindica la misma Constitución, en abierta confrontación con su uso político hegemónico: “exigimos los derechos que da la Constitución, que nacieron en el seno de nuestra Revolución”. Además, se nombra al asesino de estudiantes por su nombre, se le tutea para bajarlo del pedestal presidencial de la represión como profecía: “‘Gustavo es un desgraciado’, no se cansan de decir toditos los estudiantes que por él van a sufrir”. La protesta cantada de Óscar Chávez es también un mitin de consignas políticas que reclaman su capacidad para generar verdades históricas: “que todos los mexicanos sepan darnos la razón”. En el dramático testimonio de la “Carta de Margarita” está también inscrita la triste y fúnebre verdad de la matanza del 2 de octubre de 1968: “Ese día todos nos morimos.”

 

La apertura latinoamericana y la crónica paródica de un poder omnívoro y ridículo

La década de los años setenta del siglo xx es la de la apertura política y artística de Óscar Chávez hacia Latinoamérica –sus revoluciones, sus muertos en batalla y sus asesinados políticos–, pero también hacia su música popular. Una estela de formas musicales que, a su manera, se vinculan con la historia política del subcontinente: desde la célebre canción “La niña de Guatemala”, espléndida adaptación de un poema de José Martí, pasando por el himno de despedida y de canonización entrañable del Che Guevara, “Hasta siempre”, del cubano Carlos Puebla, y por la emblemática “Macondo”, con letra del peruano Daniel Camino Diez Canseco, hasta cerrar en 1979 con un canto a la Nicaragua sandinista, país donde se detiene en ese momento el péndulo de la revolución latinoamericana, que es al mismo tiempo una apropiación de sus ritmos populares en clave de divulgación de historias regionales que se asumen ya como propias para México; cumbia colombiana, yaraví amerindio, joropo venezolano y colombiano, guajira cubana, zamba argentina, arrullo afro-ecuatoriano…

En los años setenta y ochenta del siglo xx, la lírica de Óscar Chávez también se consolida como una crónica paródica de un poder gubernamental omnívoro y ridículo en sus usos y costumbres. Después del ’68, el poder del partido en el gobierno, el pri que envejece, turbio y suntuoso, cada vez más delirante en su forma de acumular tiranía y violencia contra la sociedad, se prepara para su última transformación: de Estado benefactor a la opacidad tecnócrata del neoliberalismo. Óscar Chávez también es el cronista-trovador, desde una perspectiva absolutamente crítica y mordaz, de esta metamorfosis. La parodia política es para Óscar Chávez una doble imitación burlesca: de ciertas “melodías conocidas” y de los usos y costumbres despóticos del poder político. En estas parodias se registra (desde los años setenta y en los que se cristaliza un Estado de exterminio selectivo a través de la llamada Guerra sucia, hasta las parodias neoliberales) el catálogo de normalidades autoritarias que desde una perspectiva de lucha social se vuelven majestuosas puestas en escena del abuso y la corrupción.

Sus canciones políticas son también un aprendizaje crítico, alegre y furtivo de una democratización radical de la sensibilidad cultural, a veces indeseadamente marginal, pero que por momentos llega a ser masiva. Una didáctica de las emociones políticas y de la historia nacional en clave estrictamente de izquierda. En este sentido, el canto de Óscar Chávez no acepta escuchas espurios: se le canta porque de sus canciones se aprende “ideología subversiva” y crítica del poder político, o porque se comparte y celebra su crítica al nacionalismo revolucionario del pri en
el gobierno (y a sus ecos en una izquierda degradada por su amor inconsciente a este modelo de cultura política) y al fascismo zigzagueante y pueril de la derecha panista.

Una adaptación política de “La cucaracha” sirve también para analizar irónicamente los perfiles de los tapados (los precandidatos visibles e invisibles del pri a la presidencia en tiempos de su poder casi absoluto): “no puede haber ilusiones… ahora sí ya nos fregamos”; si suben los precios nos lleva la tristeza... En “La casita” se despliega la gran fuerza cáustica de las canciones del cantor: toda la suntuosidad del poder político es desnudada por la imaginación paródica, a medio camino entre lo que medianamente se sabía en ese entonces de las riquezas acumuladas de los políticos y el delirio de poder alegorizado en una “casita chiquita con jardines, alberquita y calefacción central”; lo que sigue es la acumulación del sinsentido y de un saqueo normalizado del erario público, que va de una Virgen de Guadalupe como regalo del Arzobispo, canchas de tenis, bardas alambradas y electrificadas, guarura de la “procu”, hasta el deseo de privatizar el Ángel de la Independencia. Omnívoro y ridículo, este poder político que se nutre de la degradación de la revolución institucionalizada se transforma también de manera paródica: de la riqueza criminal inconmensurable del Estado de bienestar propio y privado, se pasa al remate neoliberal del país. Las parodias neoliberales también dicen lo suyo sobre la época finisecular que nos tocó vivir. “Atracomulco”: la capital del saqueo neoliberal; un país que se vende “por todos lados”, a cada momento; hambre, dolor y ultraje en una época en la que también se le cantan las “golondrinas” al presidencialismo del siglo xx.

 

Un bolerista del amor: otro modo de la sensibilidad amorosa y política

También coexiste con el trovador político un bolerista del amor sin el estruendo de la cantina y sin la hombría agresiva de la canción ranchera. Hay en Óscar Chávez otro modo de la sensibilidad amorosa muy diferente al modelo hegemónico del amor melodramático, que lo gobierna todo desde la televisión privada en las últimas décadas del siglo xx. La canción “Por ti” se vuelve el otro himno del amor en la cultura mexicana contemporánea, un himno también furtivo, de belleza romántica y que, sin todo el aparato de difusión de la política de masas televisiva, con los años va conquistando un espacio relevante en una sensibilidad social muy diversa. Sus tropos dan pie a un padecimiento del amor que escapa de lo cursi y melodramático sin dejar de sufrir, con acentos más trágicos que redentores: “Por ti, la ternura se niega conmigo./ Por ti, la amargura me sigue y la sigo…/ Por ti, el mar es la locura del cielo…/ Por ti el infierno es amor tan eterno, el infierno es amor…”

Confirman a este cantor de una forma del amor, más trágico que melodramático, las interpretaciones de boleros clásicos como “Perdón” (Pedro
Flores) o “Flor de azalea” (Manuel Esperón/Gómez Urquiza): la vida que en su avalancha nos arrastra por igual. Mención aparte requieren temas del propio Óscar Chávez, como la ya mencionada “Por ti” o “Quiero queriendo”: un letrista medido y discreto que ataca de manera contundente la tragedia amorosa del adiós: “viva la vida, muera la muerte, yo ya me voy”.

Ese “por ti” de amor se trasfigura en un “por ti” transformador del mundo: “¡Por ti, bella Mariana! ¡Por ti lo puedo todo!/ El mundo entero si me mandas/ te lo pongo de otro modo.” Es indudable que uno de los momentos políticos más importantes del canto de Óscar Chávez fue el 28 de marzo de 2001. El ezln sube a la tribuna de la Cámara de Diputados. Al salir del recinto, en uno de los mítines más esperanzadores de la izquierda mexicana, los zapatistas le piden a Óscar Chávez que cante “La Mariana”: el mundo estaba de otro modo y parecía que se abría una puerta para el diálogo y la reconciliación en Chiapas. No fue así, otra vez por la “traición de los gobiernos” a los Acuerdos de San Andrés, pero Óscar Chávez era ya el cantor furtivo de nuestras grandes transformaciones sociales y políticas.

Desde 1963, en el disco Herencia lírica mexicana, encontramos a un Óscar Chávez consciente de la necesidad de llevar a cabo el rescate, actualización y difusión de los repertorios populares de diferentes regiones de México. Sones antiguos, huapangos, valonas, música romántica, canciones norteñas… y trova yucateca, entre otros géneros, fueron el objeto de esta labor de investigación, rescate e interpretación. Entrevistado por el músico yucateco Jorge Buenfil en 2015 (“Inicié cantando la trova yucateca de Guty Cárdenas: Óscar Chávez”, La Jornada Maya, 30/iv/2020), Óscar Chávez describe así su herencia paterna y musical ligada a la trova yucateca:
“Mi padre cantaba y tocaba muy lindo la guitarra, cosa que no aprendí por bruto. Él era de Zacatecas, interpretaba canciones antiguas de su tierra y también de la onda urbana, de la Ciudad de México. Él se trasladó para acá (Mérida) y le encantó. Admiraba a la trova yucateca y era lo que más cantaba: Guty Cárdenas, Ricardo Palmerín, y yo empecé a cantar esas letras con él desde niño.” Uno de los discos más bellos de esta labor es sin duda Trova yucateca (1998), con arreglos del mismo Jorge Buenfil. Y quizás de él se pueda extraer un posible epitafio para Óscar Chávez, el trovador incansable de ese otro mundo que viene del ’68 y que no acabará con su muerte: “Para cuando muera/ quiero que mi tumba/ que mi tumba huela,/ huela a primavera” (“Que entierren mi cuerpo”, de José Esquivel Pren y Ricardo Palmerín).

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